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Libro "A ORILLAS DEL RIO PIEDRA ME SENTE Y LLORÉ"

3 de Febrero de 2014

8.113 Palabras (33 Páginas)397 Visitas

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A ORILLAS DEL RÍO

PIEDRA

ME SENTÉ Y LLORÉ

PAULO COELHO

Un libro conmovedor y transparente que nos descubre los misterios de la vida

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En toda historia de amor siempre hay algo que nos acerca

a la eternidad y a la esencia de la vida, porque las

historias de amor encierran en sí todos los secretos del mundo.

Pero ¿qué ocurre cuando la timidez sacrifica un amor adolescente? ¿Y qué sucede cuando, al cabo de

los años, el destino hace que una mujer reencuentre a su amado? A ella, la vida le ha enseñado a ser fuerte y

a dominar sus sentimientos. A él, que posee el don de la cu

ración, la religión le ha servido como refugio de sus

conflictos interiores. Pero a ambos les une un solo

deseo: el de cumplir sus sueños. El camino que habrán de

recorrer es escabroso, y el sentimiento de culpa un obstácu

lo casi insalvable. Pero será a orillas del río Piedra,

en un pueblecito del Pirineo, donde ambos descubrirán su propia verdad.

A orillas del río Piedra me senté y lloré es una

novela fascinante y tierna que, con una prosa poética y

transparente, nos sumerge de lleno en los misterios últimos de la vida y el amor. Como dijo Kenzaburo Oe

(premio Nobel de Literatura 1994), Paulo Coelho

conoce los secretos de la alquimia literaria.

Paulo Coelho

A orillas del río Piedra me senté y lloré

Página web del autor:

www.paulocoelho.com

Para I. C. y S. B., cuya comunicación amorosa

me hizo ver el rostro femenino de Dios;

Mónica Antunes, compañera desde la primera hora,

que con su amor y entusiasmo

esparce el fuego por el mundo;

Paulo Rocco, por la alegría de las batallas

que libramos juntos, y por la dignidad

de los combates que libramos entre nosotros;

Tanya Z., por iluminar el corazón de tu Otra Parte,

mostrando cuan generosa es la vida

si optamos por vivir Nuestro Camino;

Mathew Lore, por no haber olvidado una sabia

línea del I Ching: «La perseverancia es favorable.»

«Y la Sabiduría se ha acreditado

por todos sus hijos.»

LUCAS, 7, 35

Oh, María, concebida sin pecado,

ruega por nosotros, que a ti recurrimos, amén.

NOTA DEL AUTOR

Un misionero español visitaba una isla, cuando se

encontró con tres sacerdotes aztecas.

— ¿Cómo rezáis vosotros? —preguntó el padre.

— Sólo tenemos una oración —respondió uno de los azteca

s—. Nosotros decimos: «Dios, Tú eres tres, no-

sotros somos tres. Ten piedad de nosotros.»

— Bella oración —dijo el misionero—. Pero no es exac

tamente la plegaria que Dios escucha. Os voy a ense-

ñar una mucho mejor.

El padre les enseñó una oración católica y prosiguió su

camino de evangelización. Años más tarde, ya en el

navío que lo llevaba de regreso a España, tuvo que pasar de nuevo por la isla. Desde la cubierta, vio a los tres

sacerdotes en la playa, y los llamó por señas.

En ese momento, los tres comenzaron a caminar por el agua hacia él.

— ¡Padre! ¡Padre! —gritó uno de ellos, acercándose

al navío—. ¡Enséñanos de nuevo la oración que Dios

escucha, porque no conseguimos recordarla!

— No importa —dijo el misionero, viendo el milagro.

Y pidió perdón a Dios por no haber entendido antes que Él hablaba todas las lenguas.

Esta historia ejemplifica bien lo que quiero contar en

A orillas del río Piedra me senté y lloré.

Rara vez nos

damos cuenta de que estamos rodeados por lo Extraordi

nario. Los milagros suceden a nuestro alrededor, las

señales de Dios nos muestran el camino, los ángeles

piden ser oídos...; sin embargo, como aprendemos que

existen fórmulas y reglas para llegar hasta Dios,

no prestamos atención a nada de esto. No entendemos que Él

está donde le dejan entrar.

Las prácticas religiosas tradicionales son important

es; nos hacen participar con los demás en una experien-

cia comunitaria de adoración y de oración. Pero nunca debem

os olvidar que una experiencia espiritual es sobre

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El padre llegó algunos minutos más tarde, también agotado por la caminata.

— ¿Ve esas montañas alrededor? —preguntó—. Ellas no re

zan; ellas ya son la oración de Dios. Son así

porque encontraron su lugar en el mundo, y en ese lugar

permanecen. Ellas estaban ahí antes de que el hom-

bre mirase el cielo, escuchase el trueno y preguntas

e quién había creado todo esto. Nacemos, sufrimos, mori-

mos, y las montañas siguen ahí.

»Llega un momento en el que necesitamos pensar si vale

la pena tanto esfuerzo. ¿Por qué no intentar ser

como esas montañas: sabias, antiguas, y en el lugar

adecuado? ¿Por qué arriesgarlo todo para transformar a

media docena de personas que luego olvidan lo que se les enseñó y parten en busca de una nueva aventura?

¿Por qué no esperar a que un determinado número de monos

hombres aprenda, y entonces, sin sufrimientos,

se divulgue el conocimiento por todas las demás islas?

— ¿Usted cree eso, padre?

El sacerdote calló unos instantes.

— ¿Me está leyendo los pensamientos?

— No. Pero si piensa eso, entonces

no habría escogido la vida religiosa.

— Muchas veces trato de entender mi destino —dijo—. Y no

lo consigo. Acepté ser parte del ejército de Dios,

y todo lo que he hecho ha sido intentar explicar a los hombres

por qué existe la miseria, el dolor, la injusticia.

Intento que sean buenos cristianos, y ellos me preguntan:

«¿Cómo puedo creer en Dios, cuando existe tanto

sufrimiento en el mundo?»

»E intento explicar lo que no tiene explicación. Int

ento explicar que existe un plano, una batalla entre ánge-

les, y que estamos todos involucrados en esa lucha.

Intento decir que, cuando un determinado número de per-

sonas tenga fe suficiente para cambiar este escenario

, todas las demás personas, en todos los lugares del

planeta, serán beneficiadas por este ca

mbio. Pero no creen en mí. No hacen nada.

— Son como las montañas —dije—. Son bellas. Qu

ien llega ante ellas no puede dejar de pensar en la gran-

deza de la Creación. Son pruebas vivas del amor que Dios siente por nosotros, pero el destino de estas mon-

tañas es apenas dar testimonio.

»No son como los ríos, que se mueven y transforman el paisaje.

— Sí. Pero ¿por qué no ser como ellas?

— Quizá porque debe de ser terrible el destino de las m

ontañas —respondí—. Están obligadas a contemplar

siempre el mismo paisaje.

El padre no dijo nada.

— Yo estaba estudiando para ser montaña —continué—. Tení

a cada cosa en su sitio. Iba a entrar en un em-

pleo público, casarme, enseñar a mis hijos la religión de mis padres, aunque ya no creyese en ella.

»Hoy estoy decidida a dejar todo eso y seguir al hom

bre que amo. Felizmente renuncié a ser montaña: no lo

podría haber soportado mucho tiempo.

— Usted dice cosas sabias.

— Estoy sorprendida de mí misma. Antes

sólo conseguía hablar de la infancia.

Me levanté y seguí bajando. El padre respetó mi sil

encio, y no intentó hablar conmigo hasta que llegamos a

la carretera.

Le agarré las manos y se las besé.

— Me voy a despedir. Pero quiero decirle que

lo entiendo, y que entiendo su amor por él.

El padre sonrió, y me echó la bendición.

— También entiendo su amor por él —dijo.

Durante el resto de aquel día caminé por el valle.

Jugué con la nieve, estuve en una población cercana a

Saint-Savin, comí un bocadillo de pâté, me quedé mirando a unos niños que jugaban al fútbol.

En la iglesia de otro pueblo, encendí una vela. Cerré los ojos y repetí las invocaciones que había aprendido

el día anterior. Después empecé a pronunciar palabras

sin sentido, mientras me concentraba en la imagen de

un crucifijo que había detrás del altar. A los pocos

instantes, el don de las lenguas se fue apoderando de mí.

Era más fácil de lo que pensaba.

Podía parecer una locura: murmurar cosas, decir palabras que nadie conoce y que no significan nada para

nuestro raciocinio. Pero el Espíritu Santo convers

aba con mi alma, diciendo cosas que ella necesitaba oír.

Cuando sentí que estaba suficientemente purificada, cerré los ojos y recé:

«Nuestra Señora, devuélvemela fe. Que yo pueda ser ta

mbién un instrumento de Tu trabajo. Dame la opor-

tunidad de aprender a través de mi amor. Por

que el amor nunca apartó a nadie de sus sueños.

»Que yo sea compañera y aliada del hombre que amo.

Que él haga todo lo que tenga que hacer... a mi lado.

»

Cuando regresé a Saint-Savin ya casi era de noche.

El coche estaba aparcado delante de la casa donde

habíamos alquilado la habitación.

— ¿Dónde estuviste? —preguntó él cuando me

vio. —Caminando

...

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