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Yacare Luis Sepulveda


Enviado por   •  12 de Junio de 2013  •  10.644 Palabras (43 Páginas)  •  707 Visitas

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Yacaré

Luis Sepúlveda

Un largo adiós

El mozo se acercó al grupo de ejecutivos sentados a la larga mesa y, con movimientos rápidos, precisos, forzados por los hábitos del patrón abstemio, cambió la copa de champán por otra de agua mineral.

Don Vittorio Brunni asintió con una leve inclinación de cabeza e intentó mascullar alguna fórmula de gratitud, pero no alcanzó a abrir la boca, pues en ese preciso instante el hombre que ocupaba una silla de ruedas se inclinó hacia él y le musitó algo al oído. Entonces don Vittorio Brunni paseó sus ojos cansados por los cristales oscuros que ocultaban la ceguera de su inválido compañero.

—Me estás mirando con miedo, puedo sentirlo, no seas estúpido, Vittorio -murmuró el ciego.

Don Vittorio desvió la vista dirigiéndola a los numerosos invitados que llenaban la sala.

Los ejecutivos de Marroquinerías Brunni daban la espalda a una estructura de aluminio y cristal que servía de muro lateral a la amplia sala. Dos hojas medio abiertas precisamente detrás de ellos les permitían ser los únicos en recibir algo del aire húmedo de Milán. El resto de los presentes soportaba con estoicismo la elevada temperatura que generaban las lámparas halógenas y los focos de la televisión.

—Están esperando, Vittorio -musitó el inválido.

Don Vittorio Brunni alzó la copa y miró su contenido como si buscara en las burbujas las palabras necesarias, pero lo único que encontró en ellas fue el argumento de un largo adiós definitivo que no alcanzó a pronunciar, porque de sus labios no escapó ni una sílaba, ni siquiera de alarma o de dolor. Tan sólo se llevó la mano derecha a la nuca como para espantar un insecto inoportuno y se desplomó sobre las copas y los ‘tramessini’ de salmón.

—¡Vittorio! -exclamó el ciego de la silla de ruedas, y el espeso aroma a agua de lavanda le informó de que el jefe de sus guardaespaldas lo sacaba de allí a toda velocidad.

El comisario Arpaia acomodó sus gafas de carey y se rascó la barba de tres días. En realidad, la barba no le crecía más, pese a su insistencia y a los litros de tónico capilar con que se bañaba la cara cada día.

“¿Por qué no prueba a beberlo, jefe?”, solía sugerirle Pietro Chielli, el corpulento detective al que los colegas de la brigada criminal apodaban Il Bambino di Brooklyn.

“¿Y qué tal con tus clases de aeróbic?”, respondía Arpaia con gesto benevolente.

La mujer que ocupaba el otro lado del escritorio era decididamente bella, y al comisario Arpaia le habría gustado conocerla en otro lugar, a la salida de un cine, por ejemplo, pero ahí la tenía, en su despacho de la brigada criminal, observándolo con sus inquisidores ojos verdes.

— ¿Sabe que es muy apuesto para ser un simple comisario de policía? -comentó Ornella Brunni encendiendo un cigarrillo.

Arpaia se alzó de hombros, se avergonzó del letrero “Prohibido fumar” que colgaba detrás de su silla y se quitó las gafas.

—Señorita, con adulaciones no conseguirá nada, porque no hay nada que conseguir. Si me hace el favor de abandonar mi oficina, le prometo una vez más que la mantendré informada de cualquier novedad.

—Hace casi veinticuatro horas que mi padre fue asesinado, y usted todavía no ha movido un dedo -le increpó Ornella Brunni.

—No tenemos el menor indicio de que se trate de un crimen. Estamos esperando los resultados de la autopsia para decidir qué actitud tomar. Por favor, váyase, que tengo muchos asuntos pendientes.

—No me interesa que encuentre al o a los asesinos. Quiero que se sepa por qué lo mataron -insistió la mujer.

—Lo que usted mande. Pero primero tenemos que conocer el resultado de la autopsia. No me obligue a sacarla de aquí por la fuerza -imploró el comisario Arpaia.

La mujer suspiró, aplastó la colilla con el pie y se levantó de la silla con movimientos felinos.

Arpaia también suspiró, pero no se movió del asiento.

Apenas Ornella Brunni cerró la puerta, el comisario Arpaia alargó la mano hacia el citófono.

—¿Chielli? Doble dosis, y pronto -ordenó.

A los pocos minutos, los ciento sesenta kilos del detective Pietro Chielli ocupaban todo el marco de la puerta. En la mano derecha llevaba una taza de café y, en la izquierda, un ejemplar del ‘Il Manifesto’.

—Esa chica nos dará guerra, jefe. Lea lo que ha escrito sobre el asesinato de su padre -dijo Chielli arrojando el periódico sobre el escritorio.

—Me lo sé de memoria -contestó Arpaia bebiéndose el café de un trago.

Chielli tomó la taza vacía y escudriñó con atención el fondo.

—Tendremos visitas, jefe, y del extranjero.

—¿Cómo lo sabes? ¿De qué diablos hablas?

—Lo dicen los restos del café.

Una gitana me enseñó a leerlos.

También puedo ver el futuro,

¿Quiere saber algo de su porvenir?

—¡Ándate a la mierda con tus brujerías! -le soltó Arpaia, negándose a mirar el fondo de la taza, donde el poso premonitorio tal vez perfilara la imagen de Dany Contreras, quien, a menos de quinientos kilómetros de allí, miraba levitar los gruesos copos de nieve, arremolinados por el viento, que por momentos no le permitían ver nada más que una bruma movediza interponiéndose entre la ventana y la ciudad de Zurich.

Dany Contreras ocupaba un confortable despacho en el cuarto piso del edificio central de Seguros Helvética y se sentía a gusto allí, sobre todo en los fríos del invierno.

Contreras odiaba el frío, lo tomaba como una afrenta personal, porque sospechaba que las peores desgracias ocurren cuando hace frío. Su ex mujer, sin ir más lejos, había elegido precisamente un día de invierno para echarse un amante. Si lo hubiera hecho en verano, por ejemplo durante las vacaciones en Torremolinos, apenas habría tenido importancia, tan sólo habría formado parte de las reglas del juego estival, pero no, había tenido que hacerlo en enero. Cuando él le preguntó por qué, confiando en que ella le daría una respuesta

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