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Terror En Winnipeg


Enviado por   •  2 de Mayo de 2013  •  3.333 Palabras (14 Páginas)  •  563 Visitas

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La Espera

Guillermo Blanco

(Premio único. Concuso Interamericano de Cuentos de "El Nacional", México, 1956)

Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero. Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas. Tuvo miedo de nuevo. Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte. La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él. Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila. Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena. Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose. Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie. De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . . Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . . Duerme. No te importe. El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río

de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra. (Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.) Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca. Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo. Pobre amor: estás cansado. Cerró los ojos. Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido: —¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra! Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado. —¡Me lah vai a pagar! Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco: —¡Te lo juro! ¡Te lo juro! El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.

Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero? Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía

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