Guandure - Huancabamba
Miguel Angel Portocarrero SembreraEnsayo2 de Diciembre de 2015
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GUANDURE
Lambayeque 08 de agosto 1995
Señor:
RICARDO LA TORRE ALVARADO
Estimado Ricardo:
Después que salimos de la G.U.E San Miguel de Piura, han sido muy pocas veces que hemos tenido la oportunidad de conversar a pesar de mis repetidos viajes a Huancabamba.
Nos conocemos contigo casi todos los años que tenemos. Algo de amistad tiene que haber quedado después de tanto tiempo.
Te escribo esta carta para agradecerte algunos buenos comentarios que has tenido sobre mi cuento “GUANDURE” y para enviarte ocho cuentos más a sugerencia de mi hermano “Neyo” y con la esperanza de que puedas publicarlos juntos o parcialmente. Sé que podrías hacerlo y tengo entendido que algo le has sugerido a mi hermano en tu condición de jefe del INC.
Te agradezco esta deferencia y esta inmerecida importancia que le das a lo que escribo.
Si puedes darle a este viejo escribidor la satisfacción de saber que no es el único que lee sus cuentos y poemas, te lo agradeceré siempre.
Cualquiera que sea el destino de los cuentos que te envió, por favor házmelo saber a la siguiente dirección:
Av. Augusto B Leguía # 230
Lambayeque.
Tengo el teléfono 074-28-2551 en Lambayeque si me tienes alguna noticia escribe por correo, preferentemente ya que acá en Lambayeque no hay agencia de viaje por su cercanía a Chiclayo, o en todo caso llámame. Si no me encuentras yo te estaría devolviendo la llamada te envío saludos respetuosamente a tu familia y amigos
Tu amigo:
Rigoberto García Labán
GUANDURE
Era el mes de octubre. No es fácil olvidar este mes con eso de las procesiones y los hábitos morados. Era tarde, noche ya, cuando con mis pensamientos a cuestas me iba acercando, paso a paso, a mi casa escondida, entre dos falques viejos y secos, a un lado dela parcela que me tocó cuando se dividió la cooperativa.
Mi viejo me contaba cuando niño, allá en Piura, que los serranos le echaban guandure a sus chacras para que los extraños no se coman las cosechas y hasta los pájaros y las ratas se caían muertos cuando se comían la cosecha con guandure. Me contaba que tenían Colambo, que era como una culebra grande que les hacía guardianía en las chacras, de día y de noche. Decía él que cuando era niño se fue con unos amigos a robar cidras, que eran unos frutos como tumbos pero más duros y que adentro tenían un limón. Decía que saltaron la cerca de piedra y méjicos y se pusieron a comer las cidras. Contaba mi viejo que no se podían parar después de habérselas comido, porque como que les pesaba el cuerpo y se zurraron en los pantalones.
Yo iba recordando todo eso mientras caminaba a mi casa y ya casi llegando, oscuro estaba para entonces, allí a unos metros de los faiques como que me esperaba un hombre, parado él, mirándome, supongo. Ni un palo cerca, ni piedras, porque no era conocido. Medio que frené el paso.
- ¿Qué hace allí parao? Oiga- le dije.
- Tú eres Juan Yarlequé? - me contestó
- Sí. Y usted quién es?
- Me llamo Samuel Chasquero, me ha mandado tu papá, me ha pagado los pesajes para que venga a verte desde Huancabamba. Yo no he conocido y preguntando, me ha agarrado la noche por aquí. He tocado la puerta pero no hay gentes adentro.
Raro era que yo viniera pensando en mi viejo y ese hombre allí esperándome.
Abrí la puerta de mi casa, lo hice pasar, oscuro como estaba, y prendí la lámpara. Lo pude entonces ver más claro, él era como un serrano de Ayabaca, tenía poncho de lana que le llegaba más abajo de Las rodillas, una de las puntas tocaba el suelo. Usaba llanques ajustados a sus pies coloraos y con las dos manos sostenía una alforja grande. Nunca había visto una alforja tan grande. Era viejo el hombre, pero duro y bien parao.
- Acomódese - le dije - cómo está mi papá y qué encargo le ha hecho.
Yo lo conozco a tu papá de años, él viaja siempre a Huancabamba. Yo soy de allí. Me contó hace unos días que tenía un hijo natural por Tambogrande, que no andaba bien. Y me dijo, yo te pago el trabajo, tú eres buen maestro, anda y levántale la suerte. Y me vine sin conocer, para quedar bien con el amigo.
Era bueno el hombre, se notaba y por lo que me dijo, era brujo. Estaba callado y miraba para fuera como si lo llamaran.
Salimos de la casa sin ponernos de acuerdo y nos sentamos a mirar el oscuro.
- Por aquí no llueve - me dijo - todo está seco.
Le conté que acá en Tambogrande comenzamos a sembrar en noviembre, cuando llueve en la sierra, que sembrábamos arroz, otros algodón, maíz, sorgo y por julio agosto las tierras se quedaban secas, sin siembra.
Me contó que él tenía una chacra en la faldita de un cerro, cerca de un ojo de agua y que sembraba ollucos, ocas y que cuando el tiempo era bueno sembraba trigo.
Hablamos mucho sin mirarnos, como si cada uno intentara confesarse al silencio, a la oscuridad. Yo me pude imaginar la choza de pencas y de magueyes en donde vivía don Samuel Chasquero y su familia allá en Huancbamba. Me pude imaginar el viento helado de la puna y la lluvia cayendo en los surcos abiertos con yuntas y el arado de palo saltando entre las piedras. Imaginé el caballo negro dando vueltas sobre el trigo cosechado y los viajes a la ciudad por caminitos angostos, como soguitas abandonadas entre los cerros.
Los murmullos de mi familia regresando de la procesión nos hizo regresar con la lamparita de mi casa.
Comimos todos en silencio.
- Ya serán las diez - me dijo don Samuel Chasquero - hay que aprovechar la candelita para hervir el remedio. Ya todo está pagado, yo tengo que regresar mañana al medio día.
Estaba disponiendo que se hagan las cosas. No me preguntó si quería o no. Me pidió un plato y sacó unos frutos verdes, largos y me dijo:
- Se llama huachuma, San Pedro le dicen en la costa.
Los peló y los hizo pedacitos como para fresco y los puso a la olla.
Como una hora estuve callado.
- Hay que salir para fuera - me dijo después de un rato.
Alzó su alforja y nos fuimos a la noche, junto a los faiques, nos sentamos. Sacó como una manta pequeña y la tendió en el suelo. Sobre ella fue colocando imágenes, piedras, estampitas, espadas, fotografías, conchitas de choro, caracoles, un rosario y un gran crucifijo al centro. Chorreó de la olla unos pocos del remedio a los jarros y me dijo que tome. Ambos bebidos el líquido tibio, amargo, espeso y nos sentamos otra hora supongo.
Después nos perdimos en el tiempo, ya no era posible calcular ni horas ni minutos. El tiempo nos envolvía con la oscuridad y estábamos lejos, en otro lugar.
Mi mente llegó hasta la fiesta de mi compadre Pedro Troncos, todos bailaban, borrachos, saltaban, gritaban. Tenían la música metida en el cuerpo.
Y así estaba al lado de los faiques de mi casa, en plena oscuridad, en pleno silencio, bailando solo.
- Siéntate Juan - escuché que me dijo don Samuel Chasquero y sonó su voz como un despertador de reloj en aquel silencio. Me senté confundido, mirando.
- Tú estás bien Juan - otra vez hablando don Samuel Chasquero - tu plata se la están comiendo los médicos. Hay un ojc de agua, cerca de aquí, allí amarras tu vaca, allí comenzó todo.
Allí fue donde por primera vez hizo convulsiones mi hijo mayor. Qué mirada Dios mío. Qué manera de no entender nada. Qué castigo más duro para un padre que quiere dar la vida por su hijo y no puede. Luego otra vez, y otra y otra. Y la Julia muriéndose con el hijo muriéndose.
- Juan - fue el grito desgarrador que hizo pedazos el silencio, como de alguien que se cae a un abismo y en el grito pide ayuda y se despide. Era la voz de Julia, mi mujer, llamándome en el grito desesperado, hiriente como un cuchillo. Me paré como un loco al que desatan y empecé a correr. Sin embargo, una mano dura como acero me detuvo. Quise soltarme pero fue inútil.
- Es un sueño Juan, ya pasó, ya pasó - nuevamente la voz de don Samuel Chasquero, nuevamente el silencio, la confusión y mucho más silencio.
Entre las sombras lo vi atareado en cuclillas, haciendo trocitos de algo que echaba a un caracol. Luego me llamó y me dijo "Hay que levantar". Sacó del caracol como una masa que escurrió en la concha de un chorito que me entregó.
- Levantemos - me dijo y ambos sorbimos el líquido por la nariz. Me ardía hasta el alma. Don Samuel Chasquero cogió un sable de su mesa en el suelo y comenzó a herir al viento por todos sus costados. Y escupía como para planchar. Con el mismo sable me frotó todo el cuerpo, de la cabeza hasta los pies.
Ya no recuerdo más hasta que comenzó el amanecer. Seguramente me había dormido. No sé si también don Chasquero. Pero cuando desperté él estaba allí observándome, tenía tres choritos en la mano y los tiró al suelo como quien juega con dados.
Se quedó mirándolos un rato y su mirada se hizo más intensa conmigo, como si estuviera midiéndome las fuerzas.
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