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Inmensamente Eunice


Enviado por   •  23 de Mayo de 2015  •  2.728 Palabras (11 Páginas)  •  387 Visitas

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Inmensamente Eunice

Andrea Blanqué

1-

Eunice tenía 27 años y pesaba 114 kilos. Apenas un siglo atrás un pintor la hubiese contratado como modelo y podría haberse ganado la vida de ese modo. Ella en cambio había estado buscando trabajo durante largos e inútiles meses, en los cuales sin duda había abierto la vieja heladera con más frecuencia.

Es habitual creer que un gordo ve un promedio de once horas de televisión por tarde. A las gordas se les atribuye también la lectura copiosa de revistas del corazón, pero Eunice jamás las hojeaba siquiera. Rara vez probaba las famosas papas chips, y menos aún con los ojos fijos en una brillosa pantalla.

En los tiempos en que buscó trabajo, ningún comercio de comestibles quiso contratarla por temor a que comiese clandestinamente todo aquello que estuviera en unos metros a la redonda. Finalmente Eunice había conseguido un puesto en una tienda de plantas. Sin duda, nadie podía imaginarla probando los helechos o los geranios, ni saboreando rosas amarillas. En cambio ella conocía sobradamente los nombres de las flores y del redondo rostro de Eunice se respiraba un aura de candor. El dueño de la tienda conjeturó que su enorme presencia en el lugar podía resultar adecuada.

Pasaba entonces Eunice allí las horas, sentada en un taburete de madera. En el grabador sonaba una y otra vez el mismo cassette de música new age. A veces Eunice extendía su hinchada mano y acariciaba las hojas de una cretona, suavemente, sintiendo las rugosidades de su superficie en la punta de los dedos. El tiempo se deslizaba, inmenso.

2-

La casa de Eunice era un viejo apartamento interior de la calle San José. Los fines de semana Eunice se echaba en la cama con todas sus carnes distribuidas al costado, a la derecha y a la izquierda, y en compacta relación con el colchón se dejaba llevar por los sonidos que provenían del gris pozo de aire. Eran sonidos como surgidos de una gran boca de dios cartaginés: llantos de niños, mujeres acuciadas por la hora del almuerzo, disparos de serial norteamericana, radios mal sintonizadas, hombres protestando.

Pese a sus 114 kilos Eunice nunca cocinaba. Cada sábado, luego de cerrar la tienda, se dirigía a una populosa feria que hormigueaba en el costado del barrio. Allí se detenía, provista de grandes bolsas, básicamente frente a dos puestos clásicos. Uno era el camión de chacinados, que se elevaba con su conglomerado de productos sobre las cabezas de los que esperaban. Colgaban delante de los ojos expectantes de la gente racimos sonrosados de chorizos, rondas infinitas de morcillas con el color de un africano, salamines de piel añeja, butifarras de grasa traslúcida, el costillar de algún animal perdido para siempre, y, a veces, el rostro adormecido de un lechón de orejas tristísimas.

Eunice aguardaba su turno y recorría con la mirada la gran acumulación de carne porcina cuyo destino era convertirse en carne humana. Compraba luego un buen surtido de mortadela, bondiola, cabeza de cerdo, paleta y longaniza, y habitualmente -cuando lo había- un espléndido y aromático paté.

Luego , con una de las bolsas ya completa, Eunice se dirigía al puesto de quesos y allí, mientras los números transcurrían, quedaba ensimismada en los agujeros del laberíntico gruyere, en el aspecto lúdico del putrefacto roquefort, en las tonalidades que iban del amarillo al naranja de la sucesión de quesos colonia, que evocaban con sus nombres un campo verde con la familia de un granjero levantado al alba. Eunice pedía un kilo de manteca, un kilo de dulce de leche, un kilo de mermelada de ciruelas. Observaba cómo los contenidos de los grandes tarros se iban vaciando de su sustancia pegajosa , cómo los dulces restos pugnaban por adherirse a todo.

Después de la visita de estos puestos, a Eunice sólo le restaba la rutina de la panadería. Allí compraba varias piezas de pan casero humeante aún, con forma de cuerno mitológico, y unas cuantas bolsas de leche.

Formidablemente cargada, Eunice retornaba a su casa despaciosamente. Delante de ella se alzaban las altas figuras del sábado de tarde y del domingo.

En su mesa de luz, junto a la maciza cama, siempre se hallaba reposando alguna biografía, de un mártir o de un héroe, de un músico o un viajante, a medio leer.

3-

Había dos clases de clientes en la tienda: los que amaban las plantas, y los que amaban a otro. Entre estos últimos la gama era grande y nunca perdían tiempo: novios, amantes, amigas íntimas, hijos de madres solas. Los que venían en busca de su propia planta, en cambio, eran morosos. Observaban con sagacidad científica el verdor de las hojas, la humedad de la tierra, el olor.

Entre ellos se destacaba un ciego. Llevaba un par de lentes oscuros que jamás se quitaba, por lo que Eunice presentía que había algo tremendo e improfanable detrás de esos cristales. Era un gran conocedor del reino vegetal, y antes de llevar una planta sopesaba cuidadosamente las cuestiones de la luz, el regado, la maceta, la poda. No hablaba demasiado pero Eunice lo veía hacer, recorrer sin preguntar la tienda identificando con los dedos cada hoja, o con la palma de la mano extendida la altura del arbusto.

Eunice se debatía interiormente entre su deseo de preguntarle al ciego si lograba suponer además el color de las plantas -imaginarlo o recordarlo de otros tiempos , antes de que la noche lo hubiera inundado todo- y su silencio respetuoso de gorda, que prefería respirar despacio a hablar solícita con los clientes.

El ciego siempre olía las flores que se hallaban en exposición y aventuraba su nombre. Jamás fallaba.

Eunice sonreía ante los aciertos del ciego sin dejar jamás escapar una risa, por temor a que éste percibiera el jadeo característico de la gordura. Cada vez que atisbaba al ciego, a través del cristal de la vidriera, a punto de entrar a la tienda, Eunice inmediatamente sacaba de un cajón un frasco de colonia y se refrescaba el cuello y los brazos. Un hombre con un olfato tan acuciante podía entrever a pesar de la pulcritud el dejo aromático de 114 kilos.

4-

Un día el ciego le propuso a Eunice un trabajo a realizar un domingo. Se trataba de podar las trepadoras de las paredes de su jardín, que amenazaban irrumpir en las ventanas de la casa del vecino. El ciego prometió a Eunice una escalera para subirse allí. El amaba los trabajos de jardinería pero aquello estaba fuera de sus posibilidades.

Eunice accedió, aunque aterrorizada: temió sentir su propio cuerpo desplomándose haciendo astillas la

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