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EL HABLADOR MARIO VARGAS LLOSA.


Enviado por   •  16 de Mayo de 2013  •  2.613 Palabras (11 Páginas)  •  620 Visitas

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La crítica que se ha ocupado de El hablador (de 1987) ha tocado dos asuntos: primero, las rupturas internas de la nación-estado peruana contemporánea por la co-presencia conflictiva y desigual de mundos culturales heterogéneos; y, en relación con el primer problema, el autorretrato del escritor latinoamericano moderno en vínculo especular y nostálgico con su contracara tradicional, el narrador oral. En estas páginas, quiero leer esta novela en polémica con una línea muy influyente de la narrativa latinoamericana del siglo XX: el linaje de los llamados “narradores transculturados”, etiqueta del crítico uruguayo Ángel Rama para un conjunto de escritores que transformaron el rostro del indigenismo a partir de la segunda mitad del siglo pasado: José María Arguedas, Miguel Ángel Asturias, Rosario Castellanos, entre varios otros.

El hablador es una novela crítica respecto de las posibilidades de renovación y supervivencia del indigenismo. Este hecho nos lleva a pensar en un ensayo de Vargas Llosa sobre el mismo asunto: La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (de 1996). Mi presentación surge de una pregunta: ¿por qué será que, en su libro, Vargas Llosa jamás alude a Rama, pese a su indudable importancia? Mi respuesta es que, en realidad, sí lo considera, le responde y pretende refutarlo: El hablador es el vehículo de su respuesta.

El concepto de transculturación narrativa es una de las categorías más fértiles del pensamiento teórico de nuestro continente. En Transculturación narrativa en América Latina (de 1982), Rama plantea que la cultura latinoamericana posee una energía reformuladora y transformadora, que opera sobre dos matrices culturales: la tradición heredada del pasado de la propia cultura latinoamericana, en la cual lo indoamericano es el componente esencial; y las aportaciones modernizadoras de la cultura europea. La transculturación narrativa, es decir, la que atañe a la prosa, ocurre en tres niveles distintos: la lengua, la estructura y la cosmovisión. Resulta evidente que, en El hablador, los tres niveles ofrecen sitios de intersección creativa de lo occidental y lo tradicional: así lo testimonian la lengua “reelaborada” de Mascarita, la estructuración contrapuntística, y la reescritura de la mitología machiguenga. Sin embargo, sería anacrónico considerar la novela de Vargas Llosa como una “novela transculturada”. Pese a ello, tal vez sí podamos encontrar en ella una interpelación de la productividad literaria y cultural de la narrativa transculturada.

El argumento de la novela nos la presenta como una historia de reencuentros y compensaciones: las recompensas de la ficción, frente a las limitaciones de la que Vargas Llosa llama “realidad-real”, ocupan el centro de la escena. El texto al que el lector accede es la obra de un narrador innominado, que se encuentra en Florencia y desde allí evoca distintos capítulos de su amistad con un viejo compañero de la universidad: Saúl Zuratas, alias “Mascarita”, estudiante de etnología. Lo que une a estos dos camaradas es un recurrente tema de discusión: la cultura machiguenga, una etnia compuesta por desperdigados grupos nómades que se desplazan por las regiones más apartadas de la selva peruana. El escritor recuerda que los machiguengas fueron poco a poco convirtiéndose, para Mascarita, en una obsesión, a tal extremo que sus continuos viajes a la Amazonía terminaron por afectarlo más allá de lo esperado. En un determinado momento, este amigo desaparece de Lima; se esfuma por completo, como los personajes de Paul Auster. Pasan los años, y la relación del escritor con los machiguengas prosigue por una ruta diferente: no sólo realiza dos viajes a la selva para saber más de ellos, sino que lee todo lo que encuentra a su paso para informarse más acerca de la etnia, que ha entrado en un irreversible proceso de aculturación. Sus viajes e investigaciones se descubren, más pronto que tarde, como los síntomas de una preocupación tan duradera y un interés tan apasionado como los de Mascarita: los que el escritor desarrolla por los “habladores”, una curiosa institución de narradores orales trashumantes que parece sobrevivir, como un vestigio de otros tiempos, entre los machiguengas. Estos “habladores”, contadores de cuentos que viajan relatando historias, mitos y chismes, le tienen deparada otra sorpresa: más de veinte años después de la desaparición de Mascarita, el escritor cree saber que éste ha realizado un “pasaje cultural” y se ha metamorfoseado en uno de esos habladores que tanto lo enardecen. Este descubrimiento permanece, siempre, en el plano de las conjeturas, lo cual no impide que el escritor produzca un texto -la novela que el lector tiene entre manos- donde dicho pasaje cultural se da por cierto, y donde se brindan versiones posibles de las historias relatadas por tan peregrino hablador “transculturado”. De hecho, los capítulos pares reconstruyen imaginariamente los relatos del hablador.

Es innegable que en esta novela presenciamos la interacción de dos voces narrativas: la de un primer narrador -el anónimo narrador autoficcional, al que insensiblemente identificamos con Vargas Llosa -, y que abre el relato en su primera línea; y la del segundo sujeto de enunciación que le toma la posta en los capítulos pares, y que no tarda en revelarse como una versión ficcionalizada de Mascarita. Contra lo que podría asumirse, la interacción entre narradores no moviliza un diálogo ni un contrapunto de perspectivas análogas, desde que la voz de Zuratas, personaje inventado a partir de una amalgama de recuerdos y fantasías, se descubre rápidamente como un artificio ficcional “inventado” por el primer narrador. Dicho de otro modo, el núcleo de esta novela altamente autorreflexiva está dado por una de las decisiones narrativas básicas que debe asumir todo novelista: la creación de una voz, una entonación, un punto de vista.

Resulta evidente que el hablador y el escritor pertenecen a un mismo gremio. La hipótesis no resulta extraña, después de precisar que el problema que le interesa explorar al primer narrador de la novela a través de la creación de un “Mascarita personal”, es el lugar del “productor de ficciones” en relación con su comunidad. La fascinación que Mascarita ejerce sobre su viejo amigo nace de la profunda hermandad que los une. Esta hermandad descansa en una vocación compartida: para este escritor obsesionado con los habladores machiguengas, tanto el rol del escritor como el papel del hablador remiten a una misión específica y excluyente, un sacerdocio secular de estirpe flaubertiana: se trata, pues, del mito del escritor moderno como artesano, un modelo que, en América Latina, se entremezcló con la figura del “escritor comprometido”, capaz de dar voz al “otro” o, al menos, de hablar en su

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