Los Mensú
Abel Samit CorrealMonografía16 de Septiembre de 2021
3.280 Palabras (14 Páginas)177 Visitas
Los Mensú
Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Sílex con quince compañeros. Podeley,
labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluida y con pasaje gratis por lo tanto. Cayé —
mensualero— llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempo que había necesitado para cancelar su cuenta.
Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos,
los dos mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalén y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba!
¡Al año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje era apenas un roce de astilla ante el
rotundo goce que olfateaban allí.
De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo,
cuentan con el anticipo de una contrata. Como intermediario y coadyuvante espera en la playa un grupo de muchachas
alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.
Cayé y Podeley bajaron tambaleantes, de orgía pregustada y rodeados de tres o cuatro amigas se hallaron en un momento
ante la cantidad suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú.
Un instante después estaban borrachos y con nueva contrata firmada. ¿En qué trabajo? ¿En dónde? No lo sabían, ni les
importaba tampoco. Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo y facultad para llegar a mucho más en gastos.
Babeantes de descanso y de dicha alcohólica, dóciles y torpes siguieron ambos a las muchachas a vestirse. Las avisadas
doncellas condujéronlos a una tienda con la que tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén
de la misma casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la
cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas, robado todo con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero,
pues lo único que el mensú realmente posee es un desprendimiento brutal de su dinero.
Por su parte, Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su
ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso, optaba por un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una cuenta
entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después lanzaban a
un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro —y revólver 44 al cinto, desde luego—
, repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes y dejando caer de cada bolsillo la punta de un
pañuelo de color. Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en la expresión
un tanto hastiada de los mensú, arrastrando consigo mañana y tarde por las calles caldeadas una infección de tabaco
negro y extracto de obraje.
La noche llegaba por fin y con ella la bailanta donde las mismas damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya
realeza en dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio 1,40 que
guardaban sin ojear siquiera.
Así, tras constantes derroches de nuevos adelantos —necesidad irresistible de compensar con siete días de gran señor las
miserias del obrajelos mensú volvieron a remontar el río en el Sílex. Cayé llevó compañera, y los tres, borrachos como los
demás peones, se instalaron en el puente, donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles, atados,
perros, mujeres y hombres.
Al día siguiente, ya despejadas las cabezas, Podeley y Cayé examinaron sus libretas: era la primera vez que lo hacían desde
la contrata. Cayé había recibido 120 pesos en efectivo y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75, respectivamente.
Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto si un mensú no estuviera perfectamente curado de
ese malestar. No recordaban haber gastado ni la quinta parte siquiera.
—¡Añá! ... —murmuró Cayé—. No voy a cumplir nunca.
Y desde ese momento tuvo sencillamente —como justo castigo de su despilfarro— la idea de escaparse de allá.
La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él que sintió celos del mayor adelanto acordado
a Podeley.
—Vos tenés suerte... —dijo—. Grande tu anticipo...
—Vos traés compañera —objetó Podeley—. Eso te cuesta para tu bolsillo...
Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden más moral pesan muy poco en la elección de un
mensú; quedó satisfecho. La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla;
luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV; las mejillas brutalmente pintadas y un desdeñoso
cigarro de hoja bajo los párpados entornados.
Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44; era realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aun corría el
riesgo de naufragar el 44 tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar.
A dos metros de él, sobre un baúl de punta, en efecto, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuanto tenían.
Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuere el motivo, y se
aproximó al baúl colocando a una carta cinco cigarros.
Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente para pagar el adelanto en el obraje y volverse en
el mismo vapor a Posadas a derrochar su nuevo anticipo.
Perdió, perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas y su 44. Al día
siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con
incesantes cigarros despreciativos.
Podeley ganó; tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar
contra un machete y media docena de medias, que ganó, quedando así satisfecho.
Habían llegado por fin. Los peones treparon la interminable cinta roja que escala la barranca, desde cuya cima el Sílex
aparecía disminuido y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní (bien que alegres todos)
despidieron al vapor, que debía ahogar en una baldeada de tres horas la nauseabunda atmósfera de desaseo, pachulí y
mulas enfermas que durante cuatro días remontó con él.
Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la vida del obraje no era dura. Hecho a ella,
domaba su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con ciertos
privilegios de buen peón. Su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con
hojas de palmera su cobertizo —techo y pared sur, nada más—; dio su nombre de cama a ocho varas horizontales, y de
un horcón colgó la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos mates al levantarse,
de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en descubierta de madera, el desayuno
a las ocho; harina, charque y grasa; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís y
mosquitos; después, el almuerzo —esta vez porotos y maíz flotante en la inevitable grasa—, para concluir de noche, tras
nueva lucha con las piezas de 8 por 30, con el yopará de mediodía.
Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del hastío de los días de lluvia, que lo
relegaban en cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y el domingo
iba al almacén a proveerse.
Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los anatemas de la lengua natal, sobrellevando
con fatalismo indígena la suma siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco pesos por machete y
ochenta centavos por kilo de galleta. El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás
compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no
estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contrajusticia que iba, en caso de llegar, a
clavar los dientes en la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremo final vigilando día y
noche a su gente, y en especial a los mensualeros.
Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía de punto cuando
las mulas, impotentes para contener la alzaprima que bajaba de la altísima barranca a toda velocidad, rodaban una sobre
otra dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara
era la misma.
Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga; harto ya de revirados y yoporás, que el pregusto de la huida tornaba
más indigestos, deteníase aún por falta de revólver, y ciertamente, ante el winchester
...