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Parangaricutirimicuaro

pedro45vazquez3 de Junio de 2013

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Tiempo de efervescencia y descoordinación afectiva, la adolescencia constituye un tramo clave en la formación de la personalidad, no sólo por los frecuentes traumas que condicionan a veces el ulterior curso de la vida sino, sobre todo, porque es cuando comienzan a despuntar los ideales que casi siempre impulsarán el resto de la existencia individual. Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la juventud y realizado en la madurez.

Los conocedores de la psicología evolutiva señalan la emergencia del «yo», de la autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos más característicos de la adolescencia; al tiempo que consideran que el normal desarrollo de esta conciencia de la propia identidad desemboca en el descubrimiento de la alteridad.

La integración en este territorio de más dilatados horizontes se ha complicado de una manera nueva y sorprendente a partir del final de los años sesenta. La conciencia del «yo» individual se ha exacerbado o, al menos, descompensado en toda una generación, denominada precisamente la me generation o «generación del yo».

DE «LA FIEBRE DEL SÁBADO POR LA NOCHE» A «LA FARRA»

La crisis histórica cuya fecha de partida convencional es mayo del 68 ha adquirido mayor importancia a la habitualmente concedida. Han desaparecido, en buena parte, los fenómenos más clamorosos de la revuelta estudiantil de aquellos años. Los jóvenes ya no son revolucionarios: presentan más bien un conformismo acrítico y un consumismo desbocado.

Siguen presentes, sin embargo, la resistencia a integrarse a un tipo de sociedad que consideran ajena y el individualismo que les lleva a desconfiar de la presunta capacidad de acogida de una sociedad cuya dureza materialista les desagrada profundamente.

Por eso, como ha dicho Lustiger, «los jóvenes acampan fuera de la ciudad». Si antes se entregaban a «la fiebre del sábado por la noche», hoy «la farra» prolongada hasta bien entrada la mañana triunfa también la noche del viernes y comienza a extenderse hasta el jueves.

¿Por qué, ya desde la adolescencia, los jóvenes prefieren la noche tardía, la madrugada incluso? Quizá porque es un tiempo vacío, libre de los convencionalismos de una sociedad aburguesada, con la que no se identifican. Si acaban por integrarse en ella, a edad más avanzada cada vez, lo harán en muchos casos sin grandes ilusiones, con planteamientos individualistas que raramente incluyen proyectos ambiciosos de tipo cultural, religioso o político.

Ninguno de estos fenómenos es casual o pasajero. Responden a la quiebra de todo un modelo social propio del capitalismo tardío al que se suele llamar «Estado del bienestar»: una imbricación entre Estado, mercado y medios de comunicación, en la que los medios de intercambio simbólico son el poder, el dinero y la influencia persuasiva. Las transacciones decisivas de tal configuración se producen entre poder y dinero, dinero e influencia, influencia y poder.

Estos son intercambios anónimos y, ocasionalmente, opacos. De manera que la corrupción generalizada que afecta a los países del entorno no es una especie de desajuste o trastorno pasajero, sino que está posibilitada y no pocas veces casi exigida por la propia estructuración social.

No es extraño que de manera más habitual que consciente los jóvenes descubran a temprana edad la índole descarnada y cínica de ese entramado, sientan escaso aprecio por él y teman (en lugar de esperar) su integración en un ambiente social poblado por ese tipo de personas que, a comienzos del siglo XX, Max Weber anticipó que serían «especialistas sin alma, vividores sin corazón».

A LOS JÓVENES LES FALTAN MAESTROS

La vigencia de este modelo social imperante no es fatal y sin alternativa posible. No sólo es deseable que esa configuración dé paso a comunidades más humanas y solidarias; ese cambio de mentalidad, aunque de forma escasamente advertida, ya se viene produciendo en las dos últimas décadas.

En su momento lo denominé «nueva sensibilidad», caracterizada por un avance de los factores cualitativos respecto a los cuantitativos y por la importancia concedida al mundo vital y sus solidaridades interpersonales. Las repercusiones de este nuevo modo de pensar en el ámbito social y político las he estudiado en mi libro Humanismo cívico.

El humanismo cívico propone revitalizar las comunidades ciudadanas y la activa participación en la esfera pública. Es una nueva cultura de responsabilidad cívica, opuesta tanto al estatismo agobiante como al economisismo consumista, que también rechaza el narcisismo individual, el cual lleva a no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a desentenderse de lo que antes se llamaba «bien común», hoy denominado con menor fortuna «interés general».

En mi opinión, toda promesa de formación cívica de los jóvenes se ha de plantear desde una visión del hombre y la sociedad que valore por encima del dinero, poder e influencia la dignidad intocable de la persona humana y su derecho y deber a participar en las cuestiones sociales y políticas que a todos afectan y que comprometen el futuro de esas vitalidades, estrenadas en la vertiente nueva de la juventud.

Los jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi completamente desasistidos en lo que concierne a esa preparación ética y cultural que les capacitaría, no tanto para integrarse en un tinglado mecánico y desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de regeneración social y perfeccionamiento humano. A los jóvenes les faltan auténticos maestros.

APRENDER EL OFICIO DE LA CIUDADANÍA

La formación cívica no consiste en una información teórica impartida en clases determinadas, sino en aprender el oficio de la ciudadanía: una especie de saber artesanal, un craft hecho de capacidades de diálogo, mutua comprensión, interés por los asuntos públicos y prudencia a la hora de tomar decisiones.

Es un conocimiento práctico, asequible sólo en comunidades vitales cercanas a las personas æfamilia, universidadæ, que las valoran por sí mismas y con finalidades de mejora ética y social.

Es decir, la educación cívica sólo se logra cuando los jóvenes se insertan en un ethos: en un ambiente fértil, moralmente denso, humanamente acogedor, que abra caminos para la autorrealización y suscite el entusiasmo en ellos. Es la síntesis de bienes, virtudes y normas que se entrelazan para configurar un «estilo de vida», una cultura, un modo panorámico de percibir el entorno social y el mundo físico.

No es un conjunto de reglas de comportamiento ni un artilugio pedagógico más o menos sofisticado; es vida: el poso y el peso que se depositan cuando se vive intensamente según unas convicciones que superan con mucho las convenciones típicas de la sociedad burguesa, donde lo importante es «guardar las apariencias».

LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO

Según Ratzinger, la realidad hace superflua la apariencia. Y esto adquiere crucial importancia en una sociedad poblada de simulacros, como es la «sociedad del espectáculo» en que vivimos, donde lo que se valora es el brillo, la prestada claridad, el reflejo de luces artificiales en la superficie de objetos niquelados.

En cambio, una sociedad que vive a fondo su ética y cultura no valora el brillo, sino el resplandor, la luminosidad que brota del alma al rostro, la impronta exterior de una vida interna rica y cultivada. El resplandor es natural, real y hondamente humano.

Si hoy maleducamos a toda una generación desde el punto de vista cívico, es porque les enseñamos a que valoren el brillo y ni siquiera aprecien el resplandor. Les inducimos a pensar según la razón instrumental y no les dejamos sosiego ni libertad para esforzarse en ejercitar la inteligencia meditativa.

Recapacitemos en los mensajes dominantes que reciben hoy los jóvenes. Tanto la familia como la escuela y los medios de comunicación les impulsan a valorar el éxito individual æsin advertir que, como dice Leonardo Polo, «todo éxito es prematuro»æ y les disuaden de comprometerse con empresas cuyo fin no sea triunfar, sino servir a los demás y alcanzar una vida lograda éticamente, la única que ofrece valores absolutos.

PODER DECIR TONTERÍAS EN CINCO IDIOMAS

La propia enseñanza reglada pone todo el énfasis en los procedimientos. Se habla, por ejemplo, de «aprender a aprender». Pero no se contesta ni siquiera se formula la pregunta clave: «¿Aprender qué?».

Los contenidos son lo de menos, se arguye, porque pueden encontrarse en cualquier base de datos. Lo importante es que estos adolescentes, llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las nuevas tecnologías informáticas que van a poner a su disposición inmediata todo el saber disponible en el mundo entero.

Tan vano y falso planteamiento hace cada vez más actuales los versos de T. S. Elliot: «¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que se nos ha perdido en información?».

Como decía (injustamente) el castizo Miguel de Unamuno del cosmopolita Salvador de Madariaga, «es capaz de decir tonterías en cinco idiomas». Pensemos en el gran esfuerzo y dinero invertido para que los adolescentes hispanohablantes aprendan inglés, la lingua franca del siglo XXI.

Pero no se les pregunte a esos muchachos por la política de Tony Blair, el problema de Ulster o la economía

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