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Cutervo


Enviado por   •  13 de Julio de 2015  •  Síntesis  •  5.916 Palabras (24 Páginas)  •  146 Visitas

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Tras el arrasador éxito de sus estudios y publicaciones sobre la inteligencia emocional, Daniel Goleman ha optado por dar un giro en el enfoque de su investigación, abandonando por un momento la psicología unipersonal para abordar un nuevo paradigma de esta ciencia, cuyo centro de atención no es el individuo aislado, sino los sujetos que entran en relación. En este libro, Goleman explora el correlato de esta “psicología interpersonal” en el campo de la neurociencia, y encuentra abundantes evidencias sobre la forma en que nuestra configuración cerebral condiciona nuestras relaciones sociales, al tiempo que estas moldean y configuran nuestro cerebro.

Hoy por hoy, la ciencia se encuentra en disposición de dar respuesta a muchas de las incógnitas del cerebro. Gracias a la resonancia magnética, los científicos han obtenido imágenes increíblemente detalladas del cerebro que, al ser proyectadas en la pantalla de un ordenador, permiten identificar las regiones cerebrales que se activan durante una determinada actividad o interacción social. Así, con la posibilidad de cartografiar las diferentes regiones cerebrales que intervienen en las dinámicas interpersonales, se empiezan a desvelar los mecanismos neuronales que intervienen en las diferentes situaciones de nuestra vida: comenzamos a saber qué ocurre en nuestro cerebro cuando oímos la voz de un amigo o cuando experimentamos un arrebato de pánico escénico.

Sin embargo, el descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro cerebro está programado para conectar con los demás: y es que cada vez que dos o más personas se encuentran o se comunican, en sus cerebros se inicia una suerte de danza emocional. Ciertas regiones se activan, se segregan ciertas hormonas y ciertas conexiones neuronales se disparan. En su conjunto, este sutil “tango de sentimientos” será más o menos armónico según el tipo de conexión existente entre las personas en cuestión. Ahora bien, a medio y largo plazo, estas relaciones sociales no solo irán esculpiendo la forma, el tamaño y el número de neuronas de cada sujeto, sino que irán influyendo silenciosamente en su carácter, en su biología e incluso en su salud.

Las personas que nos rodean tienen la capacidad de moldear y definir nuestros estados de ánimo y nuestra biología, al tiempo que nosotros ejercemos una influencia análoga en ellos. Esa comprensión profunda del influjo que las relaciones tienen en nuestra vida y en la de los demás da origen a lo que puede llamarse la “inteligencia social”, cuyo desarrollo exige, a un mismo tiempo, conocer la forma en que funcionan las relaciones y comportarse adecuadamente en ellas. Una persona socialmente hábil podría, como lo hace un luchador de jiu-jitsu, reconocer las energías emocionales hostiles y orientarlas para que se tornen positivas.

Programados para conectar con los demás

Retroceda unos cien mil años e imagine a una especie tan frágil como la nuestra enfrentada a la inminente amenaza de ser devorada por criaturas enormes, salvajes y hambrientas. Si a algo le podemos atribuir el hecho de haber sobrevivido a un escenario tan adverso, es a la capacidad de nuestros ancestros para organizarse entre ellos. Si a esto le sumamos la evidencia de que la evolución de nuestra especie responde principalmente al desarrollo complejo de nuestros cerebros, no resulta descabellado suponer que ese órgano gris y viscoso haya desarrollado todo tipo de medidas para favorecer la comunicación con los otros y lograr la supervivencia de la especie. De hecho, algunas observaciones científicas de los macacos han encontrado que los más sociables son los que tienen más probabilidades de sobrevivir.

La capacidad de los homínidos para comunicar a los demás la presencia de un peligro y transmitir ágilmente las señales de alarma sería, por lo tanto, una cuestión de vida o muerte. Al parecer, la respuesta evolutiva a esta necesidad consistió en orientar la mente humana para que estuviese en interacción continua e invisible con las mentes de los otros. Miles de años antes de que surgiera el lenguaje verbal, el cerebro habría generado una serie de mecanismos para facilitar la comunicación entre individuos y poder, entre otras cosas, diversificar la vigilancia del grupo ante las amenazas latentes del entorno.

Una de las formas en que el proceso evolutivo logró este cometido consistió en permitir que el cerebro de cada individuo leyera rápidamente las emociones de sus compañeros y así, por ejemplo, cuando alguno experimentara temor, esta sensación se difundiera entre todos y propiciara las consiguientes reacciones defensivas de ataque o de huida. En efecto, los escáneres cerebrales han constatado que la amígdala sólo requiere entre dos y tres centésimas de segundo para registrar las señales del miedo en el rostro de otra persona.

Una herramienta muy recurrente en los estudios neurológicos de esta naturaleza consiste en analizar el cerebro de las personas con deficiencias sociales para rastrear el origen de las mismas. Por eso se han dedicado muchos esfuerzos al estudio de personas con síndrome de Asperger, una variante del trastorno autista en la que el sujeto no tiene capacidad de comprender lo que está pasando por la mente de otra persona y desvelar sus intenciones o sentidos ocultos y, en consecuencia, es incapaz de detectar una ironía, de comprender el humor o de percibir la malicia. Al comparar los cerebros normales con los de estas personas, a quienes en esencia les ha sido negada la posibilidad de la empatía, los científicos han identificado algunas diferencias que les permiten ubicar los circuitos en los que se asientan las distintas formas de inteligencia social.

Hace pocos años, un neurocientífico italiano llamado Giacomo Rizzolatti descubrió la existencia de lo que denominó “neuronas espejo”, que reproducen las acciones que vemos en los demás y emiten un impulso de acción para que las imitemos. Estas neuronas, que constituyen un claro legado de nuestra milenaria evolución y que presentan disfuncionalidades en personas con síndrome de Asperger, nos permiten entender lo que sucede en la mente de los demás sin tener que apelar a los razonamientos conceptuales, sino mediante la simulación directa del sentimiento que identifican en el otro. Y el que algunas de estas neuronas se ubiquen en el córtex prefrontal, cerca de aquellas que controlan el lenguaje y el movimiento, explica nuestro impulso natural a imitar las palabras y las acciones de los otros. En ese sentido, las neuronas espejo constituyen una expresión neurológica de aquel adagio según el cual “cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo”.

Como han corroborado infinidad de estudios neurológicos y de pruebas empíricas, las emociones son contagiosas. En la interacción humana se produce un continuo feedback

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