Las chilenitas
flipiBiografía12 de Julio de 2011
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Capítulo 1: Las chilenitas. Es posible imaginar a Mario Vargas Llosa releyendo a Los jefes, Los cachorros y La ciudad y los perros, sus libros sobre los días azules de su juventud limeña, para ambientarse temáticamente buscando recobrar un tono, los matices de una voz vinculada al alma de esa época, y de esa manera poder escribir este primer capítulo en que recorremos de nuevo a la festiva Lima, del verano de 1950; de manera especial el barrio Miraflores, cuando descubrimos a la niña mala:
"Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica -la pelirroja Seminauel-y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas." [2]
En este primer capítulo, asistimos a la idealización de un mundo, a la fundación de los mitos íntimos y los horizontes vitales de Ricardo Somocurcio, así como de su generación.
"Desde que tenía uso de razón soñaba con vivir en París. Probablemente fue culpa de mi papá, de esos libros de Paul Féval, Julio Verne, Alejandro Dumas y tantos otros que me hizo leer antes de matarse en el accidente que me dejó huérfano". (P.15)
"…Se rió de buena gana cuando me preguntó por mis "planes a largo plazo" y le respondí: "morirme de viejo en París". (P. 41)
Este ámbito inaugural del primer capítulo configura un personaje que vive en presente, como los animales, en ese estado inocente, edénico, propio de la infancia y de una adolescencia en la que aún el peso de la existencia no se hace sentir del todo: Valses, polcas, mambos y huarachas. Esa dimensión del tiempo que en la memoria de quienes la vivieron seguirá estando "más allá del mundo y de la vida" (P. 10), un estado mental gregario de, casi, absoluta confianza en el mundo. El narrador-protagonista revive su entrega panteísta:
"Aquel fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con su orquesta de doce profesores a animar los bailes de carnavales del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza del cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes." (P. 9)
Un estado de entusiasmo (arrobamiento) generacional que surge porque quienes lo viven aún no son sujetos de la Historia social de su comunidad. Sólo son protagonistas de su historia personal. Aún están al margen de esa Historia que, tarde o temprano, les impondrá pragmatismos, roles y obligaciones, originados en esas estructuras sociales que, en muchas de sus novelas, han sido objeto de representación, crítica y denuncia por parte de Vargas Llosa. Tal vez el autor, consciente de ese idilio mental que se vive con el mundo a esa edad, no introduce (como sí lo hace en el resto de la novela) las referencias a las transformaciones sociales y políticas de su país y del mundo.
El tono memorioso de primera persona, su razón de ser, será comprendido cabalmente cuando lleguemos a la última página de la novela, cuando las palabras de la niña mala crearán un efecto de eterno retorno, que dará sentido al carácter autobiográfico de la novela. Ese parlamento final de la niña mala, aportará a la novela un efecto de verosimilitud interna, dando piso a la forma que se adoptó para contar esta historia de amor en tiempos globales:
"Ahora que te vas a quedar solito, puedes aprovechar, así no me extrañarás tanto. Por lo menos, confiesa que te he dado tema para una novela. ¿No, niño bueno?." (P. 375)
El narrador comercia la realidad con voces y perspectivas. En Travesuras de la niña mala, no se reproduce una subjetividad particular, aunque el hilo conductor sea una voz en primera persona (aire de sinceridad que despierta empatía); nos topamos en algunos momentos con ese narrador tribal de Los cachorros (relatos, 1967), que vincula sus propias experiencias con las de su generación :
"Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos." (P. 9)
La novela logra contagiar al lector de una nostalgia por un mundo no vivido, pero que tiene simbologías comunes con ese mundo que sí se vivió. Vargas Llosa sabe que las experiencias humanas giran en torno a paradigmas universales, vivencias trascendentales que se percibirán de una manera distinta, influenciadas y matizadas por ambientes y circunstancias variables, pero vividas con el mismo ardor en diferentes rincones del mundo.
Capítulo 2: El guerrillero. El París mítico, sartriano, de la primera mitad de los años sesenta. Reaparece la niña mala, o más bien reencarna en vida. En este capítulo parecemos reencontrarnos, en el personaje de Paúl Escobar, con aquel entrañable Alejandro Mayta de otra novela de Vargas Llosa: Historia de Mayta, que ha sido objeto de una disección formal y funcional por parte de María Elvira Luna Escudero-Alie, que nos parece relevante traer a colación, pues responde a todas las características que también hallamos en la vida de Paúl Escobar. La investigadora nos ilustra:
"Según La Poética de Aristóteles, hay cuatro elementos a tener en cuenta para que un personaje sea considerado trágico: 1) Que sea moralmente bueno, 2) Que sea "adecuado", es decir correcto, justo, consecuente, 3) Que ame la naturaleza humana, y 4) Que sea consistente. Alejandro Mayta, de acuerdo con estos postulados, es un personaje trágico porque sus acciones, aunque profundamente erradas, están motivadas por ideales de igualdad y justicia; es entonces, un hombre bueno moralmente porque tiene buenas intenciones e intenta construir un mundo mejor para todos. Mayta también cumple con el segundo requisito de ser "adecuado" pues es justo, correcto y consecuente, en el sentido de que no desea engañar a nadie, y menos a sí mismo; su corrección llega al extremo de obligarlo a cambiar de partido político al menor escollo o viso de traición a sus ideales y sistema de valores. Con respecto al tercer requisito, el de amar a la naturaleza humana, sin duda podemos decir sin vacilar que Mayta también llena esta condición, pues todo lo que hizo en la vida, fue con el propósito explícito y exclusivo de mejorar la condición humana. El cuarto requisito, el de ser consistente, también es una de las características resaltantes de Mayta; él fue en todo momento consistente consigo mismo, fiel a sus creencias, a su sistema personal de valores que intentó enmarcar en un contexto mayor, más representativo, sin lograrlo. La coherencia de Mayta, su radicalismo y su afanosa búsqueda de la utopía perfecta, no le permitieron nunca mantenerse por mucho tiempo en un partido político; al menor indicio de traición a los ideales revolucionarios, Mayta se apartaba del partido, o era apartado de él. Siempre fue un ser de las sombras, de los márgenes; un verdadero marginal." [3]
El personaje de Paúl Escobar (personaje real, históricamente hablando, que hizo parte de las danzas incaicas en las que también bailó Vargas Llosa, cuando joven, como nos muestra una foto de entonces) encarna toda esa generación de jóvenes rebeldes latinoamericanos, creyentes en una salida revolucionaria armada frente a las injusticias sociales de sus países. Algunos lectores radicales esperarían una crítica fiera por parte de Vargas Llosa en voz del narrador, o sirviéndose de algún personaje incidental, conociendo la posición ideológica del escritor; por el contrario descubrimos un tono de lamento, que nos conmueve, por las pérdidas humanas de esa generación, que fueron muchas y significativas en toda Latinoamérica. En el caso colombiano, recordamos inevitablemente la experiencia del cura guerrillero Camilo Torres, tan semejante a la suerte de Paúl Escobar, el revolucionario peruano.
Capítulo 3: Retratista de caballos en el swinging London. El Londres psicodélico del "Peace and Love", segunda mitad de los sesenta. Invitación a revalorar históricamente la experiencia de la rebelión pacífica del hippismo y su revolución de las costumbres desde el pacifismo. El peruano Juan Barreto, retratista de caballos. En este personaje Vargas Llosa parece personificar la picaresca latinoamericana en la vieja Europa. Este período representará, en palabras de la niña mala: "esa muerte lenta rodeada de caballos" (P.177)
Capítulo 4: El trujimán de Chateau Meguru. Tokio, años ochenta. Las caras ocultas del amor, la relación de la niña mala y el enigmático Fukuda: el ventrílocuo sexual. El sadomasoquismo como una expresión atentatoria de la dignidad humana, pero igualmente una elección individual legítima. Conocemos ese memorable sefardí que es Salomón Toledano, practicante al igual que Ricardo Somocurcio, de esa "profesión de fantasmas" como bautiza Toledano a los intérpretes-traductores de idiomas. Toledano se hace una pregunta que nos recuerda a Juan Carlos Onetti; en realidad parece un homenaje velado al escritor uruguayo, tan celebrado por Vargas Llosa: "¿Qué huellas dejaremos de nuestro paso por esta perrera?" (P.152)
Capítulo 5: El niño sin voz. De nuevo París, la disolución de la Unión soviética. El paraíso de la amistad con los Gravoski: Elena, Simón y Yilal. Una amistad a la peruana, a la latinoamericana, sin indiferencias, como sólo se puede entender en esta parte del mundo. Confidentes y testigos de la pasión de Ricardo por la niña mala.
Capítulo 6: Arquímedes, constructor de rompeolas. Un personaje con implicaciones
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