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LA CAIDA DEL MURO

joadibierzo27 de Febrero de 2015

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Acabar lo iniciado en 1989'

En 1989, Europa y el mundo dieron un viraje decisivo. Fue un momento en el que la historia cambió a una marcha superior. Una aceleración que quedó simbolizada en la caída del muro de Berlín y las revoluciones de terciopelo en la Europa central y del este. Los regímenes totalitarios y autoritarios fueron abandonando el escenario de la historia.

Aquellos acontecimientos, y su evolución pacífica, fueron posibles gracias a los cambios que se iniciaron en la Unión Soviética a mitad de la década de los 80. Los iniciamos porque hacía tiempo que eran necesarios. Dábamos respuesta a las exigencias de la gente, que se resentía de su vida sin libertad, aislada del resto del mundo.

En cuestión de pocos años –un tiempo muy corto, considerado el alcance de la historia– se desmantelaron los grandes pilares del sistema totalitario en la Unión Soviética y se abonó el terreno para una transición democrática y unas reformas económicas. Si esto se hizo en nuestro país, no podíamos negar lo mismo a los demás países.

No les forzamos a hacer los cambios. Desde los inicios de la perestroika, yo les decía a los líderes de los países del Pacto de Varsovia que la Unión Soviética se lanzaba a reformas importantes, pero que ellos debían decidir qué querían hacer. «Ustedes son responsables ante sus gentes», les solía decir. «Nosotros no interferiremos». De hecho era un repudio de la llamada doctrina Brezhnev, basada en el concepto de soberanía limitada. Al principio, mis palabras eran recibidas con escepticismo, eran consideradas una declaración más, puramente formal, dictada por un nuevo secretario general del Partido Comunista. Pero no cedimos, y por este motivo los acontecimientos que ocurrieron en Europa en 1989-1990 fueron pacíficos, sin derramamiento de sangre. El reto más grande fue la unificación de Alemania.

Muy tarde, hacia el verano de 1989, en el transcurso de mi visita a la República Federal de Alemania, los periodistas nos preguntaron, al canciller Helmut Kohl y a mí, si habíamos debatido la posibilidad de la unificación alemana. Contesté que habíamos heredado este problema de la historia y que se abordaría a medida que la historia fuese evolucionando. «Pero ¿cuándo?», preguntaban los periodistas. El canciller y yo apuntamos que en el siglo XXI.

Algunos dirán que fuimos muy malos profetas. De acuerdo: la unificación alemana ocurrió mucho antes, y por la voluntad del pueblo alemán, y no porque Gorbachov o Kohl lo decidieran. Los norteamericanos suelen recordar el ruego del presidente Ronald Reagan: «Señor Gorbachov, ¡derribe usted ese muro!» Pero ¿estaba esto al alcance de un solo hombre? Era mucho más complicado, porque los demás decían, en cierta manera: «Aguante usted ese muro».

Ante los millones de personas en Alemania del Este y del Oeste que pedían la unificación, teníamos que actuar responsablemente. Los líderes de Europa y Estados Unidos estuvieron a la altura del reto, superando dudas y temores que, por otra parte, era natural que existieran. Trabajando juntos, fuimos capaces de evitar volver a trazar fronteras y supimos mantener una confianza mutua. La guerra fría por fin pasó a la historia.

Los acontecimientos después de la unificación alemana y el final de la guerra fría no fueron todos en la dirección que habíamos deseado. En la misma Alemania, 40 años de división dejaron un legado de lazos culturales y sociales rotos que son incluso más difíciles de reparar que la división económica. Los antiguos alemanes del Este comprendieron que no todo era perfecto en Occidente, particularmente en su sistema de bienestar social. Aun así, y a pesar de los problemas planteados por la integración, los alemanes han convertido la Alemania unida en un miembro de la comunidad de naciones

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