Cuento por Isabel Allende

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Clarisa

Nació cuando aún no existía la luz eléctrica, vio por televisión al primer astronauta levitando sobre la superficie de la luna y murió de asombro cuando llegó el Papa de visita. Pasó su infancia entre matas de helechos y corredores alumbrados por candiles de aceite. Anciana de pelo blanco, algo estrafalaria, con los hombros alzados como dos suaves jorobas y cabeza coronada por un quiste sebáceo, alrededor del cual enrollaba sus cabellos blancos. Tenía una mirada traviesa y profunda.

Alcanzó fama de santa, aunque no reconocida por el Vaticano. Tenía manos de curandera, alivia a la gente los dolores o los consuela de su mala suerte. Trataba de conducir a todos por los caminos de Dios. Socorría al prójimo. Vivía en un destartalado caserón de tres pisos. Su marido es juez. Tuvo 4 hijos (dos con el juez, don con el diputado don Diego, con quien mantenía una “discreta amistad”); los dos primeros fueron retardados, los otros normales y le ayudaban a cuidar a sus hermanos mayores.

Fabricaba muñecas de trapo o tortas de novia para vender y tener con que mantener a sus 4 hijos. Le inculcaba a los hijos menores sus principios de buen humor y de generosidad. Comprendía las debilidades humanas.

Toma la justicia divina en sus manos, no le importa cometer adulterio con tal de “equilibrar la balanza”: por dos hijos anormales tiene dos hijos normales.

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