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La educación y el saber


Enviado por   •  26 de Abril de 2015  •  Tesis  •  7.495 Palabras (30 Páginas)  •  133 Visitas

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La educación y el saber

El tema de la sabiduría ha quedado en cierto modo convertido en una cuestión académica propia tal vez de los hombres del Renacimiento, pero no obstante creo que los problemas a que estamos abocados reivindican con urgencia una nueva sabiduría. Hay que formar un hombre que no sólo tenga conocimientos o saberes, sino que además haya pensado en unas ultimidades del propio ser, que es justamente lo que creo que entendemos por sabiduría. En todo caso, nos aguarda un entorno diferente al que hemos tenido o al que estamos en trance de ver desaparecer en el pasado; estamos abocados a problemas de un orden absolutamente nuevo, especialmente en cuanto al dominio de la naturaleza del hombre por el hombre mismo, y, consiguientemente, hay una serie de cosas que deberíamos pensar en conexión con el amplio concepto de la educación.

Estas reflexiones se sitúan explícitamente dentro de un marco bien definido que es el campo de la reflexión antropológica que ha realizado la Escuela de Madrid, es decir, las ideas de Ortega y de

Marías.

Desde la perspectiva de esa filosofía de la vida, o de la razón vital, el problema de la cultura y el problema del saber son, desde su raíz, problemas estrictamente vitales: el saber no es un elemento accesorio al hombre, no es algo de lo que el hombre pueda prescindir como si se tratase de un adorno, sino que la cultura y el saber son, en su raíz misma, instrumentos para la vida, requeridos por ésta. Una famosa frase de Ortega en las Meditaciones del Quijote fue, según la que se salva la circunstancia y, “si no la salvo a ella, no me salvo yo”; en definitiva, para Ortega salvar la circunstancia quiere decir interpretarla, darle sentido, integrarla dentro de lo que es el proyecto de vida del hombre y, por consiguiente, hacer que los elementos de ese entorno funcionen con sentido, con significación. Pero resulta que justamente eso mismo es también la condición inexorable para que yo me pueda salvar, es decir, para que yo pueda llevar a cabo el tipo de acción mediante la cual puedo realizarme, puedo conquistar mi más efectiva, mi más verdadera plenitud.

De este modo, el problema del saber y de la educación se plantean desde el punto y hora en que el hombre se manifiesta como una realidad que no está acabada, sino que es modificable, es plástica, y además va acumulando experiencia y se va autodeterminando. Así que toda esta reflexión es posible precisamente porque el hombre es, en sentido esencial, un ser educable.

Por otra parte, el mundo en el cual tenemos que hacer la vida es un mundo cambiante, por lo que el plano del mismo, es decir, el conjunto de conocimientos e ideas con que nos referimos a él tiene forzosamente que cambiar. Nos movemos en una realidad que es, en el sentido que daba el propio

Bergson a estos términos, “evolución creadora”. Nos hallamos sumergidos en una realidad emergente en la que, por decirlo con el verso de Machado, “no está el mañana ni el ayer escrito”; dejemos ahora el ayer, que plantea otras cuestiones, y digamos que el mañana no está escrito, lo que nos lleva a asumir la necesidad de disponer de conceptos, de elementos interpretativos con los que poder enfrentarnos a un futuro que, por no estar determinado, se presenta como un riesgo para el hombre.

En cierto modo, esa meta del ajuste del hombre con su mundo es lo que podríamos llegar a concebir como una visión del hombre sabio, del hombre pleno, del hombre logrado. Si pensamos en el ideal del uomo universale que existió en el Renacimiento, o en lo que han sido los grandes filósofos y científicos del Barroco, como Leibniz o como Descartes, es evidente que, en nuestro tiempo, se ha tendido a sustituir esa figura por aquella que Ortega llamó hace ya muchos años el “bárbar especialista”; es decir, nos hallamos en un mundo en donde la capacidad de tener un conocimiento universal y una riqueza conceptual que abarque todas las esferas de la actividad del hombre y todas las esferas del mundo de la naturaleza nos parece no ya imposible, sino incluso diría también que no deseable. En nuestro tiempo, hay una tendencia muy visible en algunos pensadores a rechazar lo que durante mucho tiempo hemos llamado el espíritu de la Ilustración; se ha tratado con poco respeto lo que ha sido el tremendo esfuerzo que el hombre hizo desde el siglo XVIII para ordenar racionalmente el mundo y, mediante un cierto gesto de suficiencia, intentamos desentendernos de aquello. Yo no puedo dejar de relacionar la Ilustración con un pequeño objeto familiar, una medalla de Isabel II, que siempre estimé y en ocasiones he usado, que era de mi abuelo, catedrático de un instituto en el siglo XIX, y en cuyo reverso aparece un sol con leyenda que dice: Perfundet omnia luce, es decir, “Todo queda clarificado con la luz”. Ése fue justamente el sentido de la Ilustración y ése fue también el sentido que tuvo el famoso mandamiento kantiano para el hombre de “atrévete saber”, porque el destino de la Ilustración implicaba que el hombre y la acción del hombre buscaran introducir la luz en todas las esferas de la vida. Por tanto, la Ilustración no era sin más —como a veces parece que se quiere pensar— la posición dictatorial de quien cree que con la razón va a imponer una estructura en forma imperialista, como Napoleón o Gengis Khan hayan podido hacer en el mundo social; no se trata de una imposición, sino de que la luz, al introducirse, deje que las cosas cobren su figura y su apariencia, dando así los brillos y las reverberaciones adecuadas que nos lleven a conocer lo que nos rodea, y así saber cuáles son las operaciones que ahí podemos llevar a cabo.

Cuando se trata de introducir en la cultura y en el hombre esa luz, no se puede dejar de pensar que el ámbito humano viene definido por una condición que nuestro tiempo ha puesto en el primer término de la reflexión: el mundo del hombre es el mundo de la persona. En este contexto, me gusta recordar el diálogo que mantiene el padre que lleva a su hijo al colegio en los Diálogos de Luis Vives. Es bien sabido que Vives escribe en el siglo XVI unos diálogos para que los muchachos aprendan un latín vivo, en relación con las cosas. Por ello presenta a los muchachos que van a jugar a la pelota, o los que van al mercado, o el padre que lleva al hijo al colegio; y este padre, cuando se acerca a la escuela y habla con el maestro, le dice: “Aquí os traigo a mi hijo para que de bestia le hagáis hombre” —donde se ve que ésa es la función de la escuela, convertir a la pequeña bestezuela que lleva el padre en un hombre hecho y derecho—; y el maestro entonces le dice: “Se hará, de bestia se volverá hombre; de malo, bueno y hombre de bien; de esto no os quepa ninguna duda “, y añade además una precisión que no

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