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Chikungunya


Enviado por   •  20 de Octubre de 2014  •  2.240 Palabras (9 Páginas)  •  178 Visitas

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chikungunya?

La fiebre de chikungunya es una enfermedad transmitida por un virus del mismo nombre, contagiada a través de la picadura de un mosquito infectado, que provoca un cuadro febril agudo, que habitualmente se resuelve sin complicaciones.

Síntomas de la chikungunya .

El chikungunya puede causar síntomas a varios niveles del cuerpo humano, sobre todo fiebre alta y fuertes dolores articulares. Su método de actuación es similar al del dengue y otros virus transmitidos por mosquitos. La mayoría de las personas que se contagian manifiestan síntomas, es decir, hay muy pocos portadores asintomáticos. Lo normal es comenzar con signos de la enfermedad entre tres y siete días después de la picadura del mosquito hembra infectado con el virus.

Causas de la chikungunya

El responsable de esta enfermedad es un virus, el chikungunya, de la familia de los togaviridae. Estos virus se conocen desde hace décadas por causar afecciones que se transmiten por picaduras de artrópodos. El virus de la fiebre de chikungunya no se puede transmitir de persona a persona. Su contagio es siempre a través de unos tipos de mosquitos concretos

Prevencion de la chikungnya.

No existe un tratamiento específico para la fiebre de chikungunya. El tratamiento que existe sólo sirve para paliar los síntomas y sólo se puede esperar a que las propias defensas de nuestro cuerpo eliminen el virus. El cuadro clínico se pueden tratar con medicamentos que alivien las molestias del paciente, sobre todo analgésicos que disminuyan la fiebre y el dolor, como el paracetamol. Se debe evitar la aspirina, porque puede alterar la coagulación de la sangre en cuadros clínicos similares de mayor riesgo.

Cuentos grotescos:la casa de la bruja

Cuando pasaba el alegre grupo de muchachos a remontar cometas –a los que dicen pintorescamente “papagayos” en mi país– por las colinas de Agua Blanca, veíamos con horror aquella casucha de adobes rojos techada de palmas y de pedazos de latón, con el único agujero de su ventana mirando como un ojo siniestro hacia lo más sombrío del callejón… Rodeábala una palizada de cardos, y alzábase en el aislado arrabal, más aislada que todas, solamente protegida por la falda escarpada y áspera del cerro.

Era “la Casa de la Bruja”.

Recorriendo la ciudad, de puerta en puerta, desde el amanecer, recogíase con el día cuando comenzaban a encenderse las farolas urbanas que parecían arrojarla del poblado. ¡Cuántas veces vi a la luz fantástica de los crepúsculos, más horrible en su extraña demacración, la nariz más curva y el manto más raído, perderse su silueta al doblar una esquina, al extremo de las calles rectas y tristes de mi tierra natal!

-¡La bruja! ¡La bruja!

Y eran gritos y pedradas; voces de todos los granujas. Si la acosaban y un guijarro iba a golpear su pobre armadijo de huesos, sacaba del manto un dedo muy largo, señalaba el cielo y rezongaba una especie de protesta monótona como una oración.

-¿Por qué no busca trabajo? Póngase a servir en una casa; ¡usted está buena y sana!

Sin responder, echaba ella a andar calle abajo ondulando su verdoso manto, como una bandera de miseria.

Pasaba por la vida fastidiosa de la provincia envuelta en una atmósfera de terror y de supersticiones; evocaba cosas macabras, vuelos a horcajadas en palos de escoba para asistir al sabat demoníaco, la misa negra en una cueva pavorosa cocinando en marmitas de caldo de azufre tiernos niños que morían después de chuparles la sangre.

Creíamos verla volar por sobre los techos en Semana Santa, después de beberse el aceite en las lámparas de las iglesias, cantando el pavoroso estribillo que nos enseñaron las criadas:

“¡Lunes y martes

miércoles, tres!

jueves y viernes

Y una voz, la voz misma de Satanás, añadía:

“Sábado seis”.

Noches de no poder dormir viendo su rostro en los pliegues de las ropas colgadas, en las sombras que hacían danzar sobre las paredes la lámpara encendida a la virgen, cuya mecha chirriaba de un modo muy particular… Y arropándonos hasta la cabeza, parecíamos oír el horrible estribillo:

“Domingo siete”.

Para acrecer aquella superstición del lugar, observábanse en ella detalles que la acusaban, pruebas que en la Edad Media hubieran bastado a dar con sus huesos en la hoguera; ¿para qué eran aquellos misteriosos hacecillos de hierba que ocultaba bajo el manto? ¿Qué menjurjes contenía aquel frasco colgado de una cuerda con el cual mendigaba, en las boticas, aceites o ácido fénico, o bálsamo sagrado, drogas todas para preparar ungüentos malignos contra la dicha, la fortuna o la salud de los demás?

Cerca del matadero público, alguien la sorprendió envolviendo en un pañuelo un cuervo muerto, y la mañana de un domingo los muchachos del arrabal la hicieron descender del caballete de la casucha a pedradas. Gritó, furiosa, que estaba componiendo el techo, porque llovía sobre su cama; pero ¿a quién iba a meterle tamaño embuste? ¡La había sorprendido al amanecer sobre la casa, al regreso de la misa del sábado y no pudo bajar -según explicaba una vieja comadre- porque al canto de los gallos se le había acabado “el encanto”!

-¡Ave María Purísima!- gritaban desaforadas las mujeres en los corrales. Los perros ladraban y aquel día la bruja no pudo salir, porque llovieron, como nunca, piedras y abrenuncios sobre la casa maldita.

Una semana después el niño de la vecina que fue la primera en avisar la aparición de la bruja en los techos, murió de una calentura. Se le fue poniendo amarillo, amarillo como si le chuparan la sangre.

El doctor dijo lo de siempre: que era paludismo, y el señor Cura, que sin duda no quiso desmentir al médico, les reprendió ásperamente:

-¡Qué brujería, ni hechicería, hatajo de estúpidos! Vivan mejor con Dios y tengan más caridad para esa infeliz mujer…

[…] Pero nada pudo contra el rencor del vecindario hacia aquella malvada mujer que vivía matando niños y echando daños: patios enteros de gallinas que se perdían víctimas del moquillo; hombres que siempre fueron excelentes maridos se “pegaban” a otra; el pan de maíz casi nunca levantaba en el budare; hubo viruelas…

-¡Nada!

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