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El Arbolito

conny123418 de Agosto de 2014

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Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una

melancolía tras otra, imperturbable.

Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar

sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente.

Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde,

pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de

una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de

oro triste.

Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la

llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su

mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el

contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud,

de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad

esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad.

Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos,

capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás

toda temblorosa.

¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.

Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que

empezaron muy de mañana.

UNIVERSIDAD DE CHILE

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

EL AUTOR DE LA SEMANA

20 al 26 de enero de 1997 10

«Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la

comisión de vecinos...»

Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista

se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?

¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?

No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir

del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora.

Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda

entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo

lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan

gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente

sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi

contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras

y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de

automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos

muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la

calzada.

Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos

había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en

medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda

para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces

no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de

que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar

durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de

hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas

ocasiones.

¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí,

amor, y viajes y locuras, y amor, amor. . .

—Pero, Brígida,

...

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