GIBRALTAR
Enviado por ferand • 16 de Mayo de 2014 • 2.208 Palabras (9 Páginas) • 234 Visitas
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Estaban allí reunidos lo menos de setecientos a
ochocientos. De mediano estatura ; per robustos,
ágiles, cabellos, hechos para los saltos prodigiosos,
Iban de acá para allá, a los últimos resplandores del
sol, que se ocultaba al otro lado de las montañas
escalonadas hacia el Oeste de la rada.
El disco rojizo desapareció bien pronto, y la
obscuridad comenzó a extenderse en medio de toda
aquella cuenca encajonada entre las lejanas sierras
de Sonorra, de Ronda y del país desolado del
Cuervo.
De repente, la tropa se inmovilizó. Su jefe
acababa de aparecer, montado en la misma cresta de
la montaña, como sobre el torno de un asno flaco.
Desde el puesto de soldados, que estaba como
colgado en lo más extremo de la cima de la enorme
roca, no se podía ver nada de lo que pasaba bajo los
árboles.
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-¡Uiss, uiss! - silbó el jefe, cuyos labios,
recogidos como un culo de pollo, dieron a este
silbido una intensidad extraordinaria.
-¡Uiss, uiss! - repitió aquella extraña tropa,
formando un conjunto completo.
Un ser singular era este jefe de alta estatura,
vestido con una piel de mono con el pelo al exterior,
la cabeza rodeada de una inculta y espesa
cabellera, la faz erizada de una barba corta, los pies
descalzos, duros en las plantas como cascos de
caballos.
Levantó el brazo derecho, y le extendió hacia la
parte inferior de la montaña. En el mismo Instante,
todos repitieron aquella actitud con una precisión
militar, mejor dicho, mecánica, como verdaderos
muñecos movidos por el m ¡amo resorte. El jefe
bajó su brazo, y todos bajaron el suyo. Se encorvó
hacia el suelo, y todos se inclinaron en la misma
actitud. Empuñó un sólido palo, que blandió en el
aire, y todos blandieron sus bastones, haciendo el
mismo molinete; el mismo molinete que los
jugadores del palo llaman la "rosa cubierta”
Después, el jefe se volvió y se escurrió sobre la
hierba, subiendo por entre los árboles. La tropa la
siguió, haciendo los mismos movimientos.
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En menos de diez minutos los senderos del
monte, descarnados por la lluvia, fueron recorridos,
sin que el choque de una roca ni de un guijarro
hubiese detenido aquella masa en marcha.
Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo, y
todos se detuvieron, como al los hubieran clavado
en el sitio. . A doscientos metros por bajo, aparecía
la ciudad, tendida a lo largo de la sombría rada. Numerosas
luces iluminaban el grupo confuso de
edificios, de. casas de quintas, de cuarteles. Al otro
lado, los fanales de los navíos de guerra, los fuegos
de los buques de comercio y de los pontones
anclados en la rada, reverberaban sobre la superficie
de las tranquilas aguas. Más lejos, a la extremidad de
la Punta de Europa, el faro proyectaba su hay de
rayos luminosos sobre el estrecho.
En aquel momento se oyó un cañonazo; el Birst
gun fire, disparado desde una de las baterías
rasantes. Entonces, los redobles del tambor,
acompañados del agudo chillido del pito, se dejaron
oír.
Era la hora de la retreta, la hora da que cada cual
entrara en su casa. Ningún extranjero tenia ya
derecho para transitar por la ciudad, sin ir escoltado
por un oficial de la guarnición. a los marineros se les
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dio orden de volver a bordo entes de que las puertas
de la ciudad estuviesen cerradas. De cuarto en
cuarto de hora, circulaban patrullas, que conducían
al puesto de vigilancia a los retrasados y a los
borrachos. Después, todo quedó en silencio.
El general Mac Kackmale podía dormir a pierna
suelta.
No parcela que Inglaterra tuviese nada que temer
aquella noche por la seguridad de su roca de
Gibraltar.
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