FICHA TÉCNICA.
SanjuanaSSATrabajo11 de Marzo de 2016
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FICHA TÉCNICA
ESPAÑOL
RESEÑAR UN CUENTO
ANTECEDENTES
(Conocimientos previos)
¿Qué es un cuento?
¿Cuáles son sus principales características?
¿Qué cuentos han leído?
DEFINICIÓN
(¿Qué es?)
Narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos.
Narración breve de hechos imaginarios. Su especificidad no puede ser fijada con exactitud, por lo que la diferencia entre un cuento extenso y una novela corta es difícil de determinar.
CARACTERÍSTICAS
(Ejemplo 1 analizado)
1.- Personajes (antropomórficos y antropomorfizados)
2.- Situación inicial del personaje
3.- Serie de acontecimiento o acontecimientos que transcurre en el tiempo
4.- Situación final diferente a la situación inicial, a causa de los acontecimientos
5.- Unidad
6.- Veracidad o verosimilitud
7.- Interés
ESTRUCTURA
- Introducción o planteamiento:
La parte inicial de la historia, donde se presentan todos los personajes y sus propósitos. Pero fundamentalmente, donde se presenta la normalidad de la historia. Lo que se presenta en la introducción es lo que se quiebra o altera en el nudo. La introducción sienta las bases para que el nudo tenga sentido.
- Desarrollo o nudo:
Es la parte donde se presenta el conflicto o el problema de la historia, toma forma y suceden los hechos más importantes. El nudo surge a partir de un quiebre o alteración de lo planteado en la introducción.
- Desenlace o final:
Parte donde se suele dar el clímax, la solución a la historia y finaliza la narración. Incluso en los textos con final abierto, hay un desenlace. Puede terminar en un final feliz o no.
MODELO DE ANÁLISIS
XXXIII DE LO ACONTECIDO LA TERRIBLE SEMANA EN QUE EL MÁRQUEZ MANTUVO ATEMORIZADO A TODO EL 2º B MATUTINO DE LA SECUNDARIA 19 Y OTROS SUCESOS DE NO MENOR RELEVANCIA*
La mayoría se quedó con aquella impresión, muy conformes, de que el Márquez nos la había perdonado, o que le bastó una semana de tenernos bajo permanente pánico y cuidado, esperando la hora en que decidiera continuar con el cumplimiento de su amenaza de desquitarse acomodándonos una sarta de madrazos. El Tío había sido el primero, luego señaló al Jacobo y le dijo muy claro: Sigues tú, güey. Se lo dijo frente a todos, gritó para que lo oyéramos, dándonos a entender que si el que seguía era el Jacobo, después habría más, los que nos habíamos burlado de él. Y ni para qué le sacaba cuentas, el Márquez no iba a sacar cuentas, el grupo completo se había reído de él y ya, no era cosa de averiguar quién sí y quién no. Luego, todo mundo creyó que con una semana de imponer el miedo tuvo el Márquez para perdonarnos, para que le bajara la calentura. Aunque la sensación se mantuviera allí siempre, sorda. Saber que una sola persona basta para dejar clavado el terror de vivir a la espera de ser el siguiente, todo el tiempo. Tarde o temprano vuelve a surgir esa sensación, ¿a poco no? Al menos estoy seguro de que aquellos veintisiete del Segundo B matutino hemos vivido bajo esa sombra, incluyendo a las morras (eran como trece o catorce, poco menos o poco más de la mitad del grupo), porque ellas también se burlaron del Márquez y, por lo tanto, también les tocaba la amenaza. Pero todos respiramos tranquilos cuando vimos que se cumplió la semana y saliendo de la clase en el laboratorio de inglés, el Márquez, en lugar de atizarle una patada voladora al Jacobo, le dio una palmada en el hombro y le dijo: No se me asuste, mi Jacobo, ¿anda azorrillado, verdad? Ya estuvo, no hay bronca; y se rió con su risa puedelotodo: El tirano que aparenta ser muy simpático y condescendiente con los ratoncitos que lo rodean. Y se fue seguido por el Molina, especie de lugarteniente, guarura, compadre, relevo a la hora de los trancazos. Se fueron anchos, perdonavidas. Todos nos conformamos con la creencia de que al Márquez se le había bajado el coraje y muchos así lo siguieron platicando después, a lo mejor así les convenía seguir creyéndolo. Pero la onda no fue tan fácil. A mí fue el Molina quien me platicó cómo estuvo todo aquel enredo, los chistecitos y juegos de chavalos que el Márquez aprovechó para obtener otra especie de desquite.
Fue en septiembre del ochenta y dos, la tercera semana de clases. Ya nos conocíamos bien porque éramos los mismos del primer año en la secundaria. Ya sabíamos quién era quién y cómo se las gastaba. Todos estábamos morros, de doce o trece, y los más rucos nos aventajaban con dos o tres años (ventaja que a esa edad resulta a todas luces notable). Esos tres más rucos eran precisamente el Márquez, el Molina y el Tío. El Márquez y el Molina practicaban box en un gimnasio de la Insurgentes. Deveras estaban acá, mamados. El Márquez, alto y de greña larga, bien presumido el bato, se sentía el mandamás de la secundaria, tenía sus conectes con los Cantiados y los Gatos Locos, los cholos que imperaban en el rumbo. Él no, él no era cholo, él estudiaba, practicaba box y era ayudante de su papá en un taller de torno. El Molina estaba más chaparro que él, de nuestra altura, pero con los músculos bien marcados, pelo corto de soldado pinolero, y callado, clásico chingaquedito. El Tío era más como nosotros, normalón, sin mucha cualidad o defecto que lo caracterizara. Le decíamos el Tío porque en el grupo había una chava que era su sobrina (de esas familias que son como veinte hijos y cuando el mayor tiene una hija, ésta resulta casi de la misma edad que el hermanillo menor). Ella bien respetuosa le decía tío, bien curado ese rollo. Los demás, llenos de ingenio para asignar apodos, pues ¿qué creen?: le pusimos el Tío. A mí ya me decían el Guarus y nunca se me quitó, hasta ahora es más fácil que me conozcan así que por mi verdadero nombre.
La cosa es que el Solís, el Jacobo y yo hacíamos banda porque los tres llevábamos juntos el taller de electrónica en la secundaria. El Jacobo era el de los chistes, se parecía al Pájaro Loco porque tenía el pelo colorado, el copetillo como John Travolta en Vaselina, y estaba pecoso; en serio, como el Archie, pero en versión chichimeca. Y el Solís se reía de las ocurrencias del Jacobo, se carcajeaba bien exageradote el güey. Como estaba prieto y bien ñanguillo, se nos afiguraba una hiena cuando se reía. Y dónde que al Jacobo cada medio segundo se le ocurría una puntada, pues ahí los verán, siempre en la rutina del chistoso y su comparsa, aquel par gozando deveras la pinche vidorria loca.
El Jacobo había sacado una onda bien extraña al final del primer año en la secundaria. Ya éramos los tres cábulas un grupo de confianza y un día llegó con aire solemne, de las únicas veces que lo vi así. Nos soltó su alucine con sincera cara de preocupación. Dijo que tenía un testículo más grande que el otro (no dijo así pues, dijo güevo, pero es que se me hace gacho cómo suena esa palabra, por aquí hay varias damas y se supone que uno ya no tiene doce años, ya creció, es gente de bien). Total, que así llegó y lanzó su pena. El Solís soltó la carcajada y yo no entendí cuál era el apuro. Le dije que eso no era bronca, yo también en mis inspecciones tempranas, precoces o mañosas, como quieran llamarle, había averiguado que tenía el testículo derecho un poco mayor que el izquierdo. Nomás uno que se tentaba allí podía notar que sí había una diferencia, leve, pero efectivamente: uno más grande que el otro. Yo lo supuse como algo normal (luego, leyendo un libro sobre el tema, confirmé tal cosa). Al Jacobo se le iluminó la cara de esperanza: ¿Deveras? ¿Deveras tienes un testículo más grande que el otro? (Ahora estoy notando que ya ahora me suena más vulgar decir testículo que güevo, pero ¡chale!, es que más adelante van a notar por qué tengo que platicar estas cosas). Le contesté al Jacobo que sí, chingado, también me pasaba lo mismo y no había bronca. El Jacobo siguió jodiendo tres o cuatro días con lo mismo. El Solís, igual, riéndose cada vez que el otro soltaba su conflicto existencial, creyendo que era una más de sus típicas ocurrencias. Ya me tenían harto los dos güeyes. Hasta que un día estábamos los tres en el baño haciendo cada quien sus labores fisiológicas y al Jacobo se le ocurre decir: ¿Quieren ver? De volada me agüité pero, híjole, este bato volvió a repetir su pedido varias veces. Total, que a tanto y tanto, no quedó de otra más que aceptar ver (yo, la neta, se los puedo jurar, no fue por antojo, sino porque ya quería que terminara aquel lloriqueo del Jacobo; supongo que el Solís aceptó porque quería seguir botaneándosela, nunca le conocí alguna inclinación que me hiciera suponer que en él sí hubiera antojo). Está bien, güey, ya para que salgas de dudas, le dije. Y el Jacobo de inmediato desembolsó. ¡Órale! El Solís parecía que bailaba break-dance al arrastrarse por el ataque de risa que le dio. Yo me quedé azorado y no supe qué decir: era una toronja contra un limoncito verde, de esos que ni jugo traen. El Jacobo deveras tenía un testículo más grande que el otro. Me asusté. Pensé: este güey tiene cáncer o le picó una araña de esas machinas, ponzoñosas, que realmente provocan hinchazón. Pero no, el Jacobo nos dijo que así lo había tenido desde que nació. Me vio con cara de saber qué onda. Yo ya no tuve el menor ánimo de comprobarle nada al Jacobo. Era mi cuate y quería ayudarle, pero no como para mostrarle mis medidas varoniles. Nomás le dije al Jacobo que yo también tenía uno más grande que el otro, pero, pues, este, la mera verdad no así como él. Estaba cabrón. El Jacobo se quedó callado, bien serio, y el Solís siguió riéndose.
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