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Alí Babá Y Los 40 Ladrones


Enviado por   •  19 de Mayo de 2015  •  2.963 Palabras (12 Páginas)  •  277 Visitas

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Alí babá y los 40 ladrones

En una antigua ciudad de Persia vivían dos hermanos: Kasim y Alí Babá. Su padre murió cuando ellos estaban saliendo de la primera juventud y dejó muy pocos bienes. Kasim, el mayor, entró en relaciones con una viuda rica y transcurridos algunos meses se casó con ella. Con el dinero de la viuda abrió una tienda y, puesto que era hábil y los tiempos de escasez le habían despertado el entendimiento, vio prosperar su comercio muy de prisa, tanto que al cabo de unos años pudo llamarse rico.

Alí Babá también se casó, pero tuvo menos suerte. Se puso al servicio de un leñador, por lo que se pasaba la mayor parte del día en el bosque, hacha en mano, cortando y cortando. Hecha una buena provisión, se iba de vuelta a la ciudad transportando sus haces de leña en los tres asnos que pertenecían a su amo.

Un día, mientras cargaba su leña sobre el lomo de los animales, divisó una enorme columna de polvo, producida por un grupo de hombres a caballo que venían hacia donde él se encontraba. Temeroso de un mal encuentro, Alí Babá escondió el hacha, trepó a un árbol muy frondoso y se ocultó lo mejor que pudo entre el follaje, dejando que pasaran sin verlo. Los hombres se detuvieron y se apearon muy cerca de él, justo frente a una roca enorme que estaba recostada contra un pequeño cerro cubierto de maleza. Todos eran robustos, vestían buenas ropas y estaban armados hasta los dientes. Alí Babá no dudó de que fueran ladrones; los contó y eran cuarenta.

El que parecía ser el jefe se acercó a la roca. Parándose frente a ella, exclamó, en voz tan alta que sus palabras llegaron claramente a los oídos de Alí Babá:

—¡Sésamo, ábrete!

Con estas palabras, la roca se abrió con gran estruendo. Por la abertura fueron pasando, uno tras otro, los treinta y nueve bandoleros, y, por último, el capitán. Apenas estuvieron dentro, se lo oyó gritar con igual fuerza:

—¡Sésamo, ciérrate!

Alí Babá no quiso moverse de su sitio, asombrado y curioso por lo que estaba pasando. No tuvo que esperar mucho tiempo. Aún no pasaba media hora cuando oyó un ruido subterráneo, para después ver cómo se abrían lentamente las peñas: a no dudarlo, alguien se disponía a salir. Los fue contando, para estar bien seguro: Uno... dos... diez... treinta y ocho... treinta y nueve... ¡cuarenta! El último en emerger fue el capitán, que una vez fuera volvió a gritar:

—¡Sésamo, ciérrate!

Todos volvieron a montar sobre sus caballos y se alejaron del lugar. Alí Babá salió de su escondite y se acercó a la roca y para probar si las palabras que dijera el jefe de los ladrones también darían resultado pronunciadas por él, dijo:

—¡Sésamo, ábrete!

De inmediato la roca giró y Alí Babá pudo entrar a la cueva. ¡Oh maravilla! No se encontraba en una gruta lóbrega y oscura, como pensó, sino en una sala bien iluminada. Ricas alfombras, soberbios tapices, bellos muebles, armas, joyas y toda clase de riquezas se acumulaban en el recinto. Unas puertas conducían a otras estancias y galerías donde se alineaban cofres finos y recios sacos de cuero, rebosantes de monedas de oro y plata, de rubíes, zafiros y otras pedrerías, junto a enormes lingotes de los metales más preciados.

Alí Babá se quedó con la boca abierta. Como hombre piadoso que era, pensó que Alá premiaba de aquella manera su constancia y tesón en el trabajo. Sin perder tiempo salió en busca de sus asnos, los reunió a la entrada de la caverna y los cargó con todo lo que pudiesen llevar, eligiendo entre aquellas riquezas lo que más le convenía: el oro y la plata acuñados en relucientes dinares, tomanes, cequíes, piastras, escudos y libras. Tapó el precioso cargamento con ramas del bosque para que nadie en el camino se percatara y pronunció en alta voz:

—¡Sésamo, ciérrate! —Y la roca volvió a tapar la puerta de la cueva.

Alí Babá se encaminó hacia la ciudad y llegando a su casa, contó a su mujer lo que había pasado pidiéndole que guardase el secreto. La esposa, muy contenta por la suerte que había tenido su marido, le ayudó a cavar un hoyo en el patio de la casa para enterrar el oro. Era sin embargo, una mujer curiosa, como lo son todas las mujeres, y no se contentaba con admirar el maravilloso y reluciente montón. Quiso también contar las monedas, y cuando vio que eran demasiadas, decidió medirlas. Pero eran tan pobres que ni siquiera tenían una medida de granos. La mujer entonces se dirigió a la casa de su cuñada rica, en busca de un celemín.

La esposa de Kasim, deseosa de saber para qué su cuñada le pedía una medida, de noche y con tanto apresuramiento, puso un poco de sebo en el fondo del recipiente, para que quedara adherida cualquier cosa que allí se depositase.

De vuelta a casa, la mujer de Alí Babá comenzó a vaciar una tras otra, las medidas. Echaba el contenido en el hoyo que el leñador había abierto en el suelo de la cocina, y para contarlas, a cada medida que vaciaba, hacía, con un tizón, una raya en la pared. Devolvió la medida temprano al otro día, sin percatarse de que en el sebo del fondo iba pegado un dinar de oro. Apenas se hubo ido, su cuñada descubrió la moneda y cuando Kasim llegó esa noche a su casa, le contó lo que había pasado, diciéndole:

—Kasim, tú te crees rico, pero te engañas. Alí Babá lo es mucho más que tú. No cuenta el dinero como nosotros, ¡lo mide en recipientes!— Y le enseñó la moneda de oro.

Esto despertó la envidia de Kasim, quien fue a ver a su hermano a la mañana siguiente y le explicó lo que él y su mujer habían descubierto. Alí Babá no pudo ocultar ya nada y le confesó lo que le había pasado, además de enseñarle las palabras apropiadas para abrir y cerrar la roca. Los hermanos acordaron ir ambos a la caverna en ocho días más, con numerosas bestias de carga. Kasim, sin embargo resolvió para sus adentros no esperar a Alí Babá y salió, pues, él solo esa misma madrugada con diez burros cargados con grandes cofres. Tomó el camino que le había indicado su hermano y no tardó en encontrar la roca que tapaba la cueva. Acercando sus mulos a la parte en que debía estar la entrada, Kasim gritó:

—¡Sésamo, ábrete!

La roca dejó al descubierto la entrada de la cueva y una vez que Kasim entró, se volvió a cerrar. Deslumbrado, Kasim empezó a revolverlo todo, como si súbitamente hubiera enloquecido.

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