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El Guaraguao


Enviado por   •  2 de Diciembre de 2014  •  Síntesis  •  486 Palabras (2 Páginas)  •  595 Visitas

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EL GUARAGUAO

El Guaraguao

Joaquín Gallegos Lara

Era una especie de hombre. Huraño, solo. No solo: con una escopeta de cargar por la boca y un guaraguao.

Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.

Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.

Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de la escopeta de nuestra especie de hombre. Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras como un gerifalte. Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos.

Ya vender las plumas conseguidas. Allá le decían «chancho-rengo». –El diablo era muy pícaro pero si hace el Chancho-rengo... Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de pulperías.

Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien. Chancho-rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.

Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco. Suponías que había venido de Esmeraldas.

Al preguntarle sobre el guaraguao decía:

–Lo recogí de puro fregao...Luei criao dende chiquito, er nombre ej Arfonso.

– ¿Por qué Alfonso?

–Porque así me nació ponerle.

Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.

Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos doscientos Los Sánchez eran dos hermanos. Medios peones de un rico, medios sus esbirros y «guardaespaldas».

Y, cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho rengo se

iba a su monte, lo acecharon.

Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao, caminaba No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el guaraguao.

Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron el fajo de billetes que creían copioso.

De pronto, Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:

– ¡Ayayay! Ñaño ¡me ha picado una lechuza!

Pedro, el otro, sintió el aleteo casi

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