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Gabriel García Marquez


Enviado por   •  7 de Mayo de 2015  •  2.357 Palabras (10 Páginas)  •  192 Visitas

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El célebre escritor colombiano murió un Jueves Santo, igual que Úrsula Iguarán en Cien años de soledad, tras haber cumplido 87 años. En casi toda la obra narrativa de Gabriel García Márquez, al comienzo del relato, nos encontramos frente a alguien que acaba de morir o que encara la muerte inminente. Un famoso general emprende su último viaje; un coronel repasa el sueño de su larga vida frente al pelotón de fusilamiento; los gallinazos revolotean ávidos por el palacio otoñal del patriarca; un desenterrador mide la longitud del pelo de una niña; se anuncia que un joven inocente será apuñalado como un marrano; un cuerpo se pudre en una casa cerrada o alguien aspira el olor a almendras amargas de los desesperados. La última ilusión de la literatura consiste en resucitar a los muertos. Por eso algo que dijo alguna vez García Márquez ("lo que me interesaba del personaje no era su vida sino su muerte"), podría ser la clave de buena parte de su obra narrativa: de cierta manera, este es un alegre oficio de difuntos, un intento amoroso de resurrección y, en últimas, una serie de largos obituarios.

Ahora que el muerto es él, el gran escritor colombiano, nos toca aquí empezar también con el relato de su propia muerte. Porque, ¿cuándo se muere realmente una persona, y más aún, un escritor? Según la medicina tradicional uno se muere cuando deja de respirar. En ese sentido, Gabriel García Márquez murió hace poco, el 17 de abril de este año 14, en Jueves Santo, igual que Úrsula Iguarán en Cien años de soledad, y poco después de haber cumplido 87 años. Pero si un escritor se muere cuando deja de escribir, García Márquez murió a finales del año 2006, cuando invitó a comer al grupo más íntimo de sus amigos para contarles que no pensaba escribir ni una palabra más.

Ahora bien, si una persona deja de ser cuando su mente y su conciencia lo abandonan, podemos decir que el alma de García Márquez venía escapándose de su cuerpo desde hace al menos un lustro, poco a poco, como si hubiera querido despedirse de la vida con disimulo, sin que nos diéramos cuenta de que se iba yendo, y casi convertido en uno de esos personajes suyos que van quedándose solos, mudos y sin memoria, a la sombra de un árbol centenario. Pero, por último, si un escritor se muere cuando ya no es leído, entonces estoy dispuesto a hacer una apuesta: García Márquez seguirá vivo muchos años, mientras haya lectores de novelas, y mientras siga habiendo gente que crea en la literatura, que encuentre sabiduría y felicidad en ella, en las historias bien contadas, en la maravilla de las palabras escritas. Gabriel García Márquez vivirá en su obra mientras haya lectores y mientras haya quienes sepan apreciar la fluidez hipnótica de su prosa.

Hay que admitir, sin embargo, que este concepto sobre su escritura no ha sido unánime en los últimos años, y que hay muchos lectores, escritores y críticos, en especial colombianos, pero también de todo el ámbito de la lengua, que manifiestan su hartazgo e incluso su desprecio por el estilo de García Márquez y, más todavía, por la mayor debilidad vital que tuvo en su vida pública, que fue la cercanía con muchos hombres políticos, y en especial con el viejo dictador cubano, Fidel Castro. Cuando los escritores colombianos (y no pocos extranjeros) quieren decir algo que de cualquier manera los hará salir en las páginas de los periódicos, o de Twitter, no dudan en decir un exabrupto contra García Márquez. Antes vivo, y ahora muerto, es igual. Todos parecen contagiados por una peste que domina a nuestro país desde los años de la Independencia: el ánimo pendenciero y la tendencia a partirse siempre en bandos opuestos e irreconciliables. También frente a García Márquez sucede lo mismo y entre nosotros hay una división radical entre Gabólatras y Gabófobos, como si en mi país no hubiera un espacio razonable para el análisis, de modo que este pueda situarse por fuera de la idolatría o el insulto.

Alfonso Reyes, al final de La experiencia literaria, y el mismo García Márquez al promediar el primer (y quizá ya único) tomo de sus memorias, recuerdan una polémica que hubo en Colombia a mediados del siglo XX. Podríamos llamarla con el título que le dio el poeta Eduardo Carranza a su intervención en la misma: "Un caso de bardolatría". Se trataba de definir si Guillermo Valencia (un poeta que, casi seguramente, será recordado por muy pocos en España) era el mayor poeta de Colombia, tan grande como Dante y como Lucrecio, como afirmaba el crítico Sanín Cano, o si en cambio, como pensaba Carranza, se trataba "apenas de un buen poeta" que había encorsetado la poesía colombiana con su gélido parnasianismo. El comentario de Reyes es elegante, como siempre:

"En el artículo de Carranza encuentro aquella sinceridad y bravura juveniles y hasta aquel matiz de heroica injusticia que es prenda de las verdaderas vocaciones espirituales en los años felices. Todos fuimos jóvenes, y yo suelo buscar en los arrebatos de la ajena juventud un poco del calor que ya ha comenzado a negárseme".

Y unos párrafos más adelante el mexicano concluía sin apasionamiento:

"Cuando un sistema de expresiones se gasta por el simple curso del tiempo y no porque carezca en sí mismo de calidad intrínseca, lo más que podemos decir es: 'Lo que emocionó a los hombres de ayer, porque para ellos fue invención y sorpresa, a mí ya no me dice nada. He absorbido de tal forma ese alimento, que se me confunde con las cosas obvias. Agradezco a los que me alimentaron y continúo mi camino en busca de nuevas conquistas'. Pero en manera alguna tendremos derecho de negar el valor real, ya inamovible en el tiempo y en la verdad poética, que tales obras o expresiones han representado y representan, puesto que en el orden del espíritu siempre es lo que ha sido".

Con García Márquez es difícil no caer en la bardolatría que padeció Sanín Cano ante la obra de Valencia, pero en el caso del novelista de Aracataca, me parece, con más sobrados motivos. Difícil no ser Gabólatra porque aunque sea cierto que su sombra ha opacado a algunos grandes representantes de la novela colombiana de la segunda mitad del siglo XX (Mejía Vallejo y Eduardo Caballero Calderón, por citar sólo dos), esa sombra espesa no la proyecta porque lo hayamos encaramado en un pedestal inmerecido, sino porque se funda en su capacidad asombrosa de contar nuestra realidad y nuestra historia con una gracia y un encanto que parecen sobrenaturales. No me cabe la menor duda de que nunca nadie en los siglos "de este país que nos tocó en la rifa del mundo" ha sido

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