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A ORRILLAS DEL RIO PIEDRA ME SENTE A LLORAR


Enviado por   •  3 de Febrero de 2014  •  13.727 Palabras (55 Páginas)  •  488 Visitas

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Subimos al coche y regresamos a Saint-Savin.

Yo había ansiado mucho ese momento, pero ahora que había

llegado no sabía qué decir. No conseguía hablar de la casa

en las montañas, del ritual, de los libros y discos,

de las lenguas extrañas y de las oraciones en grupo.

Él vivía en dos mundos. En algún lugar del tiempo, es

os dos mundos se fundían en uno solo, y yo necesitaba

descubrir cómo.

Pero en ese momento de nada servían las palabras. El amor se descubre mediante la práctica de amar.

— No tengo más que un jersey —dijo él cuando llegamos a la habitación—. Puedes usarlo. Mañana compra-

ré otro para mí.

— Pongamos la ropa sobre el radiador. Mañana estará

seca —respondí—. De todos modos, todavía tengo la

blusa que lavé ayer.

Por unos instantes nadie dijo nada.

Ropas. Desnudez. Frío.

Él finalmente sacó de entre sus ropas otra camiseta.

— Esto te servirá para dormir ——dijo.

— Claro —respondí.

Apagué la luz. En la oscuridad, me quité la ropa mojada,

la extendí sobre el radiador e hice girar el botón

hasta el máximo.

La claridad del farol allá fuera bastaba para que él pudi

ese ver mi silueta, saber que estaba desnuda. Me pu-

se la camiseta y me metí debajo de las mantas de mi cama.

— Te amo —le oí decir.

— Estoy aprendiendo a amarte respondí.

Él encendió un cigarrillo.

— ¿Crees que llegará el momento ideal? —preguntó.

Yo sabía de qué hablaba. Me levanté y fui a sentarme en el borde de su cama.

La brasa del cigarrillo le iluminaba el rostro de vez

en cuando. Me apretó la mano y estuvimos así unos ins-

tantes. Después le acaricié los cabellos.

— No deberías preguntar —respondí ——. El amor

no hace muchas preguntas, porque si empezamos a

pensar empezamos a tener miedo. Es un miedo inexplicabl

e, y no vale la pena intentar traducirlo en palabras.

»Puede ser el miedo al desprecio, a no ser aceptada, a quebr

ar el encanto. Parece ridículo, pero es así. Por

eso no se pregunta: se actúa. Como tú mismo has

dicho tantas veces, se corren los riesgos.

— Lo sé. Nunca había preguntado.

— Ya tienes mi corazón —respondí, fingiendo no haber oído sus palabras—. Mañana puedes partir, y recor-

daremos siempre el milagro de estos días; el

amor romántico, la posibilidad, el sueño.

»Pero creo que Dios, en Su infinita sabiduría, escondió el Infierno dentro del Paraíso. Para que estuviésemos

siempre atentos. Para no dejarnos olvidar la columna del Rigor mientras vivimos la alegría de la Misericordia.

Las manos de él tocaron con más fuerza mis cabellos.

— Aprendes rápido —dijo.

Yo estaba sorprendida de lo que acababa de decir. Pero si uno acepta que sabe, termina sabiendo de ver-

dad.

— No pienses que soy difícil —dije—. Ya he tenido mu

chos hombres. Ya he hecho el amor con personas a

las que en realidad no conocía.

— Yo también —respondió él.

Trataba de actuar con naturalidad, pero por la maner

a en que me tocaba la cabeza vi que no le había resul-

tado fácil oír mis palabras.

— Sin embargo, desde hoy por la mañana he recuperado mist

eriosamente la virginidad. No trates de enten-

der, porque sólo quien es mujer sabe lo que digo. Esto

y descubriendo de nuevo el amor. Y eso lleva tiempo.

Él me soltó los cabellos y me tocó el rostro. Yo

le besé levemente en los labios y volví a mi cama.

No lograba entender por qué actuaba de esa manera. No sabía si lo hacía para atarlo aún más o para dejarlo

en libertad.

Pero el día había sido largo. Estaba demasiado cansada para pensar.

Tuve una noche de inmensa paz. En cierto momento,

aunque seguía durmiendo, fue como si estuviese des-

pierta. Una presencia femenina me sentó en su regazo,

y era como si yo la conociese desde hacía mucho

tiempo, porque me sentía protegida y amada.

Me desperté a las siete de la mañana, muerta de calor. Recordé que había puesto la calefacción al máximo

para secar la ropa. Todavía estaba oscuro, y traté

de levantarme sin hacer ruido, para no molestarle.

Al levantarme, vi que él no estaba.

Me entró el pánico. La otra despertó inmediatamente y me dijo: «¿Ves? Fue aceptar tú y él desapareció.

Como todos los hombres.»

El pánico aumentaba cada minuto. Yo no podía perder el control. Pero la Otra no paraba de hablar.

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«Aún estoy aquí —decía—. Dejaste que el viento cambiase

de dirección, abriste la puerta y el amor está

inundando tu vida. Si procedemos con r

apidez, lograremos controlarlo.»

Yo necesitaba ser práctica. Tomar precauciones.

«Se fue —prosiguió la Otra—. Tienes que salir de este

fin del mundo. Tu vida en Zaragoza aún está intacta;

vuelve corriendo. Antes de perder lo

que conseguiste con tanto esfuerzo.»

«Él debe de tener sus motivos», pensé.

«Los hombres siempre tienen motivos —respondió la Otra—. Pero el hecho es que terminan dejando a las

mujeres.»

Entonces tengo que saber cómo vuelvo a España. El

cerebro necesita estar ocupado todo el tiempo.

«Vayamos al lado práctico: dinero», decía la Otra.

No me quedaba un céntimo. Tenía que bajar, llamar a mis

padres a cobro revertido, y esperar a que me en-

viasen dinero para un billete de regreso.

Pero es día festivo, y el dinero no llegará hasta

mañana. ¿Qué hago para comer? ¿Cómo explicar a los due-

ños de la casa que deberán esperar dos días para recibir el pago?

«Mejor no decir nada», respondió la Otra. Sí, ella tenía

experiencia, sabía lidiar con situaciones como ésta.

No era una muchacha apasionada que pierde el control, sino una mujer que siempre había sabido lo que que-

ría en la vida. Yo debía seguir allí, como si nada hubies

e pasado, como si él fuese a regresar. Y cuando llega-

se el dinero, pagaría las deudas y me marcharía.

«Muy bien —dijo la Otra—. Estás volviendo a ser la

que eras. No te pongas triste, porque un día encontrarás

a un hombre. Alguien a quien puedas amar sin riesgos.»

Fui a buscar las ropas que había puesto en el radiador. Estaban secas. Necesitaba saber en cuál de aque-

llos pueblos había un banco, llamar por teléfono, tomar

medidas. Mientras pensase en eso, no tendría tiempo

para llorar ni para sentir añoranza.

Fue entonces cuando vi el papel:

«He ido al seminario. Arregla tus cosas (¡ja!, ¡ja! ¡ja!

), pues viajamos esta noche a España. Volveré al atarde-

cer.»

Y se despedía con estas palabras:

«Te amo.»

Apreté el papel contra el pecho, y me sentí miserable

y aliviada al mismo tiempo. Noté que la Otra se enco-

gía, sorprendida del descubrimiento.

Yo también lo amaba. A cada minuto, a cada segundo, ese

amor crecía y me transformaba. Volvía a tener fe

en el futuro y volvía —poco a poco— a tener fe en Dios.

Todo por causa del amor.

«No quiero volver a conversar con mis propias tiniebl

as —me prometí, cerrándole definitivamente la puerta a

la Otra—. Una caída de la tercera planta hiere

tanto como una caída de la centésima planta. »

Si tenía que caer, que fuera de lugares bien altos.

— No vuelva a salir en ayunas —dijo la mujer.

— No sabía que hablaba español —respondí, sorprendida.

— La frontera está cerca. Los turistas vienen a Lourdes

en verano. Si no sé español, no alquilo cuartos.

Hacía tostadas y café con leche. Comencé a preparar mi

espíritu para afrontar aquel día; cada hora iba a du-

rar un año. Quise distraerme un poco con la comida.

— ¿Cuánto hace que están casados? —preguntó ella.

— Él fue el primer amor de mi vida —respondí. Era suficiente.

— ¿Ve esos picos de ahí fuera? —prosiguió la mujer—. El primer amor de mi vida murió en una de esas

montañas.

— Pero usted encontró a alguien.

— Sí, encontré. Y conseguí ser feliz de nuevo. El desti

no es curioso; casi no conozco a nadie que se haya

casado con el primer amor de su vida.

»Las que lo hicieron están siempre diciéndome que per

dieron algo importante, que no vivieron todo lo que

necesitaban vivir.

La mujer dejó de hablar de repente.

— Disculpe —dijo—. No quería ofenderla.

— No me ofende.

— Siempre miro esa fuente que está ahí fuera.

Y me quedo pensando: antes nadie sabía dónde estaba el

agua, hasta que Savin decidió cavar, y la descubrió. Si

no hubiese hecho eso, la ciudad estaría allá abajo, cer-

ca del río.

— ¿Y eso qué tiene que ver con el amor? —pregunté.

— Esa fuente trajo a las personas, con sus esperanzas,

sus sueños y sus conflictos. Alguien tuvo la osadía

de buscar el agua, y el agua se reveló, y todos se reunieron a su alrededor. Pienso que, cuando buscamos el

amor con coraje, el amor se revela, y terminamos

atrayendo más amor. Si una persona nos quiere, todos nos

quieren.

»Del mismo modo, si estamos solos, nos quedam

os más solos todavía. Es extraña la vida.

— ¿Ha oído usted hablar de un libro titulado

l Ching

? —pregunté.

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— Nunca.

— Ese libro dice que se puede mudar una ciudad, pero que no se puede cambiar una fuente de lugar. Los

amantes se encuentran, matan la sed, construyen su

s casas, crían a sus hijos alrededor de la fuente.

»Pero si uno decide partir, la fuente no puede s

eguirlo. El amor queda allí, abandonado, aunque colmado de

la misma agua pura de antes.

— Habla como una vieja que ya ha sufrido mucho, hija mía —dijo.

— No. Siempre tuve miedo. Nunca busqué la fuente.

Lo estoy haciendo ahora, y no quiero olvidarme de los

riesgos.

Sentí que algo me incomodaba en el bolsillo del pantalón.

Cuando noté lo que era, se me heló el corazón.

Terminé de tomar el café a toda prisa.

La llave. Yo tenía la llave.

— Hubo una mujer aquí, en esta ciudad, que murió y lo dejó todo al seminario de Tarbes —dije—. ¿Sabe us-

ted dónde queda su casa?

La mujer abrió la puerta y me indicó. Era una de las casa

s medievales de la plazoleta, cuya parte trasera da-

ba hacia el valle y las montañas.

— Dos padres estuvieron allí hace casi dos meses —dijo ella—. Y...

La mujer me miró, con aire dubitativo.

— Y uno de ellos se parecía a su marido —dijo, tras una larga pausa.

— Era él —respondí mientras salía, contenta de haber dejado a mi niña interior hacer una travesura.

Me quedé parada delante de la casa, sin saber qué hacer. La br

uma lo cubría todo, y yo tenía la sensación

de estar en un sueño gris, donde aparecen figuras extrañas

que nos llevan a sitios todavía más extraños.

Mis dedos palpaban nerviosamente la llave.

Con toda aquella niebla, sería imposible ver las montañas

desde la ventana. La casa estaría oscura, sin el

sol en las cortinas. La casa estaría triste sin la presencia de él a mi lado.

Miré el reloj. Nueve de la mañana.

Necesitaba hacer alguna cosa, algo que me ayudase a pasar el tiempo, a esperar.

Esperar. Ésa fue la primera lección que aprendí sobre el

amor. El día se arrastra, haces miles de planes,

imaginas todas las conversaciones pos

ibles, prometes cambiar tu comportamiento... y te vas poniendo ansiosa

y ansiosa, hasta que llega tu amado.

Entonces ya no sabes qué decir. Esas

horas de espera se han transformado en tensión, la tensión en miedo,

y el miedo hace que nos dé vergüenza mostrar nuestro afecto.

«No sé si debo entrar.» Recordé la conversación del dí

a anterior: aquella casa era el símbolo de un sueño.

Pero yo no podía quedarme allí parada todo el día. Me armé de valor, saqué la llave del bolsillo y caminé

hacia la puerta.

— ¡Pilar!

La voz, con un fuerte acento francés, venía de la

neblina. Me quedé más sorprendida que asustada. Podía

ser el dueño de la casa donde teníamos alquilada la habitación, pero no me acordaba de haber dicho mi nom-

bre.

— ¡Pilar! —repitió, esta vez más cerca.

Miré hacia la plaza, cubierta de niebla. Se acer

caba un bulto, caminando rápido. La pesadilla de las neblinas

con sus figuras extrañas se estaba transformando en realidad.

— Espere —dijo el hombre—. Quiero hablar con usted.

Cuando estuvo cerca, vi que era un cura. Su figura par

ecía una de esas caricaturas de curas de provincias:

bajo, un poco gordo, algunas hebras de cabello blanc

o desparramadas por la cabeza casi calva.

— Hola —dijo, tendiendo la mano y mostrando una ancha sonrisa.

Atónita, respondí a su saludo.

— Es una pena que la niebla lo esté cubriendo todo —dijo

, mirando hacia la casa—. Saint-Savin está en una

montaña, y la vista desde esta casa es magnífica. Desde la

s ventanas se divisa el valle allá abajo, y los picos

helados allá arriba. Usted ya debe de saberlo.

En seguida deduje quién era: el superior del convento.

— ¿Qué hace usted aquí? —pregunté—. ¿Y cómo sabe mi nombre?

— ¿Quiere entrar? —dijo, cambiando de tema.

— No. Quiero que conteste a lo que le he preguntado.

Se frotó las manos para calentarlas un poco y se sentó

en el umbral de la puerta. Yo me senté a su lado. La

neblina era cada vez más espesa, y había ocultado la iglesia, que no estaba a más de veinte metros de noso-

tros.

Todo lo que conseguíamos ver era la fuente. Recordé las palabras de la mujer.

— Ella está presente —dije.

— ¿Quién?

— La Diosa —respondí—. Ella es esta bruma.

— ¡Entonces él conversó con usted sobre esto! —Se ri

ó—. Bien, prefiero llamarla Virgen María. Estoy más

acostumbrado.

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— ¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo sabe mi nombre? —repetí.

— Vine porque quería verles. Alguien que estaba en el grupo

carismático ayer por la noche me contó que us-

tedes se hospedaban en Saint-Savin. Y ésta es una ciudad muy pequeña.

— Él ha ido al seminario.

El padre dejó de sonreír y movió la cabeza a un lado y a otro.

— Qué pena —dijo, como si hablase para sí.

— ¿Pena porque fue a visitar el seminario?

— No, él no está en el seminario. Vengo de allí.

Se quedó callado unos minutos. Recordé de nuevo la sensac

ión que tuve al despertar: el dinero, las precau-

ciones, la llamada telefónica a mis padres, el billete. Pero había hecho un juramento, y mantendría mi palabra.

A mi lado estaba un cura. De niña me habían acostumbrado a contárselo todo a los curas.

— Estoy exhausta —dije, rompiendo el silencio—.

Hace menos de una semana sabía quién era y qué quería

de la vida. Ahora parece que haya entrado en una tempest

ad que me arrastra de un lado para otro sin que yo

pueda hacer nada.

— Resista —dijo el padre—. Es importante.

Me sorprendió el comentario.

— No se asuste —prosiguió, como si adivinase mi

pensamiento—. Sé que la Iglesia necesita nuevos sacer-

dotes, y él sería un padre excelente. Pero

el precio que tendrá que pagar será muy alto.

— ¿Dónde está? ¿Me dejó aquí y se marchó a España?

— ¿A España? Él no tiene nada que hacer en España —dijo el

padre—. Su casa es el monasterio, que está

a pocos kilómetros de aquí.

«No está en el monasterio. Y sé dónde puedo encontrarlo.»

Las palabras del padre me devolvieron un poco de valo

r y de alegría por lo menos no se había ido.

Pero el padre había dejado de sonreír.

— No se alegre —prosiguió, leyéndome de nuevo los

pensamientos—. Le hubiera convenido regresar a Es-

paña.

El padre se levantó y me pidió que lo acompañase. Só

lo podíamos ver algunos metros por delante, pero pa-

recía que él sabía adónde iba. Salimos de Saint-Savin

por el mismo camino en el que dos noches antes —¿o

serían cinco años antes? —había escuchado la historia de Bernadette.

— ¿Adónde vamos? —pregunté.

— Vamos a buscarlo —respondió el padre.

— Padre, me deja confusa —dije, cuando nos pusimos

en marcha—. Parece que se puso triste cuando le di-

je que él no estaba.

— ¿Qué sabe de la vida religiosa, hija?

— Muy poco. Que los curas hacen voto de pobreza, de castidad y de obediencia.

Pensé si debía continuar o no, pero decidí seguir adelante.

— Y que juzgan los pecados de los demás, aunque ellos cometan esos mismos pecados. Que creen saberlo

todo sobre el matrimonio y el amor, pero nunca se

han casado. Que nos amenazan con el fuego del infierno

por pecados que también ellos cometen.

»Y nos muestran a Dios como un ser vengador, que cu

lpa al hombre de la muerte de su único Hijo.

El padre se rió.

— Usted tuvo una excelente educación católica —dijo—.

Pero no le pregunto sobre el catolicismo. Le pre-

gunto sobre la vida espiritual.

Me quedé sin respuesta.

— No estoy segura —dije al fin—. Son pers

onas que lo dejan todo y parten en busca de Dios.

— ¿Y lo encuentran?

— Usted sabe esa respuesta. Yo no tengo ni idea.

El padre se dio cuenta de que yo jadeaba y redujo el paso.

— Ha dado una definición errónea —empezó—. Quien parte en busca de Dios pierde su tiempo. Puede reco-

rrer muchos caminos, afiliarse a muchas religiones

y sectas, pero de esa manera jamás Lo encontrará.

»Dios está aquí, ahora, a nuestro lado. Podemos verlo en

esta bruma, en este suelo, en estas ropas, en es-

tos zapatos. Sus ángeles velan mientras dormimos,

y nos ayudan cuando trabajamos. Para encontrar a Dios,

basta con mirar alrededor.

»Ese encuentro no es fácil. A medida que Dios nos hac

e participar de su misterio, nos sentimos más des-

orientados. Porque Él constantemente nos pide que sigamos

nuestros sueños y nuestro corazón. Hacer eso es

difícil, porque estamos acostumbrados

a vivir de una manera diferente.

»Y descubrimos, con sorpresa, que Dios nos

quiere ver felices, porque Él es padre.

— Y madre —dije.

La neblina comenzaba a levantarse. Vi una pequeña casa de campesinos donde una mujer recogía leña.

— Sí, y madre —dijo—. Para tener una vida espirit

ual uno no necesita entrar en un seminario, ni tiene que

hacer ayuno, abstinencia y castidad.

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»Basta con tener fe y aceptar a Dios. A partir de ah

í, cada uno se transforma en Su camino, pasamos a ser

el vehículo de Sus milagros.

— Él ya me habló de usted —interrumpí—. Y me enseñó estas mismas cosas.

— Espero que usted acepte sus dones —respondió el padr

e—. Porque no siempre ocurre, como nos enseña

la historia. A Osiris lo descuarti

zan en Egipto. Los dioses griegos se enemistan por culpa de mujeres y hom-

bres de la Tierra. Los aztecas expulsan a Quetzalcóatl. Los

dioses vikingos asisten al incendio del Valhalla por

causa de una mujer. Jesús es crucificado.

»¿Por qué?

Yo no tenía respuesta.

— Porque Dios viene a la Tierra a mostrarnos nuestr

o poder. Formamos parte de Su sueño, y Él quiere un

sueño feliz. Por lo tanto, si admitimos que Dios nos

creó para la felicidad, tendremos que asumir que todo

aquello que nos lleva a la tristeza

y a la derrota es culpa nuestra.

»Por eso siempre matamos a Dios. Sea en la cruz

, en el fuego, en el exilio, sea en nuestro corazón.

— Pero aquellos que Lo entienden...

— Ésos transforman el mundo. A costa de mucho sacrificio.

La mujer que recogía leña vio al padre y vino corriendo en nuestra dirección.

— ¡Padre, gracias! —dijo, besándole las manos—. ¡El mozo curó a mi marido!

— Quien lo curó fue la Virgen —respondió el padre

acelerando el paso—. Él es apenas un instrumento.

— Fue él. Entre, por favor.

Me acordé inmediatamente de la noche anterior. Cuando estábamos llegando a la basílica, un hombre me

había dicho algo así como «¡Usted es

tá con un hombre que hace milagros!».

— Andamos con prisa —dijo el padre.

— No, no es cierto —respondí, muriéndome de ver

güenza al hablar en francés, una lengua que no era la

mía—. Tengo frío, y quiero tomar un café.

La mujer me agarró de la mano y entramos. La casa er

a cómoda, pero sin lujos; paredes de piedra, suelo y

techo de madera. Sentado delante del fuego enc

endido, había un hombre de unos sesenta años.

Al ver al padre, se levantó para besarle la mano.

— Quédese sentado —dijo el padre—. Aún tiene que recuperarse.

— Ya he engordado diez kilos —respondió el hombre—

. Pero todavía no puedo ayudar a mi mujer.

— No se preocupe. Pronto estará mejor que antes.

— ¿Dónde está el muchacho? —preguntó el hombre.

— Yo lo vi pasar hacia donde va siempre —d

ijo la mujer—. Sólo que hoy iba en coche.

El padre me miró sin decir nada.

— Bendíganos, padre —dijo la mujer—. El poder de él...

—... de la Virgen —corrigió el padre.

—... de la Virgen Madre, también es del

señor. Fue el señor quien lo trajo aquí.

Esta vez el padre evitó mirarme.

— Rece por mi marido —insistió la mujer.

El padre respiró hondo.

— Póngase de pie delante de mí —dijo al hombre. El vi

ejo obedeció. El padre cerró los ojos y rezó un ave-

maría. Después, invocó al Espíritu Santo, pi

diendo que estuviese presente y ayudase a aquel hombre.

De un momento para otro, empezó a hablar rápido.

Parecía una oración de exorcismo, aunque yo ya no pu-

diese seguir lo que decía. Sus manos tocaban los hombros

del viejo, y se deslizaban por los brazos, hasta los

dedos. El padre repitió todo eso varias veces.

El fuego empezó a crepitar con más fuerza en el hogar

. Podía ser una coincidencia, pero quizá el padre es-

taba entrando en terrenos que yo no conocía

, y que interferían en los elementos.

Yo y la mujer nos asustábamos cada vez que estall

aba un leño. El padre no se daba cuenta; estaba entrega-

do a su tarea: era un instrumento de la Virgen,

como había dicho antes. Hablaba en aquella lengua extraña.

Las palabras salían con una velocidad sorprendente. Las m

anos ya no se le movían, estaban colocadas sobre

los hombros del hombre que tenía delante.

De repente, tal como había comenzado, el ritual c

oncluyó. El padre se volvió e impartió una bendición con-

vencional, dibujando con la mano derecha una enorme señal de la cruz.

— Dios esté siempre en esta casa —dijo.

Y volviéndose hacia mí, me pidió que continuáramos la caminata.

— Pero falta el café —dijo la mujer, al vernos salir.

— Si tomo café ahora, no duermo —dijo el padre.

La mujer se rió y murmuró algo como «todavía es

por la mañana». No pude oír bien porque ya estábamos en

la carretera.

— Padre, la mujer ha hablado de un joven que había curado a su marido. Fue él.

— Sí, fue él.

Empecé a sentirme mal. Me acordaba del día anterior,

de Bilbao, de la conferencia en Madrid, de las perso-

nas que hablaban de milagros, de la presencia

que sentí cuando rezaba abrazada a los demás.

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Y yo amaba a un hombre que era capaz de curar. Un hombre

que podía servir al prójimo, llevar alivio al su-

frimiento, devolver la salud a los enfermos y la

esperanza a sus parientes. Una misión que no cabía en una

casa con cortinas blancas y discos y libros preferidos.

— No se culpe, hija mía —dijo el padre.

— Me está leyendo los pensamientos.

— Sí, así es —respondió el padre—. También tengo un

don, y trato de merecerlo. La Virgen me enseñó a

bucear en el torbellino de las emociones humanas, par

a saber dirigirlas de la mejor manera posible.

— Usted también hace milagros.

— No soy capaz de curar. Pero tengo uno de los dones del Espíritu Santo.

— Entonces puede leer en mi corazón, padre. Y sabe que

amo, y que este amor crece a cada instante. Jun-

tos descubrimos el mundo, y juntos permanecemos en él

. Él estuvo presente en todos los días de mi vida,

haya querido o no.

¿Qué podía decirle a aquel sacerdote que caminaba a mi

lado? Él jamás entendería que había tenido otros

hombres, que me había enamorado, y que si me hubiese casado sería feliz. Cuando todavía era niña, había

descubierto y olvidado el amor en una plaza de Soria.

Pero, por lo visto, no había hecho un buen trabajo. Bastaron tres días para que todo volviese.

— Tengo derecho a ser feliz, padre. Recuperé lo que es

taba perdido, y no quiero perderlo de nuevo. Voy a

luchar por mi felicidad.

»Si renunciara a esta lucha, también renunciaría a mi vi

da espiritual. Como dice usted, sería apartar a Dios,

mi poder y mi fuerza de mujer.

Voy a luchar por él, padre.

Yo sabía qué era lo que hacía allí aquel hombre bajo y

gordo. Había venido a convencerme de que lo dejase,

porque él tenía una misión más importante que cumplir.

No, no iba a creer aquella historia de que al padre que caminaba a mi lado le gustaría que nos casásemos

para vivir en una casa igual a aquella de Saint-Savin.

El padre decía eso para engañarme, para que bajase las

defensas y entonces —con una sonrisa—

convencerme de lo contrario.

El sacerdote leyó mis pensamientos sin decir

nada. Quizá me estuviese engañando y no podía adivinar lo

que pensaban los demás. La neblina se disipaba rápidamente, y

ahora veía el camino, la ladera de la montaña,

el campo y los árboles cubiertos de nieve. También mis emociones se iban aclarando.

Si fuera verdad, y el padre pudiera leer mis pensamient

os, que leyese y lo supiese todo. Que supiese que el

día anterior él había querido hacer el amor conm

igo, y yo me había negado, y estaba arrepentida.

El día anterior pensaba que si él tuviese que partir, yo siempre podría recordar al viejo amigo de la infancia.

Pero eso era una tontería. Aunque no me había penetr

ado su sexo, me había penetrado algo más profundo,

algo que me había llegado al corazón.

— Padre, le amo —repetí.

— Yo también. El amor siempre hace tonterías. En

mi caso, me obliga a intentar apartarlo de su destino.

— No será fácil apartarme, padre. Ayer, durante las

oraciones frente a la gruta, descubrí que también puedo

despertar esos dones de los que usted habla. Y

voy a usarlos para mantenerlo a mi lado.

— Ojalá —dijo el padre, con una leve sonr

isa en el rostro—. Ojalá lo consiga.

El padre se detuvo, y sacó un rosario del bolso. Después, sosteniéndolo, me miró a los ojos.

— Jesús dice que no se debe jurar, y yo no estoy jurando. Pero le digo, ante la presencia de lo que me es

más sagrado, que no desearía que él siguiese la vida re

ligiosa convencional. No me gustaría que fuese orde-

nado sacerdote.

»Puede servir a Dios de otras maneras. A su lado.

Me costaba creer que estuviese diciendo la verdad. Pero así era.

— Está allí —dijo el padre.

Yo di media vuelta. Vi un coche detenido un poco má

s adelante. El mismo coche en el que habíamos viajado

desde España.

— Siempre viene a pie —respondió, sonriendo—. Esta

vez nos quiso hacer creer que venía de lejos.

La nieve me empapaba las zapatillas. Pero el padre llev

aba sandalias abiertas, con calcetines de lana, y de-

cidí no protestar.

Si él podía, yo también podía. Empezamos a subir hacia los picos.

— ¿Cuánto tiempo vamos a andar?

— Media hora, como máximo.

— ¿Adónde estamos yendo?

— Al encuentro de él. Y de otros.

Vi que no quería continuar la conversación. Quizá nec

esitase todas las energías para subir. Caminamos en

silencio; la neblina ya casi se había disuelto del

todo, y empezaba a aparecer el disco amarillo del sol.

Por primera vez podía tener una visión completa del

valle; un río que corría allá abajo, algunos pueblos dis-

persos, y Saint-Savin, enclavada en la ladera de aquella

montaña. Reconocí la torre de la iglesia, un cemente-

rio que nunca había visto antes y las casa

s medievales con vista al río.

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Un poco más abajo de donde estábamos, en un sitio

por donde ya habíamos pasado, un pastor conducía

ahora su rebaño de ovejas.

— Estoy cansado —dijo el padre—. Paremos un poco.

Limpiamos la nieve que cubría una piedra y nos recost

amos. El padre sudaba, y debía de tener los pies con-

gelados.

— Que Santiago conserve mis energías, porque todavía

quiero recorrer una vez más su camino —dijo el pa-

dre, volviéndose hacia mí.

No entendí el comentario, y resolví cambiar de tema.

— Hay marcas de pasos en la nieve dije.

— Algunas son de cazadores. Otras son de hombres

y mujeres que quieren revivir una tradición.

— ¿Qué tradición?

— La misma de san Savin. Retirarse del mundo, venir

a estas montañas, contemplar la gloria de Dios.

— Padre, necesito entender algo. Hasta ayer, yo es

taba con un hombre que dudaba entre la vida religiosa y

el matrimonio. Hoy he descubier

to que ese hombre hace milagros.

— Todos hacemos milagros —dijo el padre—. Jesús

dice: si tuviéramos una fe del tamaño de un grano de

mostaza, diríamos a esta montaña: «¡

Muévete!» Y la montaña se movería.

— No quiero clases de religión, padre. Amo a un hom

bre y quiero saber más de él, entenderlo, ayudarlo. No

me importa lo que todos puedan hacer o no hacer.

El padre respiró hondo. Dudó un momento, pero luego habló:

— Un científico que estudiaba a los monos en una isla de Indonesia logró enseñar a cierta mona que debía

lavar las patatas en un río antes de comerlas. Sin la arena y la suciedad, el alimento resultaba más sabroso.

»El científico, que hizo eso sólo porque estaba escr

ibiendo un trabajo sobre la capacidad de aprendizaje de

los chimpancés, no podía imaginar lo que terminaría ocurriendo. Se sorprendió al ver que los demás monos de

la isla empezaban a imitarla.

»Hasta que un buen día, cuando un número determinado de

monos aprendió a lavar patatas, los monos de

todas las demás islas del archipiélago comenzaron a hac

er lo mismo. Pero lo más sorprendente es que estos

otros monos habían aprendido sin tener ningún contacto c

on la isla donde se estaba realizando el experimento.

El padre hizo una pausa.

— ¿Lo ha entendido?

— No —respondí.

— Existen varios estudios científicos al respecto

. La explicación más común es que, cuando un determinado

número de personas evolucionan, toda la raza humana te

rmina evolucionando. No sabemos, cuántas personas

son necesarias, pero sabemos que es así. — Como la hi

storia de la Inmaculada —dije—. Se apareció a los

sabios del Vaticano y a la campesina ignorante.

— El mundo tiene un alma, y llega un momento en que esa alma está en todo y en todos al mismo tiempo.

— Un alma femenina.

El padre se rió, sin explicarme qué significaba esa risa.

— Además el dogma de la Inmaculada no fue cosa del Vaticano —dijo—. Ocho millones de personas firma-

ron una petición al papa pidiéndoselo. Las firmas llegar

on de todos los rincones del mundo. La cosa estaba en

el aire.

— ¿Éste es el primer paso, padre?

— ¿De qué?

— Del camino que llevará a Nuestra Señora a ser considerada la encarnación del rostro femenino de Dios.

Después de todo, finalmente ya aceptamos

que Jesús encarnó su rostro masculino.

— ¿Qué quiere decir?

— ¿Cuánto tiempo tardaremos en aceptar una Santísima

Trinidad en la que aparezca la mujer? La Santísima

Trinidad del Espíritu Santo, de la Madre y del Hijo.

— Caminemos —dijo el padre—. Hace

mucho frío para quedarnos aquí parados.

— Hace un rato, usted se fijó en mis sandalias —dijo el padre.

— ¿También lee el pensamiento? —pregunté.

El padre no me respondió.

— Le voy a contar parte de la historia de la fundaci

ón de nuestra Orden religiosa —dijo—. Somos carmelitas

descalzos, según las reglas establecidas por santa

Teresa de Ávila. Las sandalias son parte de nuestro atuen-

do; ser capaz de dominar el cuerpo es

ser capaz de dominar el espíritu.

»Teresa era una bonita mujer, metida en el convento por el padre para que recibiese una educación más

esmerada. Un bello día, mientras iba por un pasillo, empez

ó a conversar con Jesús.

Sus éxtasis eran tan fuer-

tes y profundos que se entregó totalmente a ellos, y en poco tiempo su vida cambió por completo. Viendo que

los conventos carmelitas se habían transformado en

agencias matrimoniales, resolvió crear una Orden que

siguiese las enseñanzas originales de Cristo y del Carmelo.

»Santa Teresa tuvo que vencerse a sí misma, y tuvo

que enfrentarse a los grandes poderes de su época: la

Iglesia y el Estado. A pesar de eso, siguió adelant

e, convencida de que necesitaba cumplir su misión.

37

»Un día, cuando su alma flaqueaba, se le apareció una mujer cubierta de andrajos en la casa donde se hos-

pedaba. Quería hablar a toda costa con la monja. El dueño

de la casa le ofreció una limosna, pero ella la re-

chazó: sólo se iría de allí

después de hablar con Teresa.

»Durante tres días esperó fuera, sin comer

y sin beber. La monja, apiadada, pidió que entrase.

» No —dijo el dueño de la casa—. Está loca.

» Si les hiciese caso a todos, terminaría creyendo que la loca soy yo —respondió la monja—. Puede ser que

esta mujer tenga el mismo tipo de locura que tengo yo: la de Cristo en la cruz.

— Santa Teresa hablaba con Cristo —dije.

— Sí —respondió el padre.

»Pero volvamos a la historia. Aquella mujer fue reci

bida por la monja. Dijo llamarse María de Jesús Yepes,

de Granada. Era novicia carmelita cuando la Virgen

se le apareció pidiéndole que fundase un convento de

acuerdo con las reglas primitivas de la orden.

«Como santa Teresa», pensé.

— María de Jesús salió del convento el día que tuvo la visión, y se fue caminando descalza hasta Roma. Su

peregrinación duró dos años, un período en el que durmió a la in

temperie, sintió frío y calor, y sobrevivió a ba-

se de limosnas y de la caridad ajena. Fue un milagro llegar

allí. Pero todavía fue un milagro más grande que la

recibiera el papa Pío IV.

— Porque el papa, lo mismo que Teresa y muchas

otras personas, estaba pensando en lo mismo —concluí.

Así como Bernadette no conocía la decisión del Vatic

ano, así como los monos de otras islas no podían saber

del experimento que se estaba realizando, así como Marí

a Teresa de Jesús y Teresa no sabían lo que estaba

pensando una y otra.

Algo empezaba a tener sentido.

Caminábamos ahora por un bosque. Las ramas más altas, se

cas y cubiertas de nieve, recibían los primeros

rayos del sol. La neblina estaba terminando de disiparse.

— Sé adónde quiere llegar, padre.

— Sí. El mundo vive un momento en el que mucha gente está recibiendo la misma orden.

— Siga sus sueños, transforme su vida en un camino que c

onduzca hasta Dios. Realice sus milagros. Cure.

Realice profecías. Escuche a su ángel de la guarda. Trans

fórmese. Sea un guerrero, y sea feliz en el combate.

— Corra sus riesgos.

Ahora el sol lo inundaba todo. La nieve empezó a brillar, y

la claridad excesiva me lastimaba los ojos. Pero —

al mismo tiempo —parecía completar lo que decía el padre.

— ¿Y esto qué tiene que ver con él?

— Le he contado el lado heroico de la historia. Pero

usted no sabe nada sobre el alma de esos héroes.

Hizo una larga pausa.

— El sufrimiento —prosiguió—. En los momentos de

transformación, aparecen los mártires. Antes de que las

personas puedan dedicarse a sus sueños, otros tienen que sacrific

arse. Afrontan el ridículo, la persecución, el

intento de desacreditar sus trabajos.

— La Iglesia quemó a las brujas, padre.

— Sí. Y Roma echó a los cristianos a los leones. Los

que murieron en la hoguera o en la arena subieron rá-

pidamente a la Gloria Eterna; fue mejor así.

»Pero hoy los guerreros de la Luz se enfrentan a al

go peor que la muerte con honra de los mártires. Son

consumidos poco a poco por la vergüenza y la humillación.

Eso ocurrió con santa Teresa, que sufrió el resto de

su vida. Eso ocurrió con María de Jesús. Eso ocurrió c

on los alegres niños de Fátima: Jacinta y Francisco mu-

rieron a los pocos meses; Lucía se internó en un convento, de donde no salió nunca más.

— Pero no ocurrió eso con Bernadette.

— Claro que sí. Tuvo que soportar la cárcel, la humilla

ción, el descrédito. Él debe de habérselo contado. De-

be de haberle contado las palabras de la Aparición.

— Algunas palabras —respondí.

— En las apariciones de Lourdes, las frases de Nues

tra Señora no alcanzan para llenar media página de un

cuaderno; pero aun así la Virgen se encargó de decirle a

la pastora: «No te prometo felicidad en este mundo.»

¿Por qué una de las pocas frases fue para prevenir y cons

olar a Bernadette? Porque Ella sabía del dolor que le

esperaba a partir de ese momento si aceptaba su misión.

Yo miraba el sol, la nieve y los árboles sin hojas.

— Él es un revolucionario —siguió diciendo el padre,

y el tono de su voz era humilde—. Tiene poder, conver-

sa con Nuestra Señora. Si consigue concentrar bien

su energía, puede estar en la vanguardia, ser uno de los

líderes de la transformación espiritual de la raza

humana. El mundo vive un momento muy importante.

»Si es ésa su elección, va a sufrir mucho. Sus reve

laciones llegan antes de tiempo. Conozco lo suficiente el

alma humana para saber lo que le espera.

El padre se volvió hacia mí y

me puso las manos en los hombros.

— Por favor —dijo—. Apártelo del sufrimiento y

de la tragedia que le esperan. Él no lo resistirá.

— Entiendo su amor por él, padre.

El sacerdote meneó la cabeza.

38

— No, usted no entiende nada. Usted es todavía demas

iado joven para conocer las maldades del mundo.

Usted, en este momento, también se ve como revolu

cionaria. Quiere cambiar el mundo con él, abrir caminos,

hacer que la historia de amor de ustedes se c

onvierta en algo legendario, que sea contado de generación en

generación. Usted todavía cree que el amor puede vencer.

— ¿Y acaso no puede?

— Sí, puede. Pero vencerá cuando llegue su hora.

Cuando hayan terminado las batallas celestiales.

— Le amo. Y no necesito esperar las batallas

celestiales para dejar que mi amor venza.

Su mirada se volvió distante.

A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos

—dijo, como si hablara consigo mis-

mo—.

En los álamos de la orilla tení

amos colgadas nuestras cítaras.

— Qué triste respondí.

— Son las primeras líneas de un salmo. Habla del exilio

de aquellos que quieren volver a la tierra prometida

y no pueden. Y ese exilio todavía va a durar algún tiem

po. ¿Qué puedo hacer para intentar impedir el sufri-

miento de alguien que quiere regresar al Paraíso antes de tiempo?

— Nada, padre. Absolutamente nada.

— Allí está —dijo el padre.

Lo vi. Debía de estar a unos doscientos metros de mí, a

rrodillado en medio de la nieve. Estaba sin camisa, y

desde aquella distancia le vi la piel amoratada por el frío.

Mantenía la cabeza baja y las manos en posición de rezo. No

sé si influida por el ritual al que había asistido

la noche anterior, o por la mujer que recogía leña j

unto a la cabaña, sentí que miraba a alguien con una gigan-

tesca fuerza espiritual. Alguien que ya no pertenecía a

este mundo, que vivía en comunión con Dios y con los

espíritus iluminados de las Alturas. El brillo de la nieve

a su alrededor parecía reforzar todavía más esta impre-

sión.

— En este monte existen otros como él —dijo el

padre—. En constante adoración, comulgando con la expe-

riencia de Dios y de la Virgen. Escuchando a ángeles, s

antos, profecías, palabras

de sabiduría, y transmitiendo

todo eso a un pequeño grupo de fieles. Mientras sigan así, no habrá problema.

»Pero él no se va a quedar aquí. Irá a recorrer el mundo, y a predicar la idea de la Gran Madre. La Iglesia no

quiere eso ahora. Y el mundo tiene piedras en la mano

para tirárselas a los primeros que toquen el tema.

— Y tienen flores en las manos para tirárselas a los que vengan después.

— Sí. Pero no es ése su caso.

El padre echó a andar hacia donde estaba él.

— ¿Adónde va?

— A despertarlo del trance. A decirle que me gustó us

ted. Y que bendigo esta unión. Quiero hacerlo aquí, en

este sitio que para él es sagrado.

Empecé a sentir náuseas, como cuando uno tiene miedo pero no entiende la razón de ese miedo.

— Necesito pensar, padre. No sé si tiene razón.

— No tengo razón —respondió él—. Muchos padres

se equivocan con los hijos porque piensan que saben

qué es lo mejor para ellos. Yo no soy su padre, y sé que me equivoco. Pero tengo que cumplir mi destino.

Yo estaba cada vez más ansiosa.

— No vamos a interrumpirlo —dije—. Deje que termine su contemplación.

— Él no tendría que estar aquí. Tendría que estar con usted.

— Quizá esté conversando con la Virgen.

— Puede ser. Pero aun así, hemos de ir hasta allí. Si me

ve llegar con usted, sabrá que se lo he contado to-

do. Él sabe lo que pienso.

— Hoy es el día de la Inmaculada Concepción —insis

tí—. Un día muy especial para él. Acompañé su alegría

anoche, delante de la gruta.

— La Inmaculada es importante para todos nosotro

s —respondió el padre—. Pero ahora soy yo quien no

quiere hablar de religión; vamos hasta allí.

— ¿Por qué ahora, padre? ¿Por qué en este instante?

— Porque sé que está decidiendo su futuro. Y puede ser que escoja el camino equivocado.

Di media vuelta y empecé a caminar en dirección c

ontraria bajando por el mismo camino que habíamos usa-

do para subir. El padre me siguió.

— ¿Qué hace? ¿No ve que es la única que puede salvarlo? ¿No ve que él la ama y lo dejaría todo por us-

ted?

Mis pasos eran cada vez más rápidos, y no resultaba fá

cil seguirme. A pesar de eso, él continuó andando a

mi lado.

— ¡En este mismo momento está escogiendo! ¡Puede estar escogiendo dejarla! —dijo el padre—. ¡Luche por

lo que ama!

Pero no me detuve. Anduve lo más rápido que pude, dej

ando atrás la montaña, al padre, las decisiones. Sé

que el hombre que corría detrás de mí me leía los pensami

entos, y sabía que sería inútil cualquier esfuerzo por

hacerme regresar. Pero a pesar

de eso insistía, argumentaba, luchaba hasta el último momento.

Por fin llegamos a la piedra donde habíamos descansado m

edia hora antes. Exhausta, me tiré en el suelo.

No pensaba en nada. Quería huir de allí, estar sola, tener tiempo para reflexionar.

39

El padre llegó algunos minutos más tarde, también agotado por la caminata.

— ¿Ve esas montañas alrededor? —preguntó—. Ellas no re

zan; ellas ya son la oración de Dios. Son así

porque encontraron su lugar en el mundo, y en ese lugar

permanecen. Ellas estaban ahí antes de que el hom-

bre mirase el cielo, escuchase el trueno y preguntas

e quién había creado todo esto. Nacemos, sufrimos, mori-

mos, y las montañas siguen ahí.

»Llega un momento en el que necesitamos pensar si vale

la pena tanto esfuerzo. ¿Por qué no intentar ser

como esas montañas: sabias, antiguas, y en el lugar

adecuado? ¿Por qué arriesgarlo todo para transformar a

media docena de personas que luego olvidan lo que se les enseñó y parten en busca de una nueva aventura?

¿Por qué no esperar a que un determinado número de monos

hombres aprenda, y entonces, sin sufrimientos,

se divulgue el conocimiento por todas las demás islas?

— ¿Usted cree eso, padre?

El sacerdote calló unos instantes.

— ¿Me está leyendo los pensamientos?

— No. Pero si piensa eso, entonces

no habría escogido la vida religiosa.

— Muchas veces trato de entender mi destino —dijo—. Y no

lo consigo. Acepté ser parte del ejército de Dios,

y todo lo que he hecho ha sido intentar explicar a los hombres

por qué existe la miseria, el dolor, la injusticia.

Intento que sean buenos cristianos, y ellos me preguntan:

«¿Cómo puedo creer en Dios, cuando existe tanto

sufrimiento en el mundo?»

»E intento explicar lo que no tiene explicación. Int

ento explicar que existe un plano, una batalla entre ánge-

les, y que estamos todos involucrados en esa lucha.

Intento decir que, cuando un determinado número de per-

sonas tenga fe suficiente para cambiar este escenario

, todas las demás personas, en todos los lugares del

planeta, serán beneficiadas por este ca

mbio. Pero no creen en mí. No hacen nada.

— Son como las montañas —dije—. Son bellas. Qu

ien llega ante ellas no puede dejar de pensar en la gran-

deza de la Creación. Son pruebas vivas del amor que Dios siente por nosotros, pero el destino de estas mon-

tañas es apenas dar testimonio.

»No son como los ríos, que se mueven y transforman el paisaje.

— Sí. Pero ¿por qué no ser como ellas?

— Quizá porque debe de ser terrible el destino de las m

ontañas —respondí—. Están obligadas a contemplar

siempre el mismo paisaje.

El padre no dijo nada.

— Yo estaba estudiando para ser montaña —continué—. Tení

a cada cosa en su sitio. Iba a entrar en un em-

pleo público, casarme, enseñar a mis hijos la religión de mis padres, aunque ya no creyese en ella.

»Hoy estoy decidida a dejar todo eso y seguir al hom

bre que amo. Felizmente renuncié a ser montaña: no lo

podría haber soportado mucho tiempo.

— Usted dice cosas sabias.

— Estoy sorprendida de mí misma. Antes

sólo conseguía hablar de la infancia.

Me levanté y seguí bajando. El padre respetó mi sil

encio, y no intentó hablar conmigo hasta que llegamos a

la carretera.

Le agarré las manos y se las besé.

— Me voy a despedir. Pero quiero decirle que

lo entiendo, y que entiendo su amor por él.

El padre sonrió, y me echó la bendición.

— También entiendo su amor por él —dijo.

Durante el resto de aquel día caminé por el valle.

Jugué con la nieve, estuve en una población cercana a

Saint-Savin, comí un bocadillo de pâté, me quedé mirando a unos niños que jugaban al fútbol.

En la iglesia de otro pueblo, encendí una vela. Cerré los ojos y repetí las invocaciones que había aprendido

el día anterior. Después empecé a pronunciar palabras

sin sentido, mientras me concentraba en la imagen de

un crucifijo que había detrás del altar. A los pocos

instantes, el don de las lenguas se fue apoderando de mí.

Era más fácil de lo que pensaba.

Podía parecer una locura: murmurar cosas, decir palabras que nadie conoce y que no significan nada para

nuestro raciocinio. Pero el Espíritu Santo convers

aba con mi alma, diciendo cosas que ella necesitaba oír.

Cuando sentí que estaba suficientemente purificada, cerré los ojos y recé:

«Nuestra Señora, devuélvemela fe. Que yo pueda ser ta

mbién un instrumento de Tu trabajo. Dame la opor-

tunidad de aprender a través de mi amor. Por

que el amor nunca apartó a nadie de sus sueños.

»Que yo sea compañera y aliada del hombre que amo.

Que él haga todo lo que tenga que hacer... a mi lado.

»

Cuando regresé a Saint-Savin ya casi era de noche.

El coche estaba aparcado delante de la casa donde

habíamos alquilado la habitación.

— ¿Dónde estuviste? —preguntó él cuando me

vio. —Caminando y rezando —respondí.

Él me dio un fuerte abrazo.

— Por momentos tuve miedo de que te hubieses ido. Tú

eres la cosa más preciosa que tengo en esta tierra.

— Tú también —respondí.

40

Paramos en un pueblo cerca de San Martín de Unx. La travesía de los Pirineos nos había llevado más tiem-

po del que pensábamos, a causa de la lluvia y la nieve del día anterior.

— Necesitamos encontrar algo abierto —dijo él, bajando del coche—. Tengo hambre.

No me moví.

— Ven —insistió, abriendo mi puerta.

— Quiero hacerte una pregunta. Una pregunta que no he hecho desde que nos encontramos.

Se puso inmediatamente serio. Me dio risa su preocupación.

— ¿Es una pregunta muy importante?

— Muy importante —respondí, tratando de parecer seria—

. La pregunta es la siguiente: ¿adónde nos dirigi-

mos?

Estallamos en una carcajada.

— A Zaragoza —respondió, aliviado.

Bajé del coche y empezamos a buscar un restaurante abierto. Sería casi imposible, a aquella hora de la no-

che.

«No, no es imposible. La Otra ya no está conmi

go. Ocurren milagros», dije para mis adentros.

— ¿Cuándo tienes que llegar a Barcelona? —pregunté.

Él no respondió, y su rostro se puso serio. «Tengo que evitar esas preguntas —pensé—. Puede parecer que

estoy tratando de controlar su vida.»

Anduvimos un rato sin conversar. En la

plaza del pueblo había un letrero encendido:

Mesón El Sol

.

— Allí está abierto. Vamos a comer —fue su único comentario.

Los pimientos del piquillo con anchoas estaban dispuesto

s en forma de estrella. Al lado, el queso manchego,

en tajadas casi transparentes.

En el centro de la mesa, una vela encendida, y una botella de vino Rioja casi por la mitad.

— Esto era una bodega medieval comentó el chico que servía.

No había casi nadie en el bar a esa hora de la noche. Él se

levantó, fue al teléfono y volvió a la mesa. Sentí

ganas de preguntarle a quién había llamado, pero esa vez logré contenerme.

— Tenemos abierto hasta las dos y media de la mañana —siguió diciendo el chico—. Pero si quieren les

puedo traer más jamón, queso y vino, y se quedan en la

plaza. El alcohol mantendrá a raya el frío.

— No vamos a tardar tanto —respondió él—. T

enemos que llegar a Zaragoza antes de que amanezca.

El chico regresó al mostrador. Volv

imos a llenar nuestros vasos. Sentía otra vez la liviandad que había senti-

do en Bilbao, la suave embriaguez del Rioja

que nos ayuda a decir y oír cosas difíciles.

— Tú estás cansado de conducir, y estamos bebi

endo —dije, después de un trago—. Es mejor quedarnos

por aquí. Vi un parador cuando caminábamos.

Él aceptó con un movimiento de cabeza.

— Mira la mesa de enfrente —fue su comentario—. Los japoneses llaman a esto

shibumi

: la verdadera sofis-

ticación de las cosas simples. Las personas se llenan de

dinero, van a lugares caros y creen que son sofistica-

das.

Bebí más vino.

El parador. Una noche más a su lado.

La virginidad que misteriosamente se había restablecido.

— Es curioso oír a un seminarista hablando de sofistic

ación —dije, tratando de concentrarme en otra cosa.

— Pues aprendí eso en el seminario. Cuanto más nos acer

camos a Dios a través de la fe, más sencillo Se

vuelve. Y cuanto más sencillo Se vuel

ve, más fuerte es Su presencia.

Su mano se deslizó por la tabla de la mesa.

— Cristo aprendió su misión mientras cortaba la madera y

hacía sillas, camas, armarios. Vino como carpinte-

ro para mostrarnos que, hagamos lo que hagamos, todo nos

puede llevar a la experiencia del amor de Dios.

Calló de repente.

— No quiero hablar de eso —dijo—. Quiero hablar de otro tipo de amor.

Sus manos tocaron mi rostro.

El vino hacía las cosas más fáciles para él. Y para mí.

— ¿Por qué te has callado de repente? ¿Por qué no quieres

hablar de Dios, de la Virgen, del mundo espiri-

tual?

— Quiero hablar de otro tipo de amor —insistió—. Aquel que comparten un hombre y una mujer, y en el que

también se manifiestan los milagros.

Le cogí las manos. Él podía conocer los misterios de la

Diosa, pero de amor sabía tanto como yo. Por mucho

que hubiese viajado.

Y tendría que pagar un precio: la iniciativa. Porque la mujer paga el precio más alto: la entrega.

Estuvimos cogidos de las manos durante un largo rato.

Leía en sus ojos los miedos ancestrales que el ver-

dadero amor coloca como pruebas a ser vencidas. Leí el

recuerdo del rechazo de la noche anterior, el largo

tiempo que pasamos separados, los años en el monas

terio en busca de un mundo donde esas cosas no ocu-

rrían.

41

Leía en sus ojos los millares de veces que había im

aginado aquel momento, los escenarios que había cons-

truido a nuestro alrededor, el corte de pelo que yo debía de lle

var y el color de mi ropa. Yo quería decir «sí»,

que sería bienvenido, que mi corazón había ganado la batalla

. Quería decirle cuánto lo amaba, cuánto lo de-

seaba en aquel momento.

Pero continué en silencio. Asistí, como en un sueño, a su

lucha interior. Vi que tenía ante él mi «no», el mie-

do de perderme, las palabras duras que había oído en momentos semejantes, porque todos pasamos por eso,

y acumulamos cicatrices.

Sus ojos empezaron a brillar. Sabía que

estaba venciendo todas aquellas barreras.

Entonces solté una de sus manos, cogí un vaso y lo puse en el borde de la mesa.

— Se va a caer —dijo él.

— Exacto. Quiero que tú lo tires.

— ¿Romper un vaso?

Sí, romper un vaso. Un gesto aparentemente simp

le, pero que implicaba miedos que nunca llegaremos a en-

tender del todo. ¿Qué hay de malo en romper un vaso

barato, si todos hemos hecho eso sin querer alguna vez

en la vida?

— ¿Romper un vaso? —repitió—. ¿Por qué?

— Podría dar algunas razones —respondí—. Pero la

verdad es que es sencillamente por romperlo.

— ¿Por ti?

— Claro que no.

Él miraba el vaso en el borde de la mesa, preocupado de que fuese a caerse.

«Es un rito de pasaje, como tú mismo dices —tuve

ganas de decirle—. Es lo prohibido. Los vasos no se

rompen adrede. Cuando estamos en los restaurantes o en nuestras casas procuramos que los vasos no que-

den en el borde de la mesa. Nuestro universo exige que tengamos cuidado para que los vasos no caigan al

suelo.»

Sin embargo, seguí pensando, cuando los rompemos sin

querer, vemos que no era tan grave. El camarero

dice «no tiene importancia», y nunca en mi vida, he vi

sto que en la cuenta de un restaurante hayan incluido el

precio de un vaso roto. Romper vasos forma parte de la vida y no nos hacemos daño a nosotros ni al restau-

rante ni al prójimo.

Moví la mesa. El vaso se bamboleó, pero no cayó.

— ¡Cuidado! —dijo él, instintivamente.

— Rompe el vaso —insistí.

Rompe el vaso, pensaba para mí, porque es un gesto si

mbólico. Trata de entender que yo rompí dentro de

mí cosas mucho más importantes que un vaso, y estoy fe

liz de haberlo hecho. Mira tu propia lucha interior, y

rompe ese vaso.

Porque nuestros padres nos enseñaron a tener cuidado

con los vasos, y con los cuerpos. Nos enseñaron

que las pasiones de la infancia son imposibles, que no

debemos alejar a hombres del sacerdocio, que las per-

sonas no hacen milagros, y que nadie sale de viaje sin saber adónde va.

Rompe el vaso, por favor, y libéranos de todos esos

conceptos malditos, de esa manía de tener que explicar-

lo todo y hacer sólo aquello que los demás aprueban.

—Rompe ese vaso —pedí una vez más.

Él clavó su mirada en la mía. Después, despacio, deslizó

la mano de la mesa hasta tocar el vaso. Con un rá-

pido movimiento, lo empujó al suelo.

El ruido del vidrio roto llamó la atención de todos.

En vez de disfrazar el gesto con alguna petición de discul-

pas, él me miraba sonriendo, y

yo le devolvía la sonrisa.

— No tiene importancia —gritó el chico que atendía las mesas.

Pero él no le oyó. Se había levantado, me

había cogido por los cabellos y me besaba.

Yo también lo cogí por los cabellos, lo abracé con t

oda mi fuerza, le mordí los labios, sentí que su lengua se

movía dentro de mi boca. Era un beso que había esperado

mucho, que había nacido junto a los ríos de nuestra

infancia, cuando todavía no comprendíamos el signifi

cado del amor. Un beso que quedó suspendido en el aire

cuando crecimos, que viajó por el mundo a través

del recuerdo de una medalla, que quedó escondido detrás

de pilas de libros de estudios para un empleo público.

Un beso que se había perdido tantas veces y que ahora

había sido encontrado. En aquel minuto de beso es

taban años de búsquedas, de desilusiones, de sueños im-

posibles.

Lo besé con fuerza. Las pocas personas que había en

aquel bar debieron de mirarnos y pensar que aquello

no era más que un beso. No sabían que en ese minuto de beso

estaba el resumen de mi vida, de su vida, de la

vida de cualquier persona que espera, sueña y busca su camino bajo el sol.

En aquel minuto de beso estaban todos los momentos de alegría que habla vivido.

Me quitó la ropa y me penetró con fuerza, con miedo,

con deseo. Sentí algo de dolor, pero eso no tenía im-

portancia. Como tampoco tenía importancia mi placer

en ese momento. Le pasaba las manos por el pelo, es-

cuchaba sus gemidos, y daba las gracias a Dios porque él

estaba allí, dentro de mí, haciéndome sentir como si

fuese la primera vez.

42

Nos amamos toda la noche, y el amor se mezclaba c

on el sueño y con los sueños. Lo sentía dentro de mí, y

lo abrazaba para tener la certeza de que aquello estaba ocurriendo de verdad, para no dejar que se fuese de

repente, como los caballeros andantes que algún día habí

an habitado el viejo castillo transformado en hotel.

Las silenciosas paredes de piedra parecían contar

historias de doncellas que se quedaban esperando, de lá-

grimas derramadas, y de días interminables en la v

entana, mirando el horizonte, en busca de una señal o de

una esperanza.

Pero yo nunca pasaría por eso, me prometí. No lo

perdería nunca. Él siempre estaría conmigo, porque yo

había escuchado las lenguas del Espíritu Santo, mirando

un crucifijo detrás de un altar, y esas lenguas me

habían dicho que yo no estaba cometiendo ningún pecado.

Sería su compañera, y juntos desbravaríamos el

mundo que esperaba ser creado de nuevo. Hablaríamos de

la Gran Madre, lucharíamos al lado del Arcángel Miguel,

viviríamos juntos la agonía y el éxtasis de los pione-

ros. Eso me habían dicho las lenguas, y yo había

recuperado la fe, sabía que decían la verdad.

JUEVES, 9 DE DICIEMBRE DE 1993

Me desperté con sus brazos encima de mis senos. Ya

era día claro, y sonaban las campanas de una iglesia

cercana.

Él me besó. Sus manos volvie

ron a acariciar mi cuerpo.

— Tenemos que irnos —dijo—. Han acabado los días festivos, y las carreteras deben de estar congestiona-

das.

— No quiero ir a Zaragoza —respondí—. Quiero s

eguir hasta donde vas tú. Los bancos abren dentro de po-

co, y puedo utilizar la tarjeta para sacar dinero y comprar ropa.

— Me dijiste que no tenías mucho dinero.

— Me las arreglaré. Tengo que romper sin piedad con

mi pasado. Si vuelvo a Zaragoza, puedo creer que es-

toy haciendo una locura, que falta poco para las oposic

iones, que podemos estar dos meses separados, hasta

que yo termine los exámenes.

»Y si paso por allí, no querré salir de Zaragoza. No

, no puedo volver. Necesito destruir los puentes que me

ligan con la mujer que fui.

— Barcelona —dijo él para sí.

— ¿Qué?

— Nada. Seguiremos viajando.

— Pero tienes una charla.

— Todavía faltan dos días —respondió él. Su voz sonaba extraña

— Vamos a otro lugar. No quiero ir directamente a Barcelona.

Me levanté. No quería pensar en problemas; quizá

había despertado como siempre se despierta después de

la primera noche de amor con alguien:

con cierta cortedad y vergüenza.

Fui hasta la ventana, abrí un poco la cortina y miré hac

ia la callejuela que teníamos delante. Los balcones de

las casas tenían ropa tendida a secar.

Las campanas tocaban allá fuera.

— Tengo una idea —dije—. Vamos a un sitio donde ya estuvimos cuando éramos niños. Nunca he vuelto

allí.

— ¿Adónde?

— Vamos al monasterio de Piedra.

Cuando salimos del hotel, las campanas seguían sonando, y él sugirió que entrásemos un rato en la iglesia.

— No hemos hecho otra cosa —respondí

—. Iglesias, oraciones, rituales.

— Hicimos el amor —dijo él—. Nos emborrachamos

tres veces. Caminamos por las montañas. Hemos equi-

librado bien el Rigor y la Misericordia.

Yo había dicho una tontería. Necesitaba acostumbrarme a la nueva vida.

— Perdóname —dije.

— Entramos sólo un rato. Estas campanadas son una señal.

Él tenía toda la razón, pero yo no me daría cuenta hasta

el día siguiente. Sin entender la oculta señal, subi-

mos al coche y viajamos durante cuatro

horas hasta el monasterio de Piedra.

El techo se había desmoronado, y a las pocas imágenes

que todavía existían les fa

ltaba la cabeza, excepto

a una.

Miré alrededor. En el pasado, aquel sitio debía de haber albergado a hombres de voluntad fuerte, que vigila-

ban para que cada piedra estuviese limpia, y para

que cada banco estuviese ocupado por uno de los podero-

sos de la época.

Pero todo lo que veía ahora allí delante eran ruinas.

Las ruinas que, en la infancia, se habían transformado

en castillos donde jugábamos juntos, y en los cuales yo buscaba a mi príncipe encantado.

Durante siglos, los monjes del monasterio de

Piedra habían guardado para sí aquel pedazo de paraíso. Si-

tuado en lo hondo de una depresión geográfica, tenía gratis lo que los pueblos vecinos debían mendigar: agua.

Allí el río Piedra se dividía en decenas de cascadas

, riachuelos, lagos, haciendo que a su alrededor se des-

arrollase una vegetación exuberante.

43

Sin embargo bastaba caminar unos cientos de metros y

salir del cañón: alrededor todo era aridez y desola-

ción. El propio río, cuando terminaba de atravesar

la depresión geográfica, se transformaba de nuevo en un

pequeño hilo de agua, como si en aquel lugar hubi

ese gastado toda su juventud y energía.

Los monjes sabían eso, y el agua que suministraban a

los vecinos costaba cara. Una infinidad de luchas en-

tre los sacerdotes y los pueblos marcó la historia del monasterio.

Finalmente, en una de las muchas guerras que sacudier

on España, el monasterio de Piedra fue transforma-

do en cuartel. Los caballos se paseaban por la nave central de la iglesia, los soldados acampaban entre sus

bancos, contaban historias pornográficas y hacían el

amor con las mujeres de los pueblos vecinos.

La venganza —aunque tardía— había llegado. El monasterio fue saqueado y destruido.

Los monjes no consiguieron nunca más reabrir aquel par

aíso. En una de las muchas batallas jurídicas que

siguieron, alguien dijo que los habitantes de los puebl

os vecinos habían ejecutado una sentencia de Dios:

«Dad de beber al sediento», y los curas prestaron oídos so

rdos a esas palabras. Por ese motivo, Dios expulsó

a quienes se consideraban dueños de la naturaleza.

Y quizá por eso, aunque gran parte del convento había si

do reconstruida y transformada en hotel, la iglesia

principal continuaba todavía en ruinas. Los descendient

es de los pueblos vecinos seguían recordando el alto

precio que sus padres habían tenido que pagar...

por algo que la naturaleza daba gratis.

— ¿De quién es la única imagen con cabeza? —pregunté.

— De santa Teresa de Ávila —respondió él—. Ella

tiene poder. Y a pesar de toda la sed de venganza que

traen las guerras, nadie osó tocarla.

Me cogió de la mano y salimos. Paseamos por los gigant

escos pasillos del convento, subimos por las largas

escaleras de madera y vimos las mariposas en los jardi

nes interiores del claustro. Yo me acordaba de cada

detalle de aquel monasterio, porque había estado allí en

la infancia, y los recuerdos antiguos parecen más

vivos que los recientes.

La memoria. El mes anterior y los días anteriores

a aquella semana parecían pertenecer a otra encarnación

mía. Una época a la que no quería volver nunca más,

porque sus horas no habían sido tocadas por la mano

del amor. Me sentía como si hubiese vivido el

mismo día durante años seguidos, despertando de la misma

manera, repitiendo las mismas cosas y teniendo siempre los mismos sueños.

Me acordé de mis padres, de los padres de mis padres,

y de muchos amigos míos. Me acordé de todo el

tiempo que había pasado luchando para conseguir una cosa que no quería.

¿Por qué había hecho eso? No lograba encontrar una ex

plicación. Quizá porque había tenido pereza para

pensar en otros caminos. Quizá por miedo a lo

que pudiesen pensar los demás. Quizá porque daba mucho

trabajo ser diferente. Quizá porque el ser humano es

tá condenado a repetir los pasos de la generación ante-

rior, hasta que —y me acordé del padre superior—

un determinado número de personas empieza a comportar-

se de otra manera.

Entonces el mundo cambia, y nosotros cambiamos con él.

Pero yo ya no quería ser así. El destino me había dev

uelto lo que era mío, y ahora me daba la posibilidad de

transformarme, y de ayudar a transformar el mundo.

Pensé de nuevo en las montañas y en los alpini

stas que habíamos encontrado cuando paseábamos. Eran

jóvenes, llevaban ropas coloridas para llamar la atención

en caso de perderse en la nieve y conocían el verda-

dero camino hasta las cumbres.

Las pendientes ya tenían grapas de aluminio clavadas

: todo lo que necesitaban hacer era usar ganchos para

pasar sus cuerdas y subir con seguridad. Estaban allí par

a una aventura de día festivo,

y el lunes regresarían a

sus trabajos con la sensación de haber des

afiado a la naturaleza, y vencido.

Pero no se trataba de eso. Aventureros habían sido lo

s primeros, los que habían decidido descubrir los ca-

minos. Algunos ni siquiera habían llegado a la mitad, pues

habían caído en las grietas de la roca. Otros habían

perdido los dedos, gangrenados a causa del frío. A muchos

no se les había visto nunca más. Pero un día al-

guien llegó a lo alto de aquellos picos.

Y sus ojos fueron los primeros en ver aquel paisaje, y

su corazón latió con alegría. Había aceptado los ries-

gos, y ahora honraba —con su conquista —a todos los que habían muerto en el intento.

Es posible que las personas allá abajo pensasen: «No

hay nada en la cima, sólo un paisaje. ¿Qué atractivo

puede tener?».

Pero el primer alpinista sabía cuál era ese atract

ivo: aceptar los desafíos y seguir adelante. Saber que ningún

día era igual a otro, y que cada mañana tenía su milagro especial, su momento mágico, en el que se destruían

viejos universos y se creaban nuevas estrellas.

El primer hombre que subió a aquellas montañas debió de

hacerse la misma pregunta al mirar las casitas

que se veían en el fondo, con las chimeneas humeando: «Sus días parecen siempre iguales. ¿Qué atractivo

tiene esto?»

Ahora las montañas ya estaban conquistadas, los as

tronautas ya habían caminado por el espacio, ya no

quedaba ninguna isla en la Tierra —por pequeña que fuera— que pudiese ser descubierta. Pero sobraban las

grandes aventuras del espíritu, y en ese

momento me estaban ofreciendo una de ellas.

Era una bendición. El padre superior no ent

endía nada. Esos dolores no hieren.

44

Bienaventurados los que pueden dar los primeros pasos. Un día la gente sabría que el hombre puede hablar

la lengua de los ángeles, que todos tenemos los dones del

Espíritu Santo y que podemos hacer milagros, cu-

rar, profetizar, entender.

Pasamos la tarde caminando por el cañón, recordando los tiempos de la infancia. Era la primera vez que él

hacía eso; en nuestro viaje a Bilbao, había tenido

la sensación de que ya no le interesaba Soria.

Sin embargo, ahora me pedía detalles de cada uno de nuestr

os amigos; quería saber si eran felices, y qué

hacían en la vida.

Llegamos finalmente a la cascada más grande del

Piedra, que reúne las aguas de pequeños riachuelos dis-

persos y las arroja desde una altura de casi treinta metros. Nos quedamos en el borde, escuchando el ruido

ensordecedor, contemplando un arco iris en la

neblina que formaban las grandes cascadas de agua.

— La Cola de Caballo —dije, sorprendida de saber todavía un nombre que había escuchado hacía tanto

tiempo.

— Me estoy acordando... —empezó a decir.

— ¡Sí! ¡Sé lo que vas a decir!

¡Claro que lo sabía! La caída de agua ocultaba una gigantesca gruta. De niños, al volver de nuestra primera

excursión al monasterio de Piedra, estuvimos c

onversando sobre aquel sitio durante días seguidos.

— La caverna —concluyó— ¡Vamos allí!

Resultaba imposible pasar por debajo del torrente de

agua que caía. Los antiguos monjes construyeron un

túnel que empieza en el punto más alto de la cascada y desciende por dentro de la tierra hasta la parte de

atrás de la gruta.

No fue difícil encontrar la entrada. Durante el verano

quizá hubiese luces para señalar el camino, pero en ese

momento éramos las únicas personas que había allí,

y el túnel estaba completamente a oscuras.

— ¿Entramos de todos modos? —pregunté.

— Claro. Confía en mí.

Comenzamos a bajar por el agujero al lado de la

cascada. Aunque nos cercase la oscuridad, sabíamos

adónde íbamos, y él me había pedido que confiara en él.

«Gracias, Señor —pensaba, mientras nos internábamos

en las entrañas de la tierra—. Porque era una oveja

perdida, y Tú me trajiste de vuelta. Porque mi vida est

aba muerta, y Tú la resucitaste. Porque el amor ya no

habitaba mi corazón, y Tú me devolviste esa gracia.»

Me apoyaba en su hombro. Mi amado guiaba mis pasos

por caminos de tinieblas, sabiendo que volveríamos

a encontrar la luz y que nos alegraría. Podía ocurrir

que, en nuestro futuro, hubiese momentos en los que se

invirtiese esa situación; entonces yo lo guiaría con el

mismo amor y la misma seguridad, hasta llegar a un lugar

seguro donde pudiésemos descansar juntos.

Andábamos despacio, y el descenso parecía no terminar nunca. Tal vez fuese ése un nuevo rito de pasaje,

el final de una época en la que no brillaba ninguna luz en mi vida. A medida que avanzaba por aquel túnel,

recordaba el tiempo que había perdido en el mismo lugar, tratando de echar raíces en un suelo donde nada

crecía.

Pero Dios era bueno, y me había devuelto el entusia

smo perdido, las aventuras que había soñado, el hombre

que —sin querer— había esperado durante toda mi vida. No

sentía ningún remordimiento por el hecho de que

él dejase el seminario; porque había muchas maneras de

servir a Dios, como había dicho el padre, y nuestro

amor multiplicaría esas maneras. A

partir de ahora, también yo tenía la

oportunidad de servir y ayudar..., todo

a causa de él.

Saldríamos por el mundo, él confort

ando a los demás, yo confortándolo a él.

«Gracias, Señor, por ayudarme a servir. Enséñame a se

r digna de eso. Dame fuerzas para participar en su

misión, caminar con él por la Tierra, desarrollar de nuev

o mi vida espiritual. Que todos nuestros días sean co-

mo lo fueron éstos: de lugar en lugar, curando a los enfermos, confortando a los tristes, hablando del amor que

la Gran Madre tiene por todos nosotros.»

De repente volvió el ruido del agua, la luz inundó nues

tro camino y el túnel negro se transformó en uno de los

más bellos espectáculos de la Tierra. Estábamos dentro de una inmensa caverna, del tamaño de una catedral.

Tres paredes eran de piedra; la cuarta pared era la

Cola de Caballo, con el agua que descendía cayendo en el

lago verde esmeralda a nuestros pies.

Los rayos del sol poniente atravesaban la cascada, y las paredes mojadas brillaban.

Nos quedamos recostados en la piedra, sin decir nada.

Antes, cuando éramos niños, este sitio era un esc

ondrijo de piratas, que guardaba los tesoros de nuestras

fantasías infantiles. Ahora era el milagro de la Madre Ti

erra; yo me sentía en su vientre, sabía que Ella estaba

allí, protegiéndonos con sus paredes de piedra y

lavando nuestros pecados con su pared de agua.

— Gracias —dije en voz alta.

— ¿A quién das las gracias?

— A Ella. Y a ti, que fuiste un instru

mento para que yo recuperase mi fe.

Él se acercó al borde del lago subterráneo. Contempló las aguas y sonrió.

— Ven aquí —pidió.

45

Yo me acerqué.

— Tengo que contarte algo que todavía no sabes ——dijo.

Esas palabras me preocuparon. Pero su

mirada era tranquila, y me tranquilicé.

— Todas las personas sobre la faz de la Tierra ti

enen un don —dijo—. En algunas ese don se manifiesta es-

pontáneamente; otras necesitan trabajar

para encontrarlo. Yo trabajé mi don durante los cuatro años que pasé

en el seminario.

Ahora yo tenía que «representar», para utilizar un

término que él me había enseñado cuando el viejo nos ne-

gó la entrada en la iglesia.

Tenía que fingir que no sabía nada.

«No está equivocado —pensé—. No es un guión de frustración, sino de alegría. »

— ¿Qué se hace en el seminario? —pregunté, tratando de ganar tiempo para desempeñar mejor el papel.

— No viene al caso —dijo—. El hecho es que desarro

llé un don. Soy capaz de curar, cuando Dios así lo

desea.

— Qué bien —respondí, tratando de mostrar sorpresa—. ¡No gastaremos dinero en médicos!

Él no se rió. Y yo me sentí como una idiota.

— Desarrollé mis dones mediante las prácticas carismát

icas que tú viste —prosiguió—. Al principio me que-

daba perplejo; oraba, pedía la presencia del Espíritu S

anto, imponía mis manos y devolvía la salud a muchos

enfermos. Mi fama empezó a extenderse, y todos los dí

as se formaba una cola en la puerta del seminario, es-

perando mi auxilio. En cada herida infectada y maloliente yo veía las llagas de Jesús.

— Estoy orgullosa de ti —dije.

— Mucha gente en el monasterio se oponía,

pero mi superior me dio todo su apoyo.

— Continuaremos ese trabajo. Seguiremos juntos por el

mundo. Yo limpiaré las heridas, tú las bendecirás y

Dios manifestará sus milagros.

Él desvió la mirada, y la clavó en el lago. Parecía

haber una presencia en aquella caverna, algo parecido a lo

de la noche en que nos habíamos emborrachado junto a la fuente de Saint-Savin.

— Ya te lo conté, pero te lo voy a repetir —conti

nuó—. Cierta noche, me desperté con la habitación toda ilu-

minada. Vi el rostro de la Gran Madre, y su mir

ada de amor. A partir de ese día empecé a verla de vez en

cuando. No era algo que pudiera provocar

, pero de vez en cuando Ella aparecía.

»A esas alturas, yo ya estaba al tanto del trabajo

de los grandes revolucionarios de la Iglesia. Sabía que mi

misión en la Tierra, además de curar, era preparar el

camino para que Dios Mujer fuese de nuevo aceptado. El

principio femenino, la columna de la Misericordia, volver

ía a levantarse, y el Templo de la Sabiduría sería re-

construido en el corazón de los hombres.

Yo lo miraba. Su expresión, que antes era tensa, volvió a quedar tranquila.

— Esto tenía un precio, que

yo estaba dispuesto a pagar.

Calló, sin saber cómo continuar la historia.

— ¿Qué quieres decir con «estaba»? —pregunté.

— El camino de la Diosa podría ser abierto sólo con

palabras y milagros. Pero el mundo no funciona así. Va

a ser más duro; lágrimas, incomprensión, sufrimiento.

«Aquel padre —pensé para mí—. Trató de meter el miedo

en su corazón. Pero yo seré su consuelo.»

— El camino no es de dolor, sino de gloria de servir —respondí.

— La mayoría de los seres humanos todavía desconfían del amor.

Sentí que quería decirme algo, y no

lo lograba. Quizá pudiese ayudarlo.

— Yo estaba pensando en eso —interrumpí—. En el primer hombre que escaló el pico más alto de los Piri-

neos y descubrió que la vida sin aventura no tenía gracia.

— ¿Qué entiendes tú de gracia? —preguntó, y vi que

había vuelto a ponerse tenso—. Uno de los nombres

de la Gran Madre es Nuestra Señora de las Gracia

s, y sus manos generosas derraman bendiciones sobre

todas las personas que saben recibirlas.

»Nunca podemos juzgar la vida de los demás, porque c

ada uno sabe de su propio dolor y de su propia re-

nuncia. Una cosa es suponer que uno está en el camino ci

erto; otra es suponer que ese camino es el único.

»Jesús dijo: la casa de mi padre tiene muchas moradas

. El don es una gracia. Pero también es una gracia

llevar una vida de dignidad, de amor al prójimo y de trabajo. María tuvo un esposo en la Tierra que trató de

demostrar el valor del trabajo anónimo. Aunque sin aparec

er mucho, fue él quien proveyó techo y alimento

para que su mujer y su hijo pudiesen hacer todo lo que hi

cieron. Su trabajo tiene tanta importancia como el

trabajo de ellos, aunque casi no se dé valor a eso.

Yo no dije nada. Él me cogió la mano.

— Perdóname la intolerancia.

Le besé la mano y la apoyé contra mi rostro.

— Es esto lo que te quiero explicar —dijo, sonriendo de nuevo—. Que desde el momento en que te reencon-

tré, supe que no podía hacerte sufrir con mi misión.

Empecé a inquietarme.

— Ayer te mentí. Fue la primera y la última mentira

que te conté —prosiguió—. En realidad, en vez de ir al

seminario, fui a la montaña y conversé con la Gran Madre.

46

»Le dije que, si ella quería, me apartaría de ti y seguirí

a mi camino. Seguiría con la puerta llena de enfermos,

con los viajes en medio de la noche, con la incomprens

ión de los que quieren negar la fe, con la mirada cínica

de los que desconfían de que el amor salva. Si Ella me

lo pidiese, renunciaría a la cosa que más quiero en el

mundo: tú.

Volví a acordarme del padre. Él tenía razón.

Aquella mañana se estaba planteando una elección.

— Entretanto —continuó—, si fuese posible apartar este

cáliz de mi vida, yo prometía servir al mundo me-

diante mi amor por ti.

— ¿Qué estás diciendo? —pregunté, asustada.

Él pareció no oírme.

— No es necesario quitar las montañas de los lugares

para probar la fe —dijo—. Yo estaba preparado para

encarar solo el sufrimiento, pero no para dividirlo.

Si continuara por ese camino, jamás tendríamos una casa

con cortinas blancas y un paisaje de montañas.

— ¡No quiero saber nada de esa casa! ¡No quise entra

r en ella! —dije, tratando de contenerme para no gri-

tar—. Quiero acompañarte, estar contigo en tu lucha,

formar parte de los que se aventuran primero. ¿Es que

no entiendes? ¡Tú me devolviste la fe!

El sol había cambiado de posición, y sus rayos inundaban ahora las paredes de la caverna. Pero toda aque-

lla belleza empezaba a perder su significado.

Dios escondió el infierno en medio del paraíso.

— Tú no sabes —dijo él, vi que sus ojos implor

aban que lo comprendiese—. Tú no sabes el riesgo.

— ¡Pero eras feliz con ese riesgo!

— Soy feliz con él. Pero es

mi

riesgo.

Quise interrumpirlo, pero no me oía.

— Entonces, ayer, le pedí un milagro a la Vi

rgen —continuó—. Le pedí que me retirase el don.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo

— Tengo un poco de dinero, y toda la experiencia que me han dado los años de viajes. Compraremos una

casa, buscaré un empleo y serviré a Dios como hizo san José, con la humildad de una persona anónima. Ya

no necesito milagros para mantener

viva mi fe. Te necesito a ti.

Las piernas empezaron a aflojárseme,

como si fuera a desmayarme.

— Y en el momento en que le pedí a la Virgen que me retirara el don, empecé a hablar las lenguas —

prosiguió—. Las lenguas me decían lo siguiente: «Coloca

las manos en la tierra. Tu don saldrá de ti, y regresa-

rá al seno de la Madre.»

Yo tenía pánico.

— Tú no...

— Sí. Hice lo que la inspiración del Espíritu Santo

mandaba. La neblina empezó a disolverse, y el sol volvió a

brillar entre las montañas. Sentí que la Virgen

me entendía, porque Ella también amó mucho.

— ¡Pero ella siguió a su hombre! ¡Y aceptó los pasos del hijo!

— No tenemos la fuerza de Ella, Pilar. Mi

don irá a otra persona, pues nunca se desperdicia.

»Ayer, en aquel bar, telefoneé a Barcelona y cancelé la

conferencia. Vamos a Zaragoz

a; tú conoces gente, y

podemos empezar por allí. Luego buscaré un empleo.

Yo ya no podía pensar.

— ¡Pilar! —dijo él.

Pero yo ya caminaba de vuelta hacia el túnel, sin la

guía de ningún hombro amigo, seguida por la multitud de

enfermos que iban a morir, por las familias que iban a sufrir, por los milagros que no serían hechos, por las

risas que no adornarían el mundo, por las mont

añas que quedarían siempre en el mismo lugar.

Yo no veía nada, apenas la oscuridad casi física que me cercaba.

VIERNES, 10 DE DICIEMBRE DE 1993

A orillas del río Piedra me senté y lloré. Los recuer

dos de aquella noche son confusos y vagos. Sólo sé que

estuve cerca de la muerte, pero no recuerdo

cómo es su rostro, ni adónde me llevaba.

Me gustaría recordarla, para poder también expulsarla de mi corazón. Pero no puedo. Todo parece un sue-

ño, desde el momento en que salí de aquel túnel o

scuro y encontré un mundo donde también había descendi-

do ya la noche.

En el cielo no brillaba ninguna estrella. Recuerdo v

agamente haber caminado hasta el coche, sacado la pe-

queña bolsa que llevaba conmigo y comenzado a andar sin rumbo. Debo de haber caminado hasta la carrete-

ra, y tratado de hacer autostop para regresar a Zar

agoza..., sin haberlo conseguido. Terminé volviendo a los

jardines del monasterio.

El ruido del agua era omnipresente: las cascadas estaban

en todos los rincones, y yo veía la presencia de la

Gran Madre persiguiéndome a dondequiera que fuese. Sí,

Ella había amado el mundo; había amado el mundo

tanto como Dios, porque también había dado a su hijo para que fuera sacrificado por los hombres. Pero ¿en-

tendería el amor de una mujer por un hombre?

Ella puede haber sufrido por amor, pero era un amor difer

ente. Su gran Novio lo sabía todo, hacía milagros.

Su novio en la Tierra era un trabajador humilde, que cr

eía todo lo que sus sueños le contaban. Ella nunca supo

47

lo que era abandonar o ser abandonada por un hombre. Cuando José pensó en expulsarla de la casa porque

estaba embarazada, el Novio de los cielos le

envió un ángel para impedir que eso sucediese.

Su hijo la dejó. Pero los hijos siempre dejan a los padres

. Es fácil sufrir por amor al prójimo, por amor al

mundo o por amor al hijo. Ese sufrimiento da la sens

ación de que todo eso es parte de la vida, de que es un

dolor noble y grandioso. Es fácil sufrir por amor a

una causa, o a una misión: eso sólo engrandece el corazón

del que sufre.

Pero ¿cómo explicar el sufrimiento por un hombre? Es

imposible. Entonces, la gente se siente en el infierno,

porque no existe nobleza ni grandeza, apenas miseria.

Esa noche me acosté en el suelo helado, y en seguida

el frío me anestesió. En ocasiones pensé que podía

morir si no conseguía un abrigo, pero ¿qué más daba? T

odo lo más importante en mi vida me lo habían dado

generosamente en una semana, y me lo habían quitado en un minuto, sin que tuviese tiempo de decir nada.

Mi cuerpo empezó a temblar de frío. En algún mom

ento se detendría, porque habría gastado todas sus ener-

gías tratando de calentarse, y ya no podría hacer nada. En

tonces, el cuerpo volvería a su tranquilidad habitual,

y la muerte me acogería en sus brazos.

Temblé más de una hora. Y la paz llegó.

Antes de cerrar los ojos, empecé a oír la voz de mi

madre. Me contaba una historia que ya me había contado

cuando era niña, sin sospechar que se refería a mí.

«Un muchacho y una muchacha se enamoraron locamente decía la voz de mi madre, en aquella mezcla de

sueño y delirio—. Y decidieron casarse.

Los novios siempre se hacen regalos.

»El muchacho era pobre: su único bien consis

tía en un reloj que había heredado del abuelo. Pensando en

los bellos cabellos de la amada, decidió vender el reloj para comprar un bonito prendedor de plata.

»La muchacha tampoco tenía dinero para el regalo de bodas

. Entonces, fue hasta la tienda del principal co-

merciante del lugar y vendió sus cabellos. Con el di

nero, compró una cadena de oro para el reloj de su amado.

»Cuando se encontraron, el día de la fiesta del casa

miento, ella le dio a él una cadena para un reloj que

había sido vendido, y él le dio a ella un prendedor para unos cabellos que ya no existían.»

Al despertar me estaba sacudiendo un hombre.

— ¡Beba! —decía—. ¡Beba rápido!

No sabía qué pasaba, ni tenía fuerzas para resistir. Él

me abrió la boca, y me obligó a tomar un líquido que

me quemaba por dentro. Vi que estaba en mangas de camisa, y que yo tenía puesto su abrigo.

— ¡Beba más! —insistía.

Yo no sabía qué pasaba; pero obedecí. Después volví a cerrar los ojos.

Volví a despertar en el convento. Una mujer me estaba mirando.

— La señora casi se ha muerto —dijo—. Si no fuera

por el vigía del monasterio, ya no estaría aquí.

Me levanté con torpeza, sin saber bien qué hacía. Parte

del día anterior me volvió a la memoria, y deseé que

el vigía no hubiese pasado nunca por allí.

Pero ahora el verdadero tiempo de la muerte había pasado. Yo seguiría viviendo.

La mujer me llevó hasta la cocina, y me dio café, bi

zcochos y pan con aceite. No hizo preguntas, y yo tampo-

co expliqué nada. Cuando terminé de comer, me devolvió la bolsa.

— Fíjese si está todo ahí ——dijo.

— Debe de estar. No tenía nada.

— Tiene su vida, hija mía. Una vida larga. Cuídela mejor.

— Hay una ciudad cerca de aquí que tiene una iglesia —dije, con ganas de llorar—. Ayer, antes de venir pa-

ra aquí, entré en esa iglesia con...

Y no sabía cómo explicarlo.

— ... con un amigo de la infancia. Ya estaba harta

de andar visitando iglesias pero tocaban las campanas, y

él dijo que era una señal, que necesitábamos entrar.

La mujer me llenó la taza, se sirvió un poco de café y se sentó a escuchar mi historia.

— Entramos en la iglesia —continué—. No había nadie,

estaba oscuro. Estuve tratando de descubrir alguna

señal, pero sólo veía los altares y los santos de siem

pre. De repente oímos que algo se movía en la parte su-

perior, donde está el órgano.

»Era un grupo de muchachos con violines, que en seguida empezaron a afinar los instrumentos. Decidimos

sentarnos a escuchar un poco de música antes de salir de viaje.

Poco después, entró un hombre y se sentó a nuestro lado.

Estaba alegre, y les gritaba a los chicos que toca-

sen un pasodoble.

— ¡Música de corridas de toros! —dijo la mujer—. Espero que no hicieran eso.

— No lo hicieron. Pero se rieron y tocaron una canción

flamenca. Yo y mi amigo nos sentíamos como si el

cielo hubiera descendido sobre nosotros; la iglesia, la oscuridad acogedora, el sonido de los violines y la ale-

gría del hombre que estaba a nuestro lado: todo aquello era un milagro.

»Poco a poco la iglesia se fue llenando. Los chicos

seguían tocando música flamenca, y los que entraban

sonreían, y se dejaban contagiar por la alegría de los músicos.

48

»Mi amigo me preguntó si quería asistir a la misa que

estaba a punto de comenzar. Yo dije que no: teníamos

por delante un largo viaje. Resolvimos salir, pero antes

dimos las gracias a Dios por aquel agradable momento

en nuestras vidas.

»Cuando llegamos a la puerta descubrimos que muchas

personas, muchas de verdad, quizá todos los habi-

tantes de aquella pequeña ciudad, se dirigían a la iglesi

a. Pensé que debía de ser el último pueblo totalmente

católico de España. Quizá porque las misas eran muy animadas.

»Al subir al coche, vimos que se acercaba un cortejo.

Traían un féretro. Alguien había muerto, y aquélla era

una misa de cuerpo presente. Al llegar el cortejo a la puer

ta de la iglesia, los músicos interrumpieron las can-

ciones flamencas y empezaron a tocar un réquiem.

— Que Dios tenga piedad de esa alma —dijo la

mujer, haciendo la señal de la cruz.

— Que tenga piedad —dije, repitiendo el gesto de la mujer—. Pero entrar en aquella iglesia fue una señal.

De que la tristeza está siempre

esperando al final de la historia.

La mujer me miró y no dijo nada. Entonces salió, y vo

lvió en seguida con varias hojas de papel y una estilo-

gráfica.

— Vamos afuera —dijo.

Salimos juntas. Estaba amaneciendo.

— Respire hondo —pidió—. Deje que esta nueva mañana entre en sus pulmones y corra por sus venas. Por

lo visto, no es casual que la señora se perdiera ayer.

Yo no dije nada.

— La señora tampoco entendió la historia que me acaba de

contar, sobre la señal de la iglesia —prosiguió—.

Sólo vio la tristeza del fin. Olvidó los momentos

alegres que pasó allí dentro. Olvidó la sensación de que los

cielos habían descendido, y de lo bueno que era estar viviendo aquello en compañía de su...

Se interrumpió, sonriendo.

— ... amigo de la infancia —agregó, guiñando el ojo—. Jesús dijo: «Dejad que los muertos entierren a los

muertos». Porque él sabe que la muerte no existe. La vi

da ya existía antes de que naciéramos, y seguirá exis-

tiendo después de que dejemos este mundo.

Se me llenaron de lágrimas los ojos.

— Lo mismo ocurre con el amor —continuó—. Ya

existía antes, y seguirá existiendo para siempre.

— Parece que conoce usted mi vida —dije.

— Todas las historias de amor tienen mucho en común. Yo también pasé por esto en algún momento de mi

vida. Pero no me acuerdo. Sé que el amor volvió,

bajo la forma de un nuevo hombre, de nuevas esperanzas de

nuevos sueños.

Me ofreció las hojas de papel y la estilográfica.

— Escriba todo lo que está sintiendo. Saque las cosas

del alma, póngalas en el papel y después tírelo. Dice

la leyenda que el río Piedra es tan frío que todo lo que c

ae en él, hojas, insectos, plumas de ave,

...

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