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VOLVIÉNDONOS A ELLOS


Enviado por   •  22 de Julio de 2013  •  12.232 Palabras (49 Páginas)  •  193 Visitas

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VOLVIÉNDONOS A ELLOS

E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.

Lucas 1:17.

Esta profecía citada por el evangelista Lucas, está registrada en el libro de Malaquías, y dirigida a los hombres del tiempo final; para aquellos que vivirían en una época previa al gran día del Señor, es decir, muy probablemente, para nosotros.

Dice el profeta que se necesita el espíritu y el poder de Elías, o sea, la unción del hombre más poderoso del antiguo testamento, con la finalidad de realizar un solo y gigantesco milagro, un prodigio sin igual que es: ¡volver el corazón de un padre hacia su hijo! Malaquías no estaba hablando de hacer caer fuego del cielo, de destruir a trescientos profetas de Baal, de resucitar una niña o de traer lluvia en medio de la sequía; ¡no! Él estaba esperando un milagro aún más grande que esos, un prodigio que requería toda aquella unción y poder; Él estaba hablando de hacer volver el corazón de un hijo hacia su padre y de un padre hacia su hijo, nada más y nada menos.

Ese es el poder y la unción necesaria para lograr que un predicador, un pastor o un evangelista, de este tiempo, dejen por un momento el ministerio, y se sienten a conversar con sus hijos. Se necesita toda aquella gloria para que estos siervos del Señor por un momento paren su oración por las “almas perdidas” y tengan misericordia de su propia descendencia.

Los últimos 20 años he estado al lado de hombres consagrados, predicadores y maestros, gente de Dios para quienes la Obra del Señor era lo más importante, algunos de los cuales, a la mitad de su vida tuvieron que dejar el ministerio para dedicarse a rehabilitar a sus hijos, trabajando arduamente para pagar las terapias con el anhelo de sacarlos del alcoholismo o la drogadicción. He visto madres que servían en sus iglesias junto a sus esposos con toda pasión y denuedo, pero que ahora están solas, sin esposo, con dos o tres hijos alejados del Señor; sin alguien que les aprecie, sin nadie que les sustente, sumidas en la depresión. He visto el drama de los hombres y mujeres de Dios que no supieron formar a sus hijos y cuando se dieron cuenta que les faltaban las fuerzas porque estaban ya envejeciendo, regresaron a ver a su familia y se encontraron con jóvenes raros, traumados, que crecieron con dogmas y sin explicaciones, con restricciones y sin consideraciones, para quienes una de las cosas más tristes de su vida fue haber sido hijos de un pastor. No encontraron a su familia sino a los escombros de ella; nadie quien les diga: gracias papá, gracias mamá; nadie quien les diga: lo hicieron bien.

Esos jóvenes, hijos de siervos de Dios, muchas veces son voces silenciosas a quienes nadie quiere oír, porque se supone que teniendo los padres que tienen, deben estar bien, sin problemas ni tentaciones. A riesgo de parecer extremista y apasionado en presentar mi argumento, me permito aquí transcribir parte de una carta escrita por la hija de un pastor:

…Acabo de cumplir los dieciocho años de edad y soy la segunda hija de un pastor protestante, un hombre bueno, totalmente convencido del ministerio al cual el Señor le había llamado. Nunca supe por qué mis padres no estuvieron cerca de mí, el día en que, a mis cinco años fui ultrajada en mi propia casa por un primo que en aquel tiempo tenía doce. Empecé a deprimirme, me volví una niña introvertida, solitaria y agresiva que no podía relacionarse con los demás. Conforme crecía mis trastornos psicológicos crecían también; a los diez años le temía a la noche porque veía sombras, escuchaba voces, tenía pesadillas. Las enfermedades me atacaban y siempre adolecía de algo; mi cuerpo era frágil y mis defensas bajas. Ningún médico pudo diagnosticar mis enfermedades y mucho menos encontrar la medicina que necesitaba.

A partir de los trece años empecé a desarrollar un odio enfermizo por los hombres; odiaba a aquel primo que me había hecho daño, odiaba a los amigos de mi padre, a los profesores de mi colegio y para agravar todo lo que me ocurría, empecé a odiar a Dios. Yo decía que Él tenía la culpa de todo lo que me estaba pasando.

En mi rebeldía empecé a competir con aquellos hombres a quienes odiaba y me convertí en uno de ellos; hablaba malas palabras, me vestía como varón, juagaba futbol y peleaba. Un día me fijé en una chica que me pareció atractiva y empecé una estrecha amistad con ella, pero esto me llevó a conocer a su dios y a participar de su fe; ella pertenecía a un grupo satánico y me enseñó a interactuar con los espíritus inmundos.

Mientras mi relación con el satanismo crecía yo me iba sumiendo en más vicios. Me volví adicta a la pornografía y al alcohol. Por ese tiempo los demonios empezaron a manifestarse físicamente ante mí hasta que, literalmente llegaron a violarme; fue un acto tan denigrante y horrible que anhelaba morirme. Esto empezó a repetirse y en lugar de defenderme me quedaba inmóvil y no hacía nada, ni siquiera les avisé a mis padres porque me daba vergüenza de mi misma y me sentía culpable. A veces intentaba contarle a alguien lo que me pasaba pero la culpabilidad me dominaba y enmudecía. Pasaban los meses y las visitas de los demonios se hacían cada vez más frecuentes; me ultrajaban de una manera tan real como si hubiera habido una persona allí; me herían y me insultaban pero me era imposible reaccionar. La tristeza invadía mi vida, y mis depresiones se volvieron crónicas; mis padres, profesores y amigos atribuían mi conducta a los conflictos de la edad.

Una madrugada, antes de que los espíritus vengan a hacerme daño, recordé que mis padres muchas veces hablaban de que ante los ataques de las tinieblas debemos clamar a Dios en el nombre de Jesús. Aunque odiaba a Dios y no le tenía confianza, esa madrugada empecé a clamarle y a llorar, mientras mi corazón se derramaba delante de él, confesaba mis pecados y pedía perdón y misericordia y entonces ¡Él me respondió! No escuché una voz del cielo ni tuve ninguna manifestación sobrenatural, solamente supe que Él escuchó mi clamor y me respondió. Desde esa misma noche ya pude dormir tranquila.

Fue en ese mes cuando mis padres decidieron ir a una ciudad llamada Reno, en el estado de Nevada, para apoyar allí a los pastores de una nueva obra que se había levantado. En esa ciudad me entregué por completo a Jesús y los cambios empezaron. Iba todos los días al templo, oraba y estudiaba la Palabra de Dios porque yo quería

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