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La Charca


Enviado por   •  26 de Junio de 2012  •  675 Palabras (3 Páginas)  •  545 Visitas

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Capítulo III

Al día siguiente, con los primeros albores, renació en la finca de Juan la actividad de los trabajos.

La mañana humedecía la tierra con gotas trémulas y preparaba en el cielo, con variedad de colores, la imperial recepción del sol. La temperatura era fresca, y las humedades del alba, fecundando bosques, les daban alientos para la nueva jornada, encendiendo el color de las flores, vigorizando el verdor de las hojas, irguiendo la esbeltez de los tallos, invitando a la magnífica cloralia de los campos a lucir al sol las opulentas galas, a entregarse al fraternal comensalismo de las plantas. La navidad serena, siempre serena del día, sonriendo sobre las colinas y los valles. El eterno impulso volteando la rueda de la vida con la constancia aviterna del infinito.

Los trabajos de la granja se reanudaban. Las brigadas de obreros movíanse con cierta prisa que estimulaba el mayordomo, como si la interrupción de la noche hubiera perjudicado los cultivos, como si la intercepción de las horas dedicadas al sueño hubiera atrasado la fructificación de los cafetos. Montesa, el mayordomo, les empujaba: a los de la sierra les hablaba fuerte, porque era preciso que las tablas desgajadas de los gruesos troncos fueran homogéneas, sin remates deformes y de la longitud exigida; y ellos, protestando y prometiendo, se perdían por los repechos en busca de los despeñaderos en donde se levantaban los árboles condenados al hacha; a los de la recua que conducía semillas de bananos y espiguillas de café les recomendaba premura para que llegaran en breve al terreno ahoyado en donde debían sembrarse, pero esa prisa sin apurar las pacientes mulas con latigazos inútiles y sin abusar del hercúleo burdégano, capaz él solo de sustentar la carga de tres bestias; a los camineros les increpaba la torpeza con que hicieron el trabajo anterior, y soltando cuatro ternos les lanzaba al rostro la brutalidad cometida al arrojar pedruscos arrancados para hacer caminos sobre los cafetos de la margen, tronchando tallos preciosos que por esa causa tenían que ser resembrados; luego tocaba a los carpinteros, a quienes reñía por la pobre tarea de la anterior semana. Sí, allí todos eran para Montesa unos zánganos, unos perezosos, que no tenían ni ojos ni trino y, muchas veces, ni buena intención.

Aquel Montesa era criollo, compatriota de la turba de pálidos que preocupaba a Juan del Salto; pero tenía historia de hombre que anduvo el mundo. Cuando chico, bajaba con frecuencia al llano, en donde estaba situada la población cabeza de partido. Desde las cumbres había visto muchas veces, allá, hacia el sur, un lampo marino, una franja de plata en donde el sol producía los incendios del mediodía. Pudo con frecuencia contemplar aquella superficie extensa, distinta de la tierra, que se perdía a lo lejos, en el país de los misterios, en los horizontes de lo desconocido.

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