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Los Funerales De La Mama Grande

numero3410 de Septiembre de 2014

624 Palabras (3 Páginas)316 Visitas

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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Los funerales

de la

Mamá Grande

EDITORIAL SUDAMERICANA

BUENOS AIRES

La siesta del martes

El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de

banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la

brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho

camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al

otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con

ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas

blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la

mañana y aún no había empezado el calor.

—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.

Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la

locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su

lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer

y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto,

alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y

pobre.

La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado

vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo

pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la

columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el

regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad

escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin

pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la

sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin

curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de

madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La

niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo

de flores muertas.

Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso,

medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico

una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y

pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud

en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro

lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dejó de comer.

—Ponte los zapatos —dijo.

La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el

tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se

puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

—Péinate —dijo.

El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del

cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el

tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los

anteriores.

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