Joaquín Gallegos Lara
julios91 de Febrero de 2012
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Compartimos con nuestros amigos, la lectura de un trabajo excepcional, de uno de nuestros grandes. Y lo hacemos en momentos en que el humanismo, la ternura y la solidaridad, vuelve a nosotros de a poco, con esta gran corriente democrática en América Latina y el anhelo ferviente de cambio palpitando en los pechos de millones de gentes a lo largo del continente.
Atrás van quedando el neoliberalismo y sus estigmas; el desencanto, el quemeimportismo, el egoismo a ultranza de los grandes capitalistas y el vaciar de contenido a las artes para que se instale el formalismo pretendidamente neutral como pregonan algunos ilustres escritores instalados en ultramar, lejos de la verde latinoamérica.
Aquellas laceraciones están retrocediendo y dando paso a otras sensibilidades, a renovadas formas de ver lo social, a retomar lo gregario, los conjuntos, los abrazos. El arte en nuestro país y en otros lares de nuestra gran patria, incorpora con entusiasmo una cotidianeidad rebelde, indómita, diferente al letargo de no hace mucho. Les invitamos pues a disfrutar de este sabrozo retazo de nuestras vidas.
Joaquín Gallegos Lara
Era una especie de hombre. Huraño, solo: con una escopeta de cargar por la boca un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de te escopeta de nuestra especie de hombre.
Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras como un gerifalte.
Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a vender las plumas conseguidas. Allá le decían "Chancho-rengo".
-Ej er diablo er muy pícaro pero siace er Chancho-rengo...
Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de pulperías.
Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho-rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.
Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:
-Lo recogí de puro fregao... Luei criao donde chiquito, er nombre ej Arfonso.
-¿Por qué Arfonso?
-Porque así me nació ponesle.
Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.
Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos doscientos.
Los Sánchez eran dos hermanos. Medio peones de Un rico, medio sus esbirros y "guardaespaldas".
Y cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo se iba a su monte, lo acecharon.
Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao, caminaba.
No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el guaraguao.
Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron el fajo de billetes que creían copioso.
De pronto. Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:
- ¡Ayayay! ¡Ñaño, me ha picao una lechuza! Pedro, el otro, sintió el aleteo casi en la cara. Algo alado estaba allí. En la sombra. Algo que defendía al muerto.
Tuvieron miedo. Huyeron.
Toda la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarasca. No estaba muerto: se moría.
Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneado ciegamente le dejó un mechoncillo de hilachas de vida.
...