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El Guaraguao

vidjaro7 de Julio de 2013

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L GUARAGUAO

Era una especie de hombre. Huraño, solo. No solo: con una escopeta de cargar por la boca y un guaraguao.

Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.

Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.

Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de la escopeta de nuestra especie de hombre.

Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras como un gerifalte.

Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos.

Ya vender las plumas conseguidas. Allá le decían «chancho-rengo».

–Ej er diablo er muy pícaro pero siace el Chancho-rengo...

Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de pulperías.

Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.

Chancho-rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte..

Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco. Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:

–Lo recogí de puro fregao...Luei criao dende chiquito, er nombre ej Arfonso.

– ¿Por qué Arfonso?

–Porque así me nació ponesle.

Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.

Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos doscientos Los Sánchez eran dos hermanos. Medios peones de un rico, medios sus esbirros y «guardaespaldas».

Y, cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo se iba a su monte, lo acecharon.

Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao, caminaba No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el guaraguao.

Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron el fajo de billetes que creían copioso.

De pronto, Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:

– ¡...Ayayay! Naño, ¡me ha picao una lechuza!

Pedro, el otro, sintió el aleteo casi en la cara. Algo alado estaba allí. En la sombra. Algo que defendía al muerto.

Tuvieron miedo. Huyeron.

Toda la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarazca. No estaba muerto: se moría.

Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneando ciegamente le dejó un mechoncillo de hilachas de vida.

El frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió –casi no podía– la mano. Tocó algo áspero y entreabrió los ojos.

El alba tloreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima un techo.

Le parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas azules y negras.

Lo que tenía en el pecho era el guaraguao.

– Aj á, ¿e r e s vo s, Ar fo n s o? N o. .. N o... m e c o m a s... un... hijo. ..No.. .muesde.. .ar.. .padre.. .loj...otros...

El día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de chocotas muy bajo; muchísimas. Otro de chiques más alto.

Una banda de micos de rama en rama en rama cruzó chillando.

Un gallinazo pasó arribísima.

Debía haber visto.

Empezó a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y comenzó la ronda negra.

Vinieron más. Como moscas. Cerraron los círculos.

Cayeron en loopings. Iniciaron la bajada de la hoja seca.

Estaban alegres y lo tenían seguro.

¿Se retardarían cazando nubes?

Uno se posó tímido en la bierba, a poca

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