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Espada Y La Rosa


Enviado por   •  21 de Octubre de 2013  •  905 Palabras (4 Páginas)  •  412 Visitas

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El monasterio abandonado

C

uando empieza a tañer la campana es que va a soplar el viento del norte.

Una vez pregunté al hermano Martín por qué toca esa campana sin que nadie la agite, pero el

hermano no supo responder.

La campana es pequeña. Cuelga en una espadaña situada sobre la puerta de entrada del monasterio.

Esa puerta, como todo el monasterio salvo la antigua cocina del patio donde vivimos Martín y yo, se

encuentra en ruinas. Nadie puede hacer sonar la campana. Sólo el viento del norte.

Pero la campana tañe antes de que el viento del norte comience a soplar. Tañe al atardecer, en días

oscuros como éste con el cielo cubierto de nubarrones plomizos que penden inmóviles del aire. Pasa

gritando una bandada de cuervos y apenas se han perdido sus gritos allá hacia el sur, comienza a tañer la

campana. Es entonces cuando dice el hermano Martín: «Moisés, añade un buen tronco al fuego. El

viento del norte va a soplar.»

Pronto comienzan sus aullidos. Porque el viento del norte nos trae los aullidos del lobo y los

demonios, aunque yo no sé si se limita a traer sus aullidos o son esos mismos aullidos los que forman,

los que constituyen la propia sangre y carne del viento del norte.

Vuelan en remolinos las últimas hojas del otoño. Tiemblan cimbreándose hasta rozar el suelo con su

copa los álamos y los cipreses. A veces uno se desgaja con un gemido casi humano, pero más fuerte,

más intenso; tal un gigante que gimiera. Entran ráfagas heladas por la puerta, por la chimenea,

esparciendo las llamas. Es atroz este silbido que llega hasta los huesos. Cuando ya todo está oscuro, las

llamas agitadas pintan las paredes con figuras siniestras. Temblando de frío y miedo me acurruco junto

al hermano Martín. Es entonces cuando el hermano me narra antiguas historias, historias de monjes que

vendieron su alma al maligno, de leprosos que ponen sordina a su campanilla para sorprender al viajero,

de partidas de soldados que incendian y asolan la campiña, de campesinos hambrientos que acechan a

los niños a quienes asesinan y luego devoran para combatir su hambruna, de siervos fugitivos que viven

entre las bestias salvajes en lo profundo del bosque. Silba el viento, se agitan bajo su soplo las llamas

del hogar que llenan en su danzar de inquietantes figuras las paredes y yo, tembloroso y asustado, me

acurruco junto al hermano que narra antiguas historias. De pronto el monje cesa en su parla.

–Escucha –dice–, escucha el silencio. El viento ha dejado de soplar. Ahora está nevando.

Sí. Ha comenzado a nevar. Me esfuerzo en ver, a través de la tabla rota en la parte superior de la

puerta de roble que el hermano atranca con un grueso leño, los copos blancos que caen mansamente

sobre el huerto, pero mis ojos no pueden taladrar la oscuridad.

El hermano y yo permanecemos junto al fuego que ahora arde tranquilo. Me gana el sueño y quedo

dormido junto al lar. No sé el tiempo que llevaré durmiendo, cuando el salvaje silbar de una ráfaga de

viento

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