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El Pequeño Vampiro


Enviado por   •  28 de Abril de 2015  •  10.231 Palabras (41 Páginas)  •  136 Visitas

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EL PEQUEÑO VAMPIRO EN PELIGRO

ARGUMENTO

Los padres de Anton de pronto se han vuelto desconfiados, debido a la foto que el padre les hizo a Anton y Anna.

Es chocante que de ésta tan solo se vea el libro que sostenía en la mano. Pero aún hay algo peor: los dos guardianes del cementerio quieren <<embellecer>> la parte del cementerio en la que los vampiros tienen su hogar...

LOS PERSONAJES DE ESTE LIBRO

A Antón le gusta leer historias emocionantes y espantosas. Especialmente le encantan las historias de vampiros, de cuyas costumbres está totalmente al corriente.

Los padres de Antón no creen del todo en vampiros.

El padre de Antón trabaja en una oficina; su madre es maestra.

Rüdiger, el pequeño vampiro, es vampiro desde hace por lo menos ciento cincuenta años. El hecho de que sea tan pequeño tiene una razón sencilla: se convirtió ya de niño en vampiro. Su amistad con Antón empezó estando Antón una vez más solo en casa. Allí estaba de repente el pequeño vampiro sentado en el poyete de la ventana. Antón temblaba de miedo, pero el pequeño vampiro le aseguró que ya había «comido». Realmente, Antón se había imaginado a los vampiros mucho más terribles y, después de que Rüdiger le confesara su predilección por las historias de vampiros y su temor a la oscuridad, le encontró verdaderamente simpático. A partir de entonces la vida bastante monótona de Antón se volvió muy emocionante: el pequeño vampiro trajo consigo también una capa para él, y juntos volaron hacia el cementerio y la Cripta Schlotterstein. Pronto conoció Antón a otros miembros de la familia de vampiros.

Anna es la hermana de Rüdiger, su hermana «pequeña», como a él le gusta resaltar. Pero Anna es casi tan fuerte como Rüdiger, sólo que más valiente y arrojada que él. También a Anna le gusta leer historias espeluznantes.

Lumpi el Fuerte, hermano mayor de Rüdiger, es un vampiro muy irascible. Su voz, a veces alta, a veces chillona, demuestra que él se encuentra en los años de crecimiento. Lo único malo es que no saldrá nunca de este difícil estado, porque se convirtió en vampiro durante la pubertad.

Tía Dorothee es el vampiro más sanguinario de todos.

Encontrarse con ella después de ponerse el sol puede resultar mortalmente peligroso.

A los restantes parientes del pequeño vampiro no llega a conocerlos Antón personalmente. Pero ha visto una vez sus ataúdes en la Cripta Schlotterstein.

Geiermeier, el guardián del cementerio, persigue a los vampiros. Por eso los vampiros han trasladado sus ataúdes a una cripta subterránea. Hasta ahora Geiermeier no ha conseguido encontrar el agujero de entrada a la cripta.

Schnuppermaul es de Stuttgart y es jardinero de cementerio. Debe ayudar a Geiermeier a embellecer el cementerio y echar a los vampiros.

LA FOTO

Cuando Antón apareció para desayunar el sábado por la mañana notó enseguida que pasaba algo malo. A primera vista todo parecía estar como siempre: la mesa puesta con los panecillos frescos, la música de la radio, y sin embargo...

Se sentó, empezó a untar un panecillo y esperó.

No tuvo que esperar demasiado; su padre carraspeó y luego dijo:

—Antón, tenemos que hablar contigo.

—¿Conmigo? —dijo Antón, y fue a servirse leche con marcada indiferencia. Pero, naturalmente, su mano tembló y tiró la mitad fuera.

—¿Es que no puedes poner atención? —preguntó indignada su madre.

Antón cogió un paño.

—Bueno... —empezó de nuevo su padre—. Se trata de esos extraños amigos tuyos.

—¿Qué amigos? —se hizo el ignorante Antón.

—¡Anna y Rüdiger!

La cara de Antón se puso ligeramente colorada..., como siempre que se hablaba de sus mejores amigos: el pequeño vampiro, Rüdiger von Schlotterstein, y su hermana Anna.

—¿Y qué pasa con ellos?

—¡Mira!

Su padre sacó del bolsillo interior de su chaqueta una funda roja alargada: una funda de fotos.

—Bueno, ¿y qué? —inquirió Antón encogiéndose de hombros.

¡Qué le importaban a él las fotos de sus padres!

—Tú mira dentro —dijo su madre con voz dura.

—Si vosotros lo decís...

Antón sacó de la funda un montón de fotos y las miró de mala gana. Las primeras fotos eran exactamente como él había esperado: aburridas vistas de casas, árboles, nubes...

Pero después... ¡Antón se quedó de piedra!

Era la foto que su padre les había hecho a Anna y a él el pasado sábado. Antón reconoció el confetti encima de la alfombra, los floreros volcados, el sofá revuelto..., lo único que no veía era a Anna. ¡No salía en la foto a pesar de que estaba junto a Antón cuando la tomaron!

Se acordaba como si lo estuviera viendo de cómo la deslumbrante luz del flash la había asustado y, pegando un grito, se había tapado la cara con las manos.

Mientras observaba atónito la foto le oyó decir a su padre:

—¡Bueno, y ahora me gustaría saber qué es lo que tienes que decir a esto!

—¿A qué? —preguntó Antón.

Su padre contestó excitado:

—Sé muy bien que os hice la foto a los dos. Entonces, ¿por qué no sale Anna en la foto?

—¿Y porqué me lo preguntas a mí? —tartamudeó Antón.

—Porque son tus amigos —exclamó su madre—. Esos... ¡vampiros!

Era la primera vez que ella no usaba la palabra «vampiro» de forma burlona y despectiva. Ahora, de repente, sonó seria, amenazante..., como si ella creyera en vampiros.

Antón estaba demasiado confuso como para poder decir algo. El sabía que los vampiros no se reflejan en el espejo..., pero no tenía ni idea de que tampoco se les pudiera sacar en una foto.

—Yo..., probablemente no la encuadraste correctamente a ella dentro del visor —murmuró.

—¿Que no la encuadré en el visor? —repitió su padre indignado—. ¡Tú mira bien la foto!

Antón lo hizo... y entonces descubrió algo increíble: un libro parecía estar flotando en el aire. Antón giró la foto para poder leer el título del libro. Era Romeo y Julieta, el libro que Anna había leído el sábado.

Flotaba exactamente donde debería estar la mano de Anna..., sólo que ¡no se veía la mano!

Increíble..., ¡pero Antón tenía la prueba delante de los ojos!

Notó cómo le observaban sus padres.

Algo tenía que decir... pero, ¿qué?

—El libro... —empezó—, parece como si estuviera cayendo en ese momento.

—No. —Su madre sacudió enérgicamente la cabeza-—. Parece como si alguien estuviera sujetando el libro.

Con tanta sangre fría como le fue posible dijo:

—¿Cómo puede ser eso? La persona tendría que ser transparente.

—¡...o un vampiro! —completó su madre mirándole fijamente—. Los vampiros no se reflejan en los espejos, ¿no es cierto?

—Puede ser.

—Y quien no se refleja en un espejo tampoco puede ser fotografiado.

—Pensaba que tú no creías en los vampiros —observó Antón.

—Hasta ahora no; pero desde que he visto la foto...

Tras una pausa añadió:

—Esta noche papá y yo estamos invitados por la doctora Dosig . Ya le contaremos a ella el asunto.

—¿Qué asunto? —preguntó incómodo Antón.

—Tus relaciones con esos... —titubeó buscando una expresión adecuada—-, con esos... ¡personajes!

A Antón le entraron escalofríos. Poco a poco las cosas parecían empezar a oler a chamusquina..., ¡para él, para el pequeño vampiro y para Anna!

Tímidamente objetó:

—¿Y eso por qué?... ¿Qué tiene que ver la doctora Dosig con eso?

—-¡Déjalo de nuestra cuenta! —repuso fríamente su madre, y el padre de Antón completó:

—Mañana temprano nos volveremos a ver.

Antón apretó los labios y se calló.

¿Qué otra cosa podía hacer?

Lo único que podía hacer era esperar y tener esperanza: ¡esperar a ver qué decía la doctora Dosig y tener esperanza en que aquella noche fuera a verle el pequeño vampiro!

SEÑALES ACÚSTICAS DESDE EL MÁS ALLÁ

Después de que sus padres se fueran Antón estuvo esperando ante la ventana abierta.

Soplaba un viento fresco y Antón cruzó los brazos tiritando. No podría estar allí mucho tiempo...

Eran poco más de las ocho y en muchas casas había luz encendida. Ahora la mayoría de la gente estaba sentada delante de la televisión. ¡Para Rüdiger un momento propicio para volar hasta allí sin que le vieran!

Antón forzó los ojos..., pero no descubrió en ningún sitio al pequeño vampiro. Tenía ya tanto frío que estaba temblando.

Fue a su armario y se puso un grueso jersey de lana.

Cuando regresó vio una sombra en el ángulo exterior de la ventana... y luego resonó una carcajada ronca.

¡Así sólo se reía uno!

—¡Rüdiger! —exclamó alegre Antón.

—Buenas noches, Antón —contestó el pequeño vampiro colándose en la habitación.

Miró hacia la puerta y preguntó desconfiado:

—¿Están tus padres?

—No. Se han marchado.

—¿Al cine?

—No.

—¿Al teatro?

Antón sacudió negativamente la cabeza.

—Ah, ya... ¡A bailar! —dijo el vampiro con una irónica sonrisa de experto.

—Ojalá —dijo sombrío Antón.

—¿Y eso por qué? ¿Dónde están entonces? —preguntó el vampiro ya escamado.

Antón suspiró.

—En casa de la doctora Dosig. Han ido a hablar de vampiros.

—¿Qué? —gritó el pequeño vampiro.

—Sí. La maldita foto tiene la culpa.

—¿Qué foto?

—La que nos hizo el sábado pasado mi padre a Anna y a mí. Anna no sale en la foto..., sólo el libro que tenía en la mano.

—¡Maldita sea! ¡Ella tenía que haberlo sabido! —dijo el vampiro silbando bajo entre los dientes—. Nuestros padres nos recomendaron encarecidamente que no dejáramos que nos fotografiaran.

—Anna tampoco quería —la defendió Antón—. Pero mi padre disparó sin más ni más.

—¿No sería con flash?

Antón asintió.

—¡Vaya! —exclamó el vampiro caminando a grandes pasos por la habitación de aquí para allá. Su cara parecía tensa y muy preocupada.

—Ahora comprendo de dónde viene la misteriosa enfermedad de Anna.

—¿Anna está enferma? —preguntó desconcertado Antón.

El vampiro le echó una mirada sombría.

—Está en el ataúd desde hace una semana. Tiene terribles dolores de cabeza y cuando se pone de pie le dan mareos. Y no puede mirar como es debido...; se le desvanece todo delante de los ojos.

Consternado, Antón se tapó la boca con la mano. Anna se encontraba mal por culpa de él... ¡Sólo porque el sábado anterior ella quiso quedarse con él cuando volvieron sus padres de improviso!

—¿No se la puede ayudar? —preguntó.

El vampiro se encogió, desvalido, de hombros.

—¿Y cómo?

Se hizo una pausa.

—¿Te has traído la segunda capa? —preguntó luego Antón.

El vampiro asintió y sacó una agujereada capa de vampiro de debajo de la suya.

—Toma. Pensaba que aún podíamos hacer alguna cosa.

—No, gracias —dijo Antón—. Prefiero ir a ver a Anna. Quizá pueda hacer algo por ella.

—¿Tú? —dijo el vampiro mirando con una sonrisa irónica el cuello de Antón y pasándose al mismo tiempo lentamente la punta de la lengua por sus afilados colmillos—. Sí, ¿por qué no?

Antón se subió apresuradamente el cuello de su jersey.

—No quería decir eso —dijo—. Además: Anna bebe todavía leche, ¿no?

—Sólo en casos de necesidad —respondió el vampiro con voz ronca.

—Y éste es un caso de necesidad —declaró decididamente Antón.

Se puso de pie y fue a la cocina.

En la nevera encontró una caja de leche abierta y otra entera. Antón cogió la que estaba entera, la metió en una bolsa de plástico y volvió a donde estaba Rüdiger.

El vampiro permanecía sentado en la cama de Antón hojeando un libro. Era Señales acústicas desde el más allá, que Antón se había comprado hacía un par de días y estaba leyendo por las noches antes de dormirse.

—¿Está bien? ¿Me lo puedo llevar? —preguntó el vampiro haciendo ya intención de guardarse el libro debajo de su capa.

Antón sabía por experiencia que era bastante dudoso que volviera a recuperar el libro. Por eso dijo alargando las palabras:

—¿Emocionante? No, más bien pesado y aburrido.

—¿Pesado? ¿Aburrido? —graznó el vampiro arrojando el libro con repugnancia.

Dio un golpe contra el ropero y cayó sobre la alfombra.

—¡Tenían que prohibir los libros aburridos!

—Sí... —-dijo Antón agachándose rápidamente a recoger el libro para que el pequeño vampiro no pudiera ver su cara de satisfacción.

—¿Y por qué lees tú estos libros? —investigó el vampiro.

—¿Por qué? —repitió Antón dejando nuevamente en el armario con sumo cuidado el libro, que tan sólo había sufrido un pequeño hundimiento. Entretanto pensó qué era lo que iba a contestar.

—Porque quiero hacer algo por mi educación —dijo después, y con un tono de maestro superior de primera enseñanza añadió—: No todos los libros tienen que ser emocionantes.

—¡Bah, educación! —bufó despectivamente el vampiro.

Se levantó de la cama de un salto y empezó a sacudir sus delgados brazos y piernas como si se le hubieran dormido.

—¿Nos vamos ya de una vez? —gruñó.

—Por mí... —dijo Antón poniéndose la capa de vampiro.

—¿Y esa bolsa? —preguntó el pequeño vampiro señalando con una inclinación de cabeza la bolsa de plástico.

—Dentro hay leche. Para Anna.

—¿Y cómo vas a volar con eso?

—¿Volar?

¡Antón no había pensado en absoluto en eso!

—¿Lo ves? Si no me tuvieras a mí...—dijo el vampiro con voz suave—. Sin mí te hubieras estrellado.

Antón miró angustiado el abismo que había a sus pies.

—Pero puedes darme a mí la bolsa —dijo con arrogancia el vampiro.

Cogió la bolsa y se elevó hacia el exterior en la noche.

Antón se quedó sentado en el alféizar de la ventana y vio cómo el pequeño vampiro intentaba sin éxito mantener el equilibrio. Después de unas cuantas sacudidas de los brazos tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia en el castaño.

—¡Fanfarrón! —se rió entre dientes Antón.

Extendió los brazos por debajo de la capa y salió volando tras él.

SED

Justo en el momento que llegó al árbol el vampiro estaba abriendo la caja de leche con sus enjutos dedos.

—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —exclamó indignado Antón.

—Tengo sed —contestó el vampiro con voz sepulcral—; sólo por eso he aterrizado aquí, en el árbol.

—¡Pero la leche es para Anna!

Sin prestar atención a la objeción de Antón el vampiro se llevó la caja a la boca. Pero sólo tomó un pequeño sorbo; luego arrojó la caja de leche con un ronco «¡bah!».

Antón vio cómo chocaba abajo contra el césped y reventaba.

—¡Eso es una canallada! —dijo colérico—. Sabías perfectamente que a ti no te gusta la leche.

—Ah, ¿sí? —dijo hipócritamente el vampiro—. ¿Y entonces por qué la iba a haber abierto?

—¿Por qué? Porque necesitabas un pretexto para deshacerte de ella. ¡Tú lo que no querías era admitir que no te has estrellado por un pelo!

Por la reacción del vampiro Antón se dio cuenta de que con su observación había dado en el clavo: una tímida sonrisa irónica se deslizó hasta su rostro.

Pero inmediatamente después ya se había dominado y gruñó:

—Estupideces. Solamente tenía sed, eso es todo. —Y con la vista dirigida al cuello de Antón añadió—: ¿O es que hoy me dejas que te...?

—¡Naturalmente que no! —dijo con rapidez Antón notando cómo se le ponían los pelos de punta bajo la acechante mirada del vampiro.

—¿De verdad que no? —El vampiro se arrimó—. ¿Ni siquiera un poquito?

—¡No! —Antón se apartó de él—. Y ahora basta ya..., ¡al fin y al cabo somos amigos!

En aquel momento percibieron un ruido debajo del árbol: escarbaban y chasqueaban la lengua, y luego una voz de mujer exclamó:

—Susi, ¿dónde estás?

—¡La señora Puvogel! —le susurró Antón al pequeño vampiro.

Con la correa del perro en la mano la señora Puvogel estaba en medio del camino buscando con la vista a su perro-salchicha.

—¡Susita! ¡Ven con la amita, ey, ey! —la llamó la señora Puvogel, pero Susi no pensaba en volver. Sorbía la leche que se había derramado... y además haciendo tanto ruido que hasta la señora Puvogel lo oyó.

—¿Susi? ¿Estás ahí debajo del árbol?

Ahora su voz ya no sonó tan amable.

—¡Susi! Un perro como es debido no revuelve en la basura.

Pero aquello tampoco perturbó a Susi. Siguió sorbiendo, chasqueando la lengua.

—¡Ven aquí!

Susi levantó la cabeza, se relamió... y la emprendió de nuevo con la leche.

—¡Espera, que ya verás si vienes o no!

La señora Puvogel se acercó al árbol resoplando como una locomotora, agitando amenazadora la correa.

Aquello hizo efecto: Susi ladró un par de veces... y luego salió corriendo hacia los matorrales del parque.

—¡Perra de mierda, maldita! —insultó la señora Puvogel echando a correr pesadamente detrás de su perro-salchicha.

—¡Puf! —dijo el vampiro cuando ella desapareció—. No me gustaría ser perro con ella.

—Eso también lo dicen siempre mis padres —dijo Antón reprimiendo la risa.

—Tus padres... —Al vampiro de repente parecía habérsele ocurrido algo importante—. ¿No habías dicho tú antes que iban a ir a hablar con una tal señora... ¿Cómo se llamaba?...—Doserich sobre vampiros?

—Doctora Dósig —-corrigió Antón.

—¿Y ésa quién es?

—Nuestra médico de cabecera.

—¿Y por qué quieren hablar precisamente de vampiros?

—La estúpida foto les ha hecho desconfiar.

—¿Esa en la que no sale Anna?

—Sí; antes no creían en vampiros, pero desde lo de la foto...

—Y esa señora Doserich, ¿cree en vampiros?

—Ni idea.

—Hummm. —El vampiro se mordisqueó ensimismado el labio inferior—. ¿Sabes dónde vive?

—Sí. —Antón le señaló una casa que había al final de la colonia—. Ahí detrás.

—¿Por qué no vamos volando hasta allí? —preguntó el pequeño vampiro.

—¿Ir volando hasta allí? —repitió Antón—. ¿No pensarás llamar al timbre de su casa?

—No. —El vampiro se rió con voz ronca—. Pero sí mirar por la ventana. Quizá podamos oír de qué están hablando.

—¡Estupenda idea! —dijo Antón elogiándole—. Eso a mí nunca se me hubiera ocurrido.

—¡Pero a mí sí! —replicó el vampiro riéndose maliciosamente.

ESPÍAS EN EL BALCÓN

La casa de la doctora Dósig era más pequeña que las otras casas de la colonia y estaba algo apartada.

Sólo tenía dos pisos: el piso bajo, en el que estaba la consulta, y el primer piso, en donde estaba la vivienda.

En la consulta ya había estado Antón a menudo, pero en la vivienda nunca.

Por eso sólo podía intuir dónde se encontraba la sala de estar: detrás de la gran ventana de las flores. Por la puerta del balcón, ligeramente abierta, salían voces amortiguadas.

—¿Son tus padres? —preguntó el vampiro.

—Sí, seguro —asintió Antón.

—Estupendo —dijo complacido el vampiro aterrizando en el balcón.

Antón le siguió vacilando. Por suerte al lado de la puerta del balcón había un hueco en el que podían esconderse. De todas formas, era tan estrecho que tenían que estar los dos muy pegados el uno al otro..., ¡algo no precisamente muy agradable para Antón!

El olor a moho que despedía Rüdiger casi le cortaba la respiración. El corazón se le salía por la boca y no sabía a quién debía temer más, si a sus padres y la doctora Dósig..., o al pequeño vampiro, que de cerca parecía de repente mucho más peligroso. Y ahora encima sonreía irónicamente y mostraba sus inmaculados dientes de depredador.

—¿Tienes miedo? —preguntó.

—¿Miedo? ¿Cómo puedes pensar eso? —se defendió Antón.

—No, sólo creía que... Debo haberme equivocado.

—...desgraciadamente este año no hemos podido ir de vacaciones —oyeron decir a una voz de hombre. Ese debía de ser el señor Dosig.

—¡Aquí hay algo que palpita! —observó enigmático el vampiro—. ¿No será quizá tu corazón?

—¿Mi corazón? —Antón se puso colorado—. No. Eso es el detector de vampiros que ha instalado la señora Dosig en su sala de estar.

La sonrisa de seguridad en sí mismo del vampiro desapareció.

—¿Detector de vampiros? —preguntó nervioso.

—¡Chisss...! —exclamó Antón poniéndose un dedo delante de la boca—. No tan alto, si no, sonará la alarma del aparato.

—El verano que viene nos queremos ir como sea a Túnez —dijo una voz de mujer que Antón conocía: la de la doctora Dosig—. Eso garantizado que son unas buenas vacaciones.

—Marruecos también es bonito.

Aquella era la voz de la madre de Antón.

—¿Más bonito aún que Pequeño-Ol-denbüttel? —gruñó Antón..., acordándose del fracaso de sus vacaciones en la granja.

—¡No me lo recuerdes! —suspiró en voz baja el vampiro. ¡Aquellas vacaciones en Pequeño-Oldenbüttel a punto habían estado de costarle la vida!

—El año que viene iremos al Mar del Norte —añadió la madre de Antón—. Sobre todo por Antón.

Antón escuchó atentamente. ¡Aquello parecía ponerse interesante!

—Sí, el aire del Mar del Norte es muy sano —aprobó la señora Dosig—. Especialmente cuando se constipa uno a menudo.

—Antón realmente se constipa raras veces.

Aquella era la voz de su padre.

—Pero hay otra cosa que nos preocupa..., humm, ¿cómo lo diría yo?

Titubeó. Probablemente temía hacer el ridículo si empezaba a hablar de vampiros.

—Antón tiene unos amigos tan extraños... —salió en su ayuda la madre de Anton—. Están completamente pálidos, siempre llevan capas negras... Sí, y nunca les hemos visto a la luz del día.

—¡Grrrr! —hizo en voz baja el pequeño vampiro.

La doctora Dósig se rió.

—¡Típicos niños de ciudad!

—No diría yo eso —observó el padre de Antón y carraspeó—. Creemos que..., ¡podrían ser vampiros!

Se hizo una pausa. Antón oyó cómo Rüdiger a su lado inspiraba y espiraba con un silbido.

Luego la doctora Dósig dijo:

—¿Vampiros? —Su voz sonó más bien divertida—. Pero eso es una superstición completamente trasnochada.

—Eso también creíamos nosotros hasta ahora —dijo la madre de Antón—. ¡Pero véalo usted misma!

—Ahora le enseñará la foto —le susurró Antón al pequeño vampiro.

—¡No veo nada de particular! —declaró la doctora Dósig.

—¡El libro! —la ayudó la madre de Antón.

—¡Es cierto! Parece estar flotando en el aire. Qué raro...

—Pero no está flotando en el aire —dijo el padre de Antón—. Lo tiene en la mano una niña pequeña.

—¿Y dónde está la niña?

—Eso es exactamente lo que nos preguntamos también nosotros —dijo el padre—. Yo lo único que sé es que ella estaba junto a Antón cuando hice la foto... y ella tenía el libro en la mano.

—Muy extraño, realmente...

La doctora Dósig —estimó Antón— parecía ahora bastante confundida.

—Pero alguna explicación racional tiene que haber.

Aquella era la voz del señor Dosig.

—¿Qué? ¿Acaso eso quiere decir que los vampiros somos irracionales? —gruñó el pequeño vampiro.

—Quizá haya ocurrido al revelar la foto —dijo la doctora Dosig.

—No —dijo el padre de Antón—. Eso ya lo hemos comprobado nosotros. En el negativo tampoco está.

—¿Y qué tiene que ver Antón con eso? —quiso saber la doctora Dósig.

El padre de Antón vaciló.

—Suponiendo que esos amigos de él sean realmente vampiros..., entonces tenemos que temer también que a Antón le hayan...

No siguió hablando..., dando por supuesto que la doctora Dosig ya le había entendido. Pero al parecer era lenta de entendederas.

—¿Qué es lo que han..., a Antón? —preguntó—. No comprendo.

Antón se rió entre dientes en voz baja.

—La doctora Dosig se lo está poniendo bastante difícil.

—Bueno, pues... —empezó a decir la madre de Antón.

Se notaba por su voz que se sentía muy incómoda.

—Pensamos que quizá le hayan... chupado sangre.

—¿Chupado sangre? —repitió incrédula la doctora Dósig—. Pero...

Luego se rió.

—No, eso sería una locura.

—Eso también lo hubiéramos dicho nosotros hace dos días —declaró el padre de Antón—. Pero esta foto nos ha vuelto desconfiados. Ahora nos preguntamos si no hemos sido en el pasado excesivamente indolentes.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Los amigos de Antón... no nos gustaron desde el principio.

—¡El gusto es mío! —gruñó el vampiro.

—...y ese tema de los vampiros que a Antón tanto le gusta. Nunca lo tomamos en serio. Probablemente hubiéramos debido pensar más en ello.

—¿Y ustedes creen realmente que existen los vampiros?

—Sea como sea estamos preocupados por Antón —contestó la madre eludiendo la pregunta.

—Lo comprendo —dijo la doctora Dósig.

Tras un breve silencio dijo:

—Podría hacerle un cuadro sanguíneo.

—¿Qué? —saltó Antón.

El pequeño vampiro le tapó enseguida la boca con su huesuda mano.

—¡Idiota! —siseó.

—Un cuadro sanguíneo; es una buena idea —afirmó la madre de Antón.

—¡Pero yo no quiero que me saquen sangre! —dijo Antón haciendo rechinar los dientes.

—¿No? —sonrió irónicamente el vampiro—. ¿Tampoco si lo hago yo?

—¡Eh, déjame!

Antón intentó apartar de sí al vampiro.

—¿Es que ya no te gusto? —preguntó el pequeño vampiro acercándose al cuello de Antón.

—¡Que grito! —amenazó Antón.

—Aguafiestas.

El vampiro se apartó con gesto ofendido.

—¿Y cuándo tenemos que venir a la extracción de sangre?

Aquella era la voz de la madre de Antón.

—Sobre todo tenemos —dijo furioso Antón.

Oyó cómo la doctora Dósig contestaba que el lunes a las siete y media.

Luego continuó en tono de cháchara:

—-¡O sea, que el año que viene quieren ustedes ir al Mar del Norte! ¿Han elegido ya un lugar concreto?

—No —dijo el padre de Antón—. ¿Puede usted recomendarnos alguno?

—... etcétera, etcétera, etcétera... —graznó el vampiro—. Ya es demasiado para mí. ¡Vamonos volando!

—¿A ver a Anna? —preguntó alegre Antón.

—Si no queda otro remedio...

Con el mayor sigilo se subieron a la barandilla del balcón y sin que nadie los viera echaron a volar.

VOCES EN LA NOCHE

Poco antes de que alcanzaran el viejo muro del cementerio el pequeño vampiro dijo de repente:

—Me lo he pensado mejor... ¡Yo no voy!

—¿Qué? —gritó Antón—. ¿Es que me vas a dejar en la estacada?

—Dejarte en la estacada... ¡Ya estás exagerando otra vez! —dijo desabrido el vampiro—. Lo único que pasa es que no quiero ir de carabina.

—Sabes muy bien que hasta ahora yo nunca he estado solo en la cripta —exclamó Antón.

—Alguna vez tiene que ser la primera —repuso el vampiro marchándose de allí.

—¡Traidor! —gritó colérico Antón, y aterrizó sobre la alta hierba de detrás del muro del cementerio.

Con un escalofrío levantó la vista hacia el alto abeto bajo el cual se encontraba el agujero de entrada a la cripta. ¿Iba realmente a atreverse a correr la losa y dejarse deslizar hasta dentro?

Pensó en Anna. ¡Qué sola tenía que estar allí abajo, abandonada por todos los vampiros, que sólo se preocupaban de sus necesidades!... Igual que Rüdiger. ¿Acaso habrían empeorado los dolores de cabeza y los trastornos de la vista de Anna?

Antón sintió un pinchazo ante esta idea. Le gustaría tanto decirle lo mucho que sentía aquello...

¡Si no fuera tan peligroso!

El cementerio estaba lleno de extraños e inquietantes ruidos, y Antón no poseía la aguda vista de los vampiros, ni sus sensibles oídos, ni estaba tan familiarizado con las voces de la noche.

Oyó chasquidos, murmullos, crujidos, susurros… y no sabía quién o qué producía aquellos ruidos.

Y en caso de que llegara sano y salvo abajo..., ¿conseguiría volver a subir? Solo seguro que no, y posiblemente Anna estaba demasiado débil para ayudarle.

Mientras aún estaba allí indeciso llegaron de repente voces hasta sus oídos.

Antón tuvo la sensación de que se quedaba petrificado. Sólo había dos posibilidades: o eran vampiros..., o Geiermeier, el guardián del cementerio, y su ayudante Schnuppermaul.

Su primera idea fue salir corriendo. Pero luego se dijo que con eso lo único que haría sería llamar la atención. Y en caso de que fueran vampiros no les costaría ningún trabajo alcanzarle.

Lleno de miedo miró a su alrededor y para gran alivio suyo encontró un árbol caído. Corrió rápidamente hacia él y se escondió entre el ramaje.

Había sido el momento justo para esconderse, pues Antón vio cómo se acercaban dos figuras. Su corazón latía como loco.

En aquel momento asomó la luna de entre las nubes y Antón reconoció que se trataba de Geiermeier y Schnuppermaul. Vestían unas batas de trabajo de color gris de cuyos bolsillos asomaban largas y afiladas estacas.

Antón notó cómo se le ponía la carne de gallina.

«¡No hay ni que rechistar!», pensó echándose la capa por encima de la cabeza como si fuera una capucha.

—¡No hay nadie! ¡Hemos vuelto a llegar demasiado tarde! —oyó decir a la voz ronca de Geiermeier.

Schnuppermaul dejó caer la estaca. Su voz sonó aliviada cuando dijo:

—¡Entonces deben haberse marchado ya volando!

—Y todo por tu culpa —gruñó Geiermeier—. ¡Tenías que tirarte tanto tiempo metido en la bañera!

—Es que estaba muy sucio —se defendió Schnuppermaul—. Llevo todo el día revolviendo en la negra tierra del cementerio y tenía que asearme primero.

—¡Bah, asearte! —gruñó Geiermeier—. Estoy empezando a hartarme de tu manía de la limpieza. Un jardinero de cementerio que se asusta de tener un poco de porquería entre las uñas debería cambiar de profesión.

—¿Cómo? —exclamó sobresaltado Schnuppermaul—. ¿Quiere eso decir que no quieres tenerme más contigo?

—No, naturalmente que no —dijo Geiermeier tranquilizándole—. Ya sabes todo lo que tenemos que hacer durante las próximas semanas. —Con un deje de ensueño añadió—: Muy pronto habremos convertido esta selva en un magnífico jardín, y entonces...

Hizo una pausa antes de proseguir elevando la voz:

—¡Y entonces acabaremos de una vez por todas con esa chusma de los vampiros, con esa banda de chupasangres!

—Cla... claro que sí —tartamudeó Schnuppermaul subyugado por la efusión del guardián del cementerio—. Naturalmente.

—¡Vamonos! —ordenó Geiermeier, y Antón vio cómo se daban la vuelta.

Sólo entonces se atrevió a respirar profundamente. Le daba vueltas la cabeza.

¿Qué era lo que había dicho Geiermeier?... «Convertir el cementerio en un jardín» y «acabar con la chusma de los vampiros»... ¿Era aquello solamente un deseo?... ¿O era ya un plan establecido?

Antón no lo sabía. Pero una cosa sí tenía muy clara: ¡había que prevenir a los vampiros!

Y eso sólo lo podía hacer una persona: ¡él mismo!

VISITA A UN ENFERMO

Antón reunió todo su valor y fue hasta el agujero de entrada atravesando la alta hierba. Allí echó a un lado la losa cubierta de musgo, miró tras de sí nuevamente con precaución... y como no observó nada sospechoso se deslizó con los pies por delante en el interior del estrecho pozo negro. Apenas hubo llegado abajo oyó una clara voz que exclamaba:

—¿Quién hay ahí?

¡Aquella era la voz de Anna!

—¡Soy yo, Antón! —exclamó volviendo a correr la losa por encima del agujero.

—¿Antón?

La voz de Anna sonó sorprendida.

—¿Qué es lo que quieres?

—Hacerte una visita —contestó bajando las escaleras de la cripta corriendo.

Al resplandor de una vela ya medio gastada que había en la pared vio a Anna echada en su ataúd. Su pequeño y pálido rostro se había afilado y casi parecía transparente.

—¡Anna!

Fue hacia ella alegre y excitado.

—Yo..., estoy enferma —dijo previniéndole y bajando la mirada.

Antón tomó su pequeña y fría mano y se la estrechó.

—¿No te encuentras ahora ya un poco mejor?

—Un poco —murmuró ella, pero no sonó muy convincente.

—Quería decirte que... que lo siento mucho.

¡Qué difícil era decir algo así! Antón tosió apocado.

Con una débil sonrisa Anna dirigió sus ojos hacia él.

—Gracias —dijo en voz baja, y Antón vio que tenía los ojos hinchados e inflamados.

—¿Puedo ayudarte de alguna manera? —preguntó compadecido.

—¿Ayudarme? No sé..., sí, quizá...

—¿Cómo?

—Hay unas gotas... Se lo oí contar una vez a tía Dorothee.

—¿Gotas para los ojos?

—Tía Dorothee las llamó lágrimas del diablo.

—¿Y te ayudarían?

—Sí. Pero no sé dónde las hay.

—¿No se lo puedes preguntar a tía Dorothee?

—No. —Ella sacudió con decisión la cabeza—. Entonces se descubriría todo. Ya sabes que a nosotros los vampiros no se nos permite tener contactos amistosos con los seres humanos.

—Es verdad —dijo Antón.

¡El pequeño vampiro había tenido incluso una vez prohibición de cripta por eso!

—Quizá se consigan las gotas en el médico —dijo él.

—¿Tú crees? —dijo ella dudándolo.

—¡Sí!, ¿por qué no?

Cuanto más pensaba en ello, mejor le parecía la idea.

—¿No has oído hablar nunca de la avalancha de medicamentos?

—¿De qué?

—Hoy hay un remedio adecuado para cada enfermedad. ¿Por qué no va a poder conseguirse entonces lágrimas del diablo?

Un rayo de esperanza se reflejó en la cara de Anna.

—Si eso pudiera ser...

—¿Y los demás no se preocupan en absoluto de ti?

Antón pasó su mirada por toda la cripta. Las tapas de los ataúdes, en desorden y echadas a un lado, demostraban que los demás vampiros se habían marchado apresuradamente. Sólo había un ataúd cerrado: el de tío Theodor. ¡Pero tío Theodor hacía ya mucho tiempo que no estaba entre los..., ejem..., vivos!

Anna se encogió de hombros.

—Nosotros somos así.

—Y encima Rüdiger ha tirado la caja de leche que yo te iba a traer —dijo quejándose Antón.

—Yo ya no bebo leche —contestó dulcemente Anna.

—¿Absolutamente nada?

—Ni una gota.

Antón sintió un escalofrío. Anna había sido la única que al menos de vez en cuando aún se alimentaba de leche.

—Pero preferiría morirme de sed antes que hacerte a ti...— dijo poniéndose colorada.

—Yo..., eh..., tengo que decirte algo —desvió la atención apresuradamente Antón.

—¿Sí? —preguntó ella en actitud expectante.

—Geiermeier y Schnuppermaul...; he oído cómo conversaban sobre vuestro cementerio. ¡Quieren convertirlo en un jardín!

Anna soltó un grito ahogado.

—¿Eso han dicho? ¿No habrás oído mal?

—No.

—¡Entonces tendrá que reunirse nuestro Consejo de Familia! —declaró respirando violentamente—. Y tenía que ser precisamente ahora que tengo lo de los ojos... Pero tú me conseguirás las lágrimas del diablo, ¿verdad?

Miró implorante a Antón. El se acaloró.

—¡Sí!

—¿Ahora mismo? —preguntó ella urgiéndole.

Antón la miró sorprendido. «Pero hoy es sábado», iba a responder; pero luego lo pensó mejor y dijo:

—Bien, si tú quieres...

—¡Naturalmente que quiero! —exclamó ella—. Quizá mi vida de vampiro dependa de esas lágrimas del diablo.

—Entonces me voy ya —murmuró Antón avergonzándose un poco de haberla hecho concebir falsas esperanzas; pues él sólo podía intentar conseguir las gotas como muy pronto el lunes por la mañana en casa de la doctora Dósig. Pero así, al menos, salía rápidamente de la cripta..., ¡antes de que regresara alguno de los demás vampiros! Sólo tenía que ayudarle Anna a trepar...

—¿Por qué no te vas? —preguntó ella al quedarse parado él junto a su ataúd.

Apocado dijo:

—Yo..., yo solo no puedo.

—¿El qué?

—Trepar por el pozo.

—¡Ah, bueno! Pues entonces utiliza la salida de emergencia.

—¿Y dónde está?

Anna se rió en voz baja y señaló el ataúd de tío Theodor.

—Ahí dentro. Tienes que abrir la tapa.

—¿Y luego?

—Ya lo verás.

Antón se acercó de mala gana al gran ataúd negro. ¡La artísticamente grabada «T», enmarcada por dos cuerpos de serpientes, no era precisamente muy seductora! Pero se sobrepuso y tiró con todas sus fuerzas de las dos asas doradas.

Al principio no ocurrió absolutamente nada, luego hubo una sacudida y la pesada tapa se corrió hacia un lado.

—Bueno, ¿qué? —exclamó expectante Anna—. ¿Ves la salida de emergencia?

—No. Todo está negro como el carbón.

—Entonces coge la vela de la pared.

—¿La vela?

Antón se dio la vuelta vacilando. No estaba demasiado seguro de si realmente quería ver con tanta precisión el interior del ataúd.

—Sí. De todas formas necesitas la luz si vas por la salida de emergencia. Ahí dentro está oscurísimo, por lo menos para vosotros los seres humanos.

—¿No necesitas tú la vela? —preguntó Antón todavía indeciso.

Ella sacudió la cabeza con tristeza.

—No. Ya no puedo leer.

Antón cogió la vela y, muy preocupado, iluminó el interior del ataúd de tío Theodor.

Al principio sólo vio grandes y gruesos copos de polvo y un par de arañas muertas. Cuando llegó a la cabecera del ataúd descubrió un pasadizo que se introducía en diagonal en la tierra. No le pareció demasiado tentador.

—Yo..., no sé —murmuró.

—No tienes que tener ningún miedo de que se hunda —le tranquilizó Anna.

—No lo tengo. Pero podría venirme de frente alguien. Tía Dorothee, por ejemplo.

—No. Está estrictamente prohibido utilizarlo como entrada.

—¿De veras? —dijo Antón ahora ya más confiado.

—Sí —resonó la voz de ella desde la oscuridad de la cripta.

Después de una pausa ella añadió:

—Y además, me parece importante que conozcas nuestra salida de emergencia ahora que se está poniendo difícil la cosa con Geiermeier y Schnuppermaul.

—Eso es verdad —asintió Antón—. Bueno, pues... me voy.

—Mucha suerte —dijo ella en voz baja—. ¡Y no te olvides de las lágrimas del diablo!

Antón se metió en el ataúd, cerró la tapa y se introdujo en el pasadizo.

LA SALIDA DE EMERGENCIA

Avanzaba con suma cautela para que no se le apagara la vela. Su pequeña y débil luz temblaba y oscilaba..., pero no se apagó.

Esto infundió ánimos a Antón y miró con curiosidad a su alrededor.

Las paredes estaban cuidadosamente alisadas. En algunos sitios alguien había grabado cosas. Antón descubrió una gran «L», luego una boca de la que asomaban dientes de vampiro y, por último, un corazón en el que ponía «A + A». ¡Seguro que el corazón era obra de Anna! Y Antón también podía imaginarse a quiénes se referían las dos «A». Con la uña escribió detrás un grueso signo de interrogación.

El pasadizo se hizo entonces más angosto. El final ya no podía estar muy lejos; de eso se dio cuenta Antón por el aumento de la corriente de aire, que hacía temblar cada vez más la pequeña luz de la vela.

De repente se apagó y Antón se quedó completamente a oscuras. Pero sólo durante un momento..., hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.

Entonces vio delante un mortecino resplandor que parecía salir por una hendidura. Según avanzaba vio que había una piedra delante de la salida, por cuyos lados entraba un poco de luz.

Tenía que ser una placa mortuoria del cementerio. Al tacto era fría como el mármol y tan pesada que Antón sólo la pudo correr a un lado centímetro a centímetro.

Finalmente lo consiguió. Se deslizó por el hueco... y pegó un fuerte grito: delante de él se abría un abismo, un agujero negro lleno de agua.

Vio paredes muradas y cubiertas de musgo y una estrecha escalera de mano que conducía hacia arriba. Y entonces supo de pronto dónde se encontraba: ¡en un viejo pozo!

Temeroso escudriñó con la vista hacia abajo, hacia el agua, que hacía glu-glú y en la que se reflejaba la luna: si se hubiera caído allí dentro...

Pero quizá no era tan profundo. Encontró un guijarro y lo dejó caer pesadamente en el agua. Inmediatamente se oyó un clac.

Antón respiró aliviado: según eso el agua apenas si podía llegar a la altura de las rodillas. Pensó que realmente podía habérselo imaginado. ¡Anna nunca permitiría que el encontrara su perdición sin saberlo!

Sacudió la escalera de mano. Era de hierro, bastante oxidada ya pero todavía firmemente sujeta a la pared.

Antón se aupó y luego subió lentamente hacia arriba escalón a escalón.

No miró hacia atrás ni una sola vez..., por miedo a que le diera vértigo y se precipitara al vacío. Una vez había leído que a un hombre le había pasado eso.

Cuando hubo alcanzado el borde del pozo suspiró profundamente.

A tan sólo un par de pasos de distancia vio la vieja capilla. A Geiermeier le gustaba ocuparse a menudo de aquella capilla y Antón supuso que era allí donde guardaba sus herramientas para luchar contra los vampiros: sus estacas, su martillo y sus provisiones de ajo. ¡Brrrr! ¡Para Antón lo mejor era esfumarse antes de que pudiera aparecer por allí Geiermeier! Extendió los brazos por debajo de la capa y echó a volar.

En casa comprobó con alivio que sus padres aún no habían regresado de la visita a la familia Dósig.

Luego se dejó caer en la cama, volvió la cabeza hacia la pared... y un instante después ya estaba durmiendo.

NO DEL TODO MENTIRA

Domingo por la mañana... Antón se despertó y parpadeó. Tenía la sensación de venir de muy lejos. Como entre niebla vio que alguien estaba de pie junto a su cama: su madre.

Volvió a cerrar los ojos y gruñó:

—¿Por qué me despiertas tan temprano?

—¿Temprano?

Ella se rió burlonamente.

—En otras familias hace ya tiempo que están comiendo.

—¿Qué hora es entonces?

—Las doce y media.

Antón se sobresaltó muchísimo. Las doce y media: ¡aquello era su récord hasta ahora!

—¿Qué es lo que pasó aquí anoche?

La voz de su madre sonó cortante.

—¿Aquí? ¿Por qué?

—Estuviste fuera, ¿verdad?

Antón se rascó la cabeza.

—Hummm,.., sí.

Realmente ignoraba cómo se había enterado ella, pero era evidente que mentir no tenía ningún sentido.

—Quería respirar aire puro.

—¡Respirar aire puro..., ya, ya! —repitió ella airada—. Eso es completamente nuevo.

—Me dolía la cabeza.

—¿Quieres que te diga lo que yo creo?

Al mirarle los ojos de ella echaban chispas. Antón se sentó completamente desfallecido.

—Yo creo que ibas a reunirte con tus amigos.

—¿Con qué amigos?

—Con esos... ¡vampiros! ¿Por qué otra tazón, si no, ibas tú a andar vagando en la oscuridad?

Antón no sabía qué tenía que contestar a aquello. Por hacer algo siguió rascándose.

—¡Deja ya de una vez de rascarte la cabeza! —exclamó indignada su madre—. ¡Más vale que me cuentes qué has hecho para ensuciarte de tal manera los zapatos y embadurnarte los pantalones de barro!

Cogió los zapatos de Antón, que estaban delante de la ventana, y los pantalones, tirados en el suelo, y los balanceó de un lado a otro delante de él.

Con espanto Antón comprobó que tenían la misma pinta que si se hubiera rebozado en el fango.

—Yo... —empezó a decir, y se atascó.

—¿Sí? —preguntó ella.

Bajo su inquisitiva mirada Antón se puso primero colorado y luego pálido; hasta que de repente se le ocurrió la idea salvadora..., una excusa que no era del todo mentira:

—He estado entrenándome... para la fiesta deportiva.

—¿Fiesta deportiva?

Ella le miró fijamente, sorprendida y desconcertada.

—¡Sí! El viernes tenemos la fiesta deportiva y yo tenía que prepararme.

—¿Precisamente el sábado cuando ya era de noche?

—Bah —dijo con ligereza—, es que el programa de la televisión era tan aburrido...

Luego aún se acordó de otra cosa más:

—Y el litro de leche también me lo bebí para la fiesta deportiva..., para ganarme un diploma. Vosotros queréis que gane un diploma, ¿no?

Su madre le lanzó una mirada colérica. Sin duda intuía que Antón no le había contado toda la verdad. Pero, naturalmente, eso ella no lo podía demostrar.

—Tienes el desayuno en la cocina —dijo ella, completando irónicamente—: ¡deportista!

—Enseguida voy —sonrió Antón—; tengo que ponerme fuerte..., ¡para el viernes!

En realidad no podía soportar las fiestas deportivas: correr tontamente por todo el barrio, saltar a un hoyo lleno de arena y tirar por el aire un balón de goma lleno de arena...: aquello no era de su agrado. ¡Lo único bueno era que ese día no había clase!

LA RECETA

Sea como sea, Antón también tuvo libre el lunes. Allí estaba, de mal humor y sin nada en el estómago, en el laboratorio de la doctora Dosig mirando cómo la asistente le extraía sangre. Lo hizo con mucha habilidad y apenas le dolió.

—¿Qué hacen ustedes realmente con la sangre? —quiso saber Antón.

—La analizamos —respondió ella.

—¿Y después?

—Se tira.

—¡Qué pena!

—¿Pena?

Levantó la cabeza y examinó a Antón medio sorprendida, medio divertida.

—¿Sabes entonces un uso mejor?

—¿Yo? —sonrió irónicamente Antón—. ¿Por qué yo?

La asistente le quitó la aguja del brazo y eso le dolió.

—¡Ay! —gritó Antón.

—¿Te he hecho daño? —preguntó ella.

—Bah, estoy acostumbrado a sufrir —dijo él.

Ella se rió.

—Bueno, pues hasta la próxima vez.

—¡Mejor no! —dijo Antón entrando al trote en la consulta, donde su madre ya había tomado asiento junto al escritorio de la doctora Dósig.

—¡Aquí viene nuestro deportista! —le saludó la doctora Dósig.

—¿Deportista? —gruñó Antón frotándose el lugar del pinchazo, sobre el que llevaba un esparadrapo.

—Sí. Ya me ha informado tu madre de con cuánto celo te preparas para vuestra fiesta deportiva.

—Ah, sí.

Ella le sonrió a Antón indicándole la silla que había inmediatamente delante de su escritorio.

—¡Siéntate, anda!

De mala gana Antón se dejó caer en la silla tapizada. Tenía la sensación de que le esperaba un largo y agotador interrogatorio.

La doctora Dósig hizo «clic» con su bolígrafo.

—¡Bueno, Antón, entonces cuéntame qué tal te va!

—¿A mí? ¡Fenómeno!

—¿Ningún problema?

Volvió a hacer el ruidito del «clic» con su bolígrafo.

—Sólo me duelen los ojos de vez en cuando —dijo Antón confiando en no ponerse colorado.

Vio que su madre y la doctora Dósig cambiaban una mirada de sorpresa.

—¿Tus ojos? —preguntó luego la doctora Dósig—. ¿Qué molestias tienes?

—Bueno...

Antón se había preparado con anterioridad muy bien lo que iba a decir. ¡Pero hacerle creer un embuste a una doctora era más difícil de lo que había pensado!

—Me arden tanto... Y hace poco, en el colegio, no pude leer como es debido porque me escocían mucho.

—¡¿Por qué no me lo has dicho?! —exclamó la madre de Antón con un tono lleno de reproche.

—Yo..., es que es sólo a veces y por eso se me había olvidado.

La doctora Dosig anotó algo antes de levantarse.

—¡Vamos a ver entonces!

—¿No hará daño? —exclamó Antón.

—No.

Tuvo que mover en varias direcciones los ojos.

—No veo nada de particular —observó la doctora Dósig—. ¿No será que lees demasiado?

—Sí: ¡esas condenadas historias de vampiros! —dijo la madre de Antón con una cólera mal disimulada.

—¿Historias de vampiros?

La doctora Dósig aguzó el oído. Dirigiéndose a Antón preguntó:

—¿Te gusta leer esas historias?

Contra su voluntad tuvo que sonreír irónicamente.

—Si.

—¿Y crees que hay también vampiros en la vida real?

—Eso no lo cree nadie —dijo Antón, y tuvo que volver a sonreír irónicamente.

Al parecer su respuesta había satisfecho a la doctora Dósig. Ella le asintió a la madre de Antón y dijo:

—¿Lo ve usted? Sabe distinguir muy bien la fantasía de la realidad.

Escribió algo nuevamente. Luego le tendió a Antón una hoja: una receta.

—Para tus ojos —explicó—. Te he recetado unas gotas. Te las echarás en cuanto los ojos te vuelvan a arder.

Antón miró cautivado la receta intentando descifrar la letra.

La primera letra podría ser una «T»...

Latiéndole el corazón preguntó:

—¿Y cómo se llaman las gotas?

Aquello era un poco descarado..., pero tenía que hacerlo.

—«Tulli-Ex» —contestó la señora Dosig.

—¿«Tulli-Ex»? —repitió Antón lleno de decepción.

—¿Querías otras? —preguntó asombrada la doctora Dosig.

—Ejem..., ¿podría usted, quizá..., recetarme lágrimas del diablo?

—¿Cómo dices? ¿Lágrimas del diablo?

La doctora Dósig se rió extrañada.

—Nunca he oído hablar de ellas. No, te pondrás las «Tulli-Ex», que son suaves y se toleran bien.

—¡Lágrimas del diablo! —exclamó la madre de Antón—. ¡Eso seguro que lo ha leído en uno de sus libros de terror!

La doctora Dósig puso delante suyo el bolígrafo encima de la mesa. A todas luces el examen había concluido.

Antón sintió cómo su cuerpo se relajaba.

—¿Y el cuadro sanguíneo? —preguntó su madre.

—No lo tendré hasta mañana. Vuelva, por favor, a llamarme entonces por teléfono.

La doctora Dósig se levantó y Antón, aliviado, siguió su ejemplo.

—Bien, entonces llamaré mañana.

Por el gesto contrariado de su madre se dio cuenta de que ella había esperado más de la visita al médico.

«Sí...», pensó complacido Antón, «uno nunca está seguro contra las sorpresas desagradables».

Antón se dio cuenta enseguida en el coche de cuánta razón tenía cuando su madre dijo:

—¡Por cierto, ahora ya se acabó eso de leer tanto!... ¡Y también tanta televisión!

—¿Eso por qué? —exclamó indignado Antón.

Ella sacó la receta de la guantera y se la pasó a Antón por delante de la cara.

—¡Por esto!

Antón se mordió los labios y no replicó.

¡Anda, que total no tenía que aguantar nada..., por Anna!

Durante el viaje estuvo pensando en las posibilidades que aún le quedaban para dar con las lágrimas del diablo. Podía, por ejemplo, preguntarle al profesor de biología..., o buscarlo en el diccionario..., o enterarse en una librería..., o llamar por teléfono al periódico. Pero las posibilidades no le parecían muy prometedoras.

De pronto su madre se aproximó a la acera y detuvo el coche. Antón se sobresaltó... y vio un gran letrero: Farmacia.

¡¿Cómo no se le habría ocurrido a él?!

Con un rápido movimiento se hizo con la receta.

—¡Iré yo! —declaró abriendo la puerta del coche.

¡Gracias a Dios su madre se quedó sentada y no le siguió!

Entró bastante nervioso en la farmacia. Estaba vacía..., a excepción de un hombre con aspecto simpático que llevaba una bata blanca y se hallaba detrás del mostrador escribiendo algo en un libro.

Sólo levantó la vista cuando Antón puso allí su receta. Luego sacó un paquete de uno de los estantes —«Tulli-Ex», llevaba puesto en letras impertinentemente grandes— y lo colocó ante Antón.

Pero Antón no se inmutó.

—¿Deseas algo más? —preguntó el farmacéutico un poco sorprendido.

Antón carraspeó.

—Yo..., eh, «Tulli-Ex» son gotas para los ojos, ¿no?

—¡Sí!

—¿Me las recomienda usted? Quiero decir, ¿usted se las echaría si...?

—¿Por qué no?

—Es que... —Antón respiró profundamente—. Me han dicho que hay unas gotas muy especiales..., un amigo me las ha recomendado...

—¿Y qué más?

El farmacéutico le observó sin ocultar su curiosidad.

—Se llaman lágrimas del diablo —explicó Antón.

—¿Lágrimas del diablo?

El farmacéutico se rió de tal manera que Antón pudo ver sus largos dientes amarillos.

—Nunca lo he oído. ¿Y eso son gotas para los ojos?

Antón asintió.

—Podría preguntarle a la computadora.

El farmacéutico encendió una pantalla. Después de un rato dijo:

—Lo que me suponía: «lágrimas del diablo» no existe. Tu amigo te ha tomado el pelo.

Señaló las «Tulli-Ex»:

—Prueba con éstas.

—Sí, gracias.

Antón se guardó el paquete y se marchó.

«Pobre Anna», pensó.

«TULLI-EX»

En su habitación Antón abrió el paquete y sacó el pequeño frasco de plástico transparente. Con cautela dejó caer en su mano un par de gotas del claro líquido y lo olió.

«Tulli-Ex» no olía absolutamente a nada.

¿Serían las lágrimas del diablo igual de incoloras e inodoras? ¡Qué estúpido había sido de no preguntárselo a Anna! Si lo hubiera hecho, le bastaría llevar las «Tulli-Ex» diciendo que eran lágrimas del diablo.

¡Si Anna se lo creyera, quizá le sirvieran también las «Tulli-Ex»!

Antón sacó del paquete el prospecto, apretadamente escrito, e intentó leer lo que ponía allí sobre «Tulli-Ex». Aquello se hallaba plagado de extranjerismos y todo estaba expresado de forma muy complicada. Mas, con todo, Antón entendió que las gotas «Tulli-Ex» eran «extraordinariamente suaves» y que se podían emplear para cualquier afección de los ojos: desde ojos cansados e irritados hasta conjuntivitis.

El no sabía en realidad qué enfermedad de los ojos tenía Anna, pero seguro que las «Tulli-Ex» no le podían hacer daño.

Miró pensativo el frasco por todas partes..., y de repente tuvo una idea: lo único que tenía que hacer era quitar la etiqueta que ponía «Tulli-Ex». Entonces ya nadie podría decir con seguridad qué clase de gotas había en el frasco. ¡Y quizá consiguiera hacerle creer a Anna que eran sus anheladas lágrimas del diablo!

Antón aún se acordaba de cómo se quita una etiqueta desde la época en que coleccionaba sellos.

Entró en el baño y cogió una palangana con agua. Luego volvió a cerrar cuidadosamente el frasco y lo metió en el agua templada.

Y por último lo tapó todo con su atlas. ¡Su madre no tenía por qué enterarse de sus asuntos!

El resto del día fue más bien desconsolador.

A Antón no le dejaron leer ni ver la televisión tal como había anunciado ya su madre.

Cuando oscureció se puso su chandal, se guardó las «Tulli-Ex» en el bolsillo y entró en la sala de estar.

Naturalmente sus padres permanecían sentados delante de la televisión. Estaban viendo una de esas aburridísimas series familiares.

—¿Qué? ¿Ya estáis viendo otra vez la familia Bohnsack y sus amigos? —sonrió irónicamente Antón.

Su madre le lanzó una mirada enfadada.

—¿Te has echado las gotas?

—Sí. ¿Puedo irme abajo otra vez?

—¿Ahora? ¡Pero si fuera está ya completamente oscuro!

—Pero es que tengo que entrenarme para la fiesta deportiva. —Se mordió los labios..., como siempre que quería no reírse—. Y tampoco está tan oscuro. Además, sólo correré por la calle donde hay farolas.

—¿Y por qué no has corrido por la tarde, cuando había luz?

—He estado entrenándome en mi habitación —dijo Antón—. Flexiones de rodillas y..., ¿cómo se llama?..., aboyos sobre las manos.

—¡Apoyos sobre las manos! —corrigió el padre de Antón—. Bueno, a mí me parece estupendo que a Antón le hayan entrado ya de una vez ganas de hacer deporte. Y, ¿por qué no va a poder dar un par de vueltas delante de la casa? Al fin y al cabo ya no es un bebé.

—¡Exacto! —se alegró Antón.

—Bueno, si vosotros lo decís... —dijo mordaz la madre de Antón.

—¡Entonces hasta luego!

Antón hizo una flexión de rodillas para demostrar lo deportista que era y se fue hacia la puerta.

Dentro del ascensor sacó las «Tulli-Ex» del bolsillo. ¡Si tenía suerte, encontraría al pequeño vampiro por el camino, y entonces él podría darle las gotas a Anna!

UN REENCUENTRO

En la explanada de delante de su casa Antón hizo un par de ejercicios que conocía de la clase de gimnasia: flexiones del tronco, tocarse la punta de los pies, giros de brazos, dar saltos. Mientras lo hacía miraba de reojo hacia arriba: al fin y al cabo era muy posible que sus padres le estuvieran observando.

Antón tenía la sensación de que las cortinas de la ventana de la cocina se habían movido ligeramente, aunque no estaba del todo seguro.

Se puso en movimiento.

Un hombre gordo que llevaba un portafolios venía frente a él y de mala gana tuvo que echarse a un lado.

—¡Eh, jovencito, esto no es un campo de deportes! —gruñó.

—Ah, ¿de verdad que no? —dijo Antón empujándole intencionadamente un poco al pasar.

—¡Maldito granuja! ¡Como te coja! —gritó echando a correr detrás de Antón un trecho, pero, naturalmente, no tuvo posibilidad alguna de alcanzarle.

—Debería hacer deporte como yo —le gritó Antón sonriendo maliciosamente.

—¡Espera y verás, buena pieza!

El hombre se quedó parado y tomó aliento.

—Algún día te atraparé, y entonces...

Antón ya no se enteró de lo que iba a hacer entonces, pues había cruzado la calle y desaparecido por un camino densamente cubierto de vegetación.

Se tomó un respiro detrás de un matorral. Sentía pinchazos en el costado...: señal de que él tampoco estaba demasiado en forma. Pero, con todo, había sido suficiente para escaparse del gordo. Este tipo de gente siempre pensaba que todo era suyo: el camino, la calle y el mundo entero. Además: ¡Antón no podía aguantar a esos tipos que llevaban portafolios!

—¡Bravo, muy bien hecho! —dijo entonces de repente una voz ronca al lado suyo.

Antón se dio la vuelta... y vio a Lumpi.

—¡Yo no te hubiera creído capaz de ello en absoluto!

—¿De... de qué? —tartamudeó Antón dando un paso atrás.

La cara de Lumpi estaba sembrada de pústulas rojas y parecía una paella. En la barbilla, entre la escasa barba, brillaba un gran esparadrapo embadurnado de sangre... ¡Brrrr!

—De ser tan valiente —explicó Lumpi avanzando dos pasos hacia Antón—. ¡Hay que ver cómo has atropellado al gordo!... ¡Sencillamente fenomenal! Tú no temes ni al mismísimo diablo, ¿no? —Puso sus grandes y poderosas manos sobre los hombros de Antón—. ¡Está bien que nos hayamos vuelto a ver por fin! —dijo con voz ronca, enseñándole a Antón sus impecables dientes.

—Sí, muy bien —balbució Antón intentando librarse del agarrón de Lumpi. Pero le sujetó tan fuerte como si lo hiciera con dos tornos.

—¡Ahora tienes un aspecto aún mejor que antes! —Lumpi le examinó con ojos relucientes y lentamente hizo correr su mirada por la cara de Antón hasta llegar a su cuello—-. ¡Tienes un aspecto sanísimo!

—¿Tú crees? Mi madre no piensa lo mismo.

—Ah, ¿de verdad? —A Lumpi se le notaba claramente que no creía una sola palabra de lo que decía Antón—. ¿Y qué es lo que dice entonces tu mamá?

—Me ha obligado incluso a ir al médico.

—Médico... ¡Qué asco! —Lumpi contrajo su ancha boca—. Hubiera debido mejor enviarte a mí. —Y con una ávida mirada al cuello de Antón añadió—: Un pequeño mordisquito mío puede hacer milagros, créeme.

Antón tuvo un gélido escalofrío. Subió los hombros y dijo:

—¡Yo... tengo anemia!

—-¿Qué? ¿Anemia? —gritó Lumpi, y escupió al suelo—. ¡Esa es la enfermedad más inútil y más desagradable que conozco!

Volvió a escupir lleno de repugnancia.

Luego su rostro adoptó una expresión taimada y ladina, y parpadeando le dijo a Antón:

—Sólo hay una cosa que no me creo: ¡que tengas tú esa enfermedad!

Antón se esforzó por permanecer completamente frío.

—¿Y por qué no? La doctora me mandó que me hicieran incluso un cuadro sanguíneo.

—¿Un cuadro... sanguíneo? —repitió Lumpi escuchando atentamente y con recelo el sonido de aquellas palabras. Luego su estado de ánimo cambió de nuevo y tronó—: ¿Y por qué la doctora? ¡Yo sí que puedo hacerte un buen cuadro sanguíneo!

Antón vio espantado cómo los ojos de Lumpi adoptaban ese brillo rígido...; era la mirada con la que los vampiros hipnotizaban a sus víctimas.

¡Antón tenía que hacer algo!

Con un presuroso movimiento sacó las «Tulli-Ex» del bolsillo y se las puso a Lumpi justamente debajo de la nariz.

Lumpi lanzó un resuello de fastidio.

—¿Eso qué es? —gruñó.

—¡Son gotas, para Anna!

—Anna, Anna... —murmuró con voz apagada Lumpi—. Ahora Anna ya no cuenta. Ahora ya sólo estamos nosotros dos..., ¡tú y yo!

Soltó un gruñido profundo y gutural —«como un animal salvaje», pensó Antón temblando—, luego abrió bruscamente su gran boca y fue a clavar sus dientes de vampiro en el cuello de Antón.

Pero en el último momento Antón le metió... ¡el frasco de «Tulli-Ex» entre los dientes!

Dando un chasquido la dentadura de Lumpi se cerró alrededor del frasco.

Así se quedó durante unos segundos. Luego, poco a poco, pareció empezar a darse cuenta de que había algo que no cuadraba. Abrió los dientes y se cayó el «Tulli-Ex».

—¿Qué ha pasado? —preguntó aturdido Lumpi.

—Sólo quería darte las gotas de Anna —dijo impetuosamente Antón recogiendo el frasco del suelo.

Aprovechando la evidente confusión de Lumpi le puso el «Tulli-Ex» en la mano y dijo:

—¡Toma! ¡Estas son las gotas para Anna!

Lumpi estaba como obnubilado..., con aquella mirada ausente y vitrea.

A Antón le conmovió de una forma muy extraña verle en tal estado. Sabía que Lumpi era uno de los vampiros más peligrosos e imprevisibles. Y ahora, de repente, se dejó sin resistencia alguna que le dieran el «Tulli-Ex» cogiéndolo como un niño bueno y obediente.

¿Sería por las gotas «Tulli-Ex»? ¿Habrían ofuscado a Lumpi a través del frasco? ¿O era que los vampiros se quedaban así siempre que creían tener delante una..., ejem..., víctima?

Antón no lo sabía. Lo único que sí tenía muy claro era que no podía perder más tiempo. Si Lumpi se despertaba de su estupor, a Antón seguro que le costaba el cuello... iY nunca mejor dicho!

Enérgicamente volvió a decir de nuevo:

—¡Y acuérdate de las gotas! ¡Son para Anna..., y muy importantes!

Luego Antón salió corriendo a toda velocidad. Corrió a lo largo del camino sin volverse una sola vez. Cuando llegó a la calle oyó tras él un ronco aullido.

—¿Antón? ¿Dónde estás?

Aquella era la voz de Lumpi y sonó muy colérica.

Era evidente que había vuelto en sí.

Antón corrió todo lo deprisa que pudo. ¡Con aquella velocidad —pensó— batiría todos los récords en la fiesta deportiva! Llegó a casa completamente sin respiración.

—Te debes estar entrenando ya para los Juegos Olímpicos, ¿no? —bromeó su padre.

—No —dijo jadeante Antón—. Ha sido entrenamiento de supervivencia.

—¿Entrenamiento de supervivencia? —repitió en tono de censura su madre—. ¡Te apuntas a cualquier moda!

—¿Yo? —contestó Antón mirando con una sonrisa irónica las nuevas botas que llevaba su madre.

Se puso un poco colorada... y se volvió precipitadamente hacia el programa de televisión.

ANTÓN Y EL ASEO

—Entonces me voy a la cama —dijo Antón.

—¿Así como estás? —preguntó con agudeza su madre.

Antón se miró de arriba a abajo: su chándal estaba empapado en sudor y lo tenía pegado al cuerpo.

—No. Primero me quitaré el chándal.

—¡No me refiero a eso!

—Y también las zapatillas de deporte —añadió de mala gana—. ¿Puedo irme ahora a mi habitación?

—¡No!

—¿Y por qué no?

—Porque primero vas a ir al baño.

—Pues haberlo dicho enseguida —gruñó Antón.

—¡Y allí te darás una ducha!

—¿Ducharme? ¿Ya a estas horas?

—Sí. Es imprescindible —opinó el padre de Antón—. ¡E y D es el lema de todo deportista!

—¿E y D? —refunfuñó Antón.

¡A saber lo que era aquello!

—¡Entrénate y dúchate! —explicó su padre soltando una sonora carcajada presuntuosa.

Antón no le encontraba ninguna gracia a aquella observación. Pero no se le ocurrió ninguna réplica y por eso se fue al cuarto de baño.

Mientras se desnudaba pensó si ducharse o simplemente dejar correr el agua. Pero casi seguro que su madre comprobaría las toallas..., así que lo más sencillo era meterse enseguida en la ducha.

Cuando sintió el potente chorro de agua caliente sobre la piel incluso le gustó. A grito pelado cantó «Había una vez un barquito chiquitito»..., hasta que alguien desde el otro lado dio golpes en la pared diciendo algo a voces.

Antón cerró la ducha y exclamó:

—¡Tiene usted razón, yo también estoy en contra de demasiado aseo!

Entonces se abrió la puerta del cuarto de baño.

—¿Te has vuelto loco? —le regañó su madre—. ¿Quieres que los vecinos se nos suban al tejado?

—¿Al tejado? —dijo Antón riéndose maliciosamente y mirando al techo—. Yo creía que encima de nosotros vivía todavía alguien.

Cerró enfadada la puerta.

—Bueno —dijo Antón echándose la toalla por los hombros—. ¡Algunas personas nunca están contentas con nada!

Iba a entrar en su habitación, cuando, de repente, su madre se precipitó al lado suyo.

—Tu ventana aún está abierta —exclamó ella desapareciendo dentro de la habitación de Antón.

—¿Qué? ¿Que mi ventana está abierta? —se hizo el indignado Antón y empezó a tiritar por si las moscas—. ¿Quieres que me constipe o qué?

—Volvía a apestar terriblemente —dijo ella cerrando la puerta de un empujón—. ¡Como me entere de dónde viene siempre ese olor!

Antón sabía qué era lo que apestaba de aquella manera. A pesar de que la ventana había estado abierta hasta hacía un momento ya volvía a oler como en una leonera.

—¿No tendrás acaso viejos calcetines sucios en el armario? —preguntó su madre haciendo ademán de ir a abrir la puerta del armario.

—¡Alto! —gritó Antón.

Ella titubeó.

—¿Por qué no voy a poder mirar dentro de tu armario?

—Porque... hay dentro regalos que estoy preparando para vosotros.

—¿Regalos? —preguntó desconfiada.

—Sí. Para Navidades.

Sólo era 22 de octubre todavía, pero a pesar de ello:

—¡Es que algunos empiezan muy pronto con sus preparativos! —dijo Antón riéndose irónica y desvergonzadamente.

Le creyera o no, el caso es que había conseguido disuadirla de su intención de revolver en su armario.

—Bueno, entonces busca tú mismo —declaró ella—. ¡Y espero que saques como poco cuatro pares de calcetines sucios!... ¡Aunque por la peste que hay deberían ser más de cincuenta pares! —añadió mordaz, abandonando la habitación.

—Calcetines sucios —gruñó Antón—; yo no sé hacer magia.

—¡Si necesitas calcetines aquí tienes! —oyó entonces decir a una voz ronca, ¡y luego vio cómo por debajo de su cama asomaba una mano flaca tendiéndole dos calcetines negros llenos de agujeros!

—Rüdiger, ¿eres tú? —balbució.

—Sí. —La mano con los calcetines se retiró—. Pero no me descubras.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Tengo que hablar contigo.

—En... enseguida. —El corazón de Antón aún seguía latiendo rápida e irregularmente de tanto como se le había metido el miedo en el cuerpo—. Yo..., primero tengo que llevarle los calcetines a mi madre.

—Si me das unos limpios te puedes quedar los míos —declaró el vampiro riéndose con voz ronca.

—¿Calcetines limpios? ¡No hay problema!

Antón acudió al armario. Cuidadosamente enrollados había allí varios pares.

—¿De qué color los quieres?

—Negros. O no..., rojos, ¡rojo sangre!

Antón le arrojó un par de calcetines de color rojo brillante. Se los había hecho su abuela pero no se los había puesto nunca porque no quería andar por ahí pareciendo una cigüeña.

El vampiro soltó un silbido entre dientes.

—¡Qué cosa más bonita! —graznó, e inmediatamente después aterrizaron sus negros calcetines de vampiro delante de los pies de Antón.

A Antón le hubiera gustado tener unas tenazas para cogerlos. Se tapó la nariz y cogió los calcetines con la punta de los dedos. Se encontraban tan llenos de mugre que estaban ya completamente tiesos, y olían de una forma..., ¡sencillamente indescriptible!

Pero, con todo, ahora tenía algo que presentarle a su madre. Llevó los calcetines al cuarto de baño y los dejó caer con un profundo suspiro en la cesta de la ropa sucia. Luego exclamó hacia la sala de estar:

—Ya he encontrado los calcetines que olían tan mal.

—Estupendo —respondió la madre—. ¿Y dónde están ahora?

—En la cesta de la ropa sucia.

—Bueno. Entonces los lavaré mañana. ¡Que duermas bien!

—Sí. ¡Buenas noches!

SE AVECINA ALGO TERRIBLE

Cuando Antón regresó a su habitación no se veía a Rüdiger. Cerró la puerta y entonces salió el pequeño vampiro de debajo de la cama.

—¿Ya está el aire despejado? —preguntó con voz ronca.

—Sí —dijo Antón, y añadió-—: ¡Ya no están tus calcetines!

—¡Cierto! —sonrió irónicamente el vampiro.

Se sentó en la cama, estiró las piernas y movió los dedos de los pies con sus nuevos calcetines rojos.

—¡Realmente son endiabladamente bonitos!

—A Olga seguro que le habrían gustado también —bromeó Antón.

—¿A Olga?

El vampiro se levantó encolerizado y miró a Antón con ojos fulgurantes. Luego volvió a

...

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