Obra De Teatro : "la Muerte De Socrates"
str.jumbo1 de Mayo de 2015
11.479 Palabras (46 Páginas)528 Visitas
Sócrates: Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá causado en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que casi no me he reconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de hablar. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.
Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad. No, ¡por Júpiter!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad, atenienses, venir ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.
Por esta razón, atenienses, la única gracia que os pido es que cuando veáis que en mi defensa emplee términos y maneras comunes, los mismos de que me he servido cuantas veces he conversado con vosotros en la plaza pública, en las casas de contratación y en los demás sitios en que me habéis visto, no os sorprendáis ni os irritéis contra mí; porque es ésta la primera vez en mi vida que comparezco ante un tribunal de justicia, aunque cuento más de setenta años.
Por lo pronto soy extraño al lenguaje que aquí se habla. Y así como si yo fuese un extranjero me disimularíais que os hablase de la manera y en el lenguaje de mi país, en igual forma exijo de vosotros, y creo justa mi petición, que no hagáis aprecio de mi manera de hablar, buena o mala, y que miréis solamente, con toda la atención posible, si os digo cosas justas o no, porque en esto consiste toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad.
Es justo que comience por responder a mis primeros acusadores, y por refutar las primeras acusaciones, antes de llegar a las últimas que se han suscitado contra mí. Porque tengo muchos acusadores cerca de vosotros hace muchos años, los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo más a éstos que a Ánito y a sus cómplices, (1) aunque sean estos últimos muy elocuentes; pues aquéllos son mucho más temibles por cuanto, compañeros vuestros en su mayor parte desde la infancia, os han dado de mí muy malas noticias, y os han dicho que hay un cierto Sócrates, hombre sabio que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra y que sabe convertir en buena una mala causa.
Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles oídos, llegan los demás a persuadirse que los hombres que se consagran a tales indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una edad que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, es preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario aparezca.
Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he dicho: los que me están acusando ha mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto a los primeros, porque son los primeros a quienes habéis oído y han producido en vosotros más profunda impresión.
Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia envejecida y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearía con todo mi corazón que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.
Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado a Meleto confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decían mis primeros acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusación, como si apareciese escrita y con los juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas.»
He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristófanes, en la que se representa a un cierto Sócrates que, dice, se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto no lo digo porque desprecie esta clase de conocimientos, si entre vosotros hay alguno entendido en ellos (que Meleto no me formule nuevos cargos por esta concesión), sino que es sólo para haceros ver que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos a la mayor parte de vosotros.
A los que habéis conversado conmigo, y que estáis aquí en gran número, os conjuro a que declaréis si me oísteis jamás hablar de semejante clase de ciencias ni de cerca ni de lejos; y por esto conoceréis ciertamente que en todos esos rumores que se han levantado contra mí no hay ni una sola palabra de verdad; y si alguna vez habéis oído que yo me dedicaba a la enseñanza y que exigía salario, es también otra falsedad.
No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir a los hombres, como hacen Gorgias de Leontino, Pródico de Ceos e Hipias de Elea. Estos grandes personajes tienen el maravilloso talento, donde quiera que vayan, de persuadir a los jóvenes a que se unan a ellos y abandonen a sus conciudadanos, cuando podrían éstos ser sus maestros sin costarles un óbolo.
Y no sólo les pagan la enseñanza, sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento infinito. He oído decir que vino aquí un hombre de Paros que es muy hábil; porque habiéndome hallado uno de estos días en casa de Calias, hijo de Hiponico, hombre que gasta más con los sofistas que todos los ciudadanos juntos, me dio gana de decirle, hablando de sus dos hijos: —Calias, si tuvieses por hijos dos potros o dos terneros, ¿no trataríamos de ponerles al cuidado de un hombre entendido, a quien pagásemos bien, para hacerlos tan buenos y hermosos cuanto pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades que debieran tener? ¿Y este hombre entendido no debería ser un buen picador y un buen labrador? Y puesto que tú tienes por hijos hombres, ¿qué maestro has resuelto darles? ¿Qué hombre conocemos que sea capaz de dar lecciones sobre los deberes del hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas pensado en esto desde el acto que has tenido hijos, ¿y conoces a alguno? —Sí, me respondió Calias. —¿Quién es, le repliqué, de dónde es, y cuánto lleva? —Es Eveno, Sócrates, me dijo; es de Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré a Eveno por muy dichoso, si es cierto que tiene este talento y puede comunicarlo a los demás.
Por lo que a mí toca, atenienses, me llenaría de orgullo y me tendría por afortunado si tuviese esta cualidad, pero desgraciadamente no la tengo. Alguno de vosotros incidirá quizá: —Pero Sócrates, ¿qué es lo que haces? ¿De dónde nacen estas calumnias que se han propalado contra ti? Porque si te has limitado a hacer lo mismo que hacen los demás ciudadanos, jamás debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues, el hecho de verdad, para que no formemos un juicio temerario. Esta objeción me parece justa. Voy a explicaros lo que tanto me ha desacreditado y ha hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues. Quizá algunos de entre vosotros creeréis que yo no hablo seriamente, pero estad persuadidos de que no os diré más que la verdad.
La reputación que yo haya podido adquirir no tiene otro origen que una cierta sabiduría que existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablaros son sabios, de una sabiduría mucho más que humana.
Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la imputan mienten, y sólo intentan calumniarme. No os incomodéis, atenienses, si al parecer os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo Dios de Delfos, que os dirá si la tengo y en qué consiste. Todos conocéis a Querefón, mi compañero en la infancia, como lo fue de la mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió. Ya sabéis qué hombre era Querefón, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un día, habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de
...