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Primer Capítulo Doña Perfecta

Nataliardr16 de Enero de 2015

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Benito Pérez Galdós

Doña Perfecta

Capítulo I

¡Villahorrenda!... ¡Cinco minutos!

Cuando el tren mixto descendente, núm. 65 (no es preciso nombrar la línea), se detuvo en

la pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de

segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque

el frío penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El

único viajero de primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los

empleados, preguntóles si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como

otros muchos que después se verán, es propiedad del autor.)

—En Villahorrenda estamos —repuso el conductor, cuya voz se confundía con el

cacarear de las gallinas que en aquel momento eran subidas al furgón—. Se me había

olvidado llamarle a usted, señor de Rey. Creo que ahí le esperan a usted con las caballerías.

—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios! —dijo el viajero envolviéndose en su

manta—. ¿No hay en el apeadero algún sitio dónde descansar y reponerse antes de

emprender un viaje a caballo por este país de hielo?

No había concluido de hablar, cuando el conductor, llamado por las apremiantes

obligaciones de su oficio, marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la palabra

en la boca. Vio éste que se acercaba otro empleado con un farol pendiente de la derecha

mano, el cual movíase al compás de la marcha, proyectando geométrica serie de

ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del andén, formando un zig-zag semejante

al que describe la lluvia de una regadera.

—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda? —preguntó el viajero al del

farol.

—Aquí no hay nada —respondió éste secamente, corriendo hacia los que cargaban y

echándoles tal rociada de votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones que hasta

las gallinas escandalizadas de tan grosera brutalidad, murmuraron dentro de sus cestas.

—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa —dijo el caballero para su capote—. El

conductor me anunció que ahí estaban las caballerías.

Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa mano le tiraba suavemente del

abrigo. Volvióse y vio una oscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por cuyo

principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto de un labriego castellano. Fijóse en la

desgarbada estatura que recordaba al chopo entre los vegetales; vio los sagaces ojos que

bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejo resplandecían; vio la mano morena y

acerada que empuñaba una vara verde, y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear el

hierro de la espuela.

—¿Es usted el señor don José de Rey? —preguntó echando mano al sombrero.

—Sí; y usted —repuso el caballero con alegría— será el criado de doña Perfecta que

viene a buscarme a este apeadero para conducirme a Orbajosa.

—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca corre como el viento. Me parece

que el señor don José ha de ser buen jinete. Verdad es que a quien de casta le viene...

—¿Por dónde se sale? —dijo el viajero con impaciencia—. Vamos, vámonos de aquí,

señor... ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pedro Lucas —respondió el del paño pardo, repitiendo la intención de

quitarse el sombrero— pero me llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del

señorito?

—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas y un mundo de libros para el

señor don Cayetano.

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