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Jon Locke


Enviado por   •  22 de Septiembre de 2013  •  2.016 Palabras (9 Páginas)  •  435 Visitas

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John Locke:

La tolerancia hacia aquellos que difieren de otros en materias de religión es tan conforme al Evangelio de Jesucristo y a la razón genuina de la humanidad, que parece monstruoso que los hombres sean tan ciegos como para no percibir claramente la necesidad y ventaja de ello. No censuraré aquí la soberbia y la ambición de algunos ni el apasionamiento y poco caritativo celo de otros. Estos son defectos de los cuales difícilmente podrán liberarse los asuntos humanos; son de tal naturaleza que nadie querrá aceptar que les sean imputados, sin adornarlos de ostentosos colores y buscar así alabanzas, mientras, pretendiendo condenarlos, se dejan arrastrar por desordenadas pasiones. Pero aun cuando algunos disfracen su espíritu de persecución y crueldad poco cristiana con el pretexto del bienestar público y de la observancia de las leyes, y otros pretendan que con la excusa de la religión queden impunes su libertinaje y licencias, estimo que nadie debe engañarse a sí mismo ni a los otros con razones de lealtad y obediencia al príncipe o de ternura y sinceridad hacia el culto de Dios; y considero que es necesario, por sobre todo, distinguir la esfera del gobierno civil de la esfera de la religión y establecer los límites exactos entre una y otra. Si no se hace esto, jamás tendrán fin las controversias que surgen permanentemente entre los que tienen, o por lo menos pretenden tener, de una parte, una preocupación por los intereses de las almas de los hombres y, de otra, una preocupación por la comunidad.

La República es una sociedad de hombres construida sólo para procurar, preservar y hacer progresar sus propios intereses civiles.

Llamó intereses civiles a la vida, la libertad, la salud, la quietud del cuerpo y la posesión de cosas externas tales como el dinero, las tierras, las casas, los muebles y otras similares.

Decía que era deber de todo gobernante, mediante la ejecución imparcial de las mismas leyes, garantizar a todos en general y a cada uno de sus súbditos en particular, la posesión justa de las cosas que pertenecen a esta vida.

Si alguno pretende violar las leyes de la justicia pública y de la equidad que están establecidas para la preservación de estas cosas, su pretensión deberá ser frenada bajo la amenaza de castigos que consistan en la privación o disminución de aquellos intereses civiles o bienes de los cuales podría gozar en caso contrario. Pero al ver que ninguno querrá sufrir voluntariamente el castigo de ser privado o reducido en parte de sus bienes, y mucho menos en su libertad o existencia, será entonces el magistrado, con el poder y al fuerza de todos sus súbditos, quien castigará a quienes vulneren los derechos de otra persona.

Las siguientes consideraciones demuestran plenamente que toda jurisdicción del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder, derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la salvación de las almas.

Primero: Porque el cuidado de las almas no está asignado al gobernante, como tampoco lo está a otros hombres. No le ha sido atribuido por Dios a él, porque no hay evidencia de que Dios haya dado jamás tal autoridad a un hombre para obligar a nadie a abrazar su propia religión. Tampoco puede investírsele de tal poder por acuerdo del pueblo, puesto que ningún hombre puede abandonar tan ciegamente el cuidado de su propia salvación como para dejar a la elección de cualquier otro, ya sea príncipe o súbdito, el prescribir cuál fe o culto debe abrazar, porque ningún hombre puede ni podrá conformar su fe a los dictados de otro. Toda la existencia y el poder de la verdadera religión consiste en la persuasión interior y completa del espíritu; y la fe no es tal sin la creencia.

En segundo lugar: El cuidado de las almas no puede pertenecer al magistrado civil, ya que su poder consiste sólo en su fuerza externa, pero la religión verdadera y redentora consiste en la persuasión interior, sin la cual nada puede ser aceptable para Dios. Y la naturaleza del entendimiento es tal que no puede ser obligado a creer en algo por medio de la fuerza externa. La confiscación de la propiedad, la prisión, los tormentos ni ninguna cosa de tal naturaleza pueden tener tanto poder como para que los hombres cambien el juicio interno que se han formado sobre las cosas.

Puede, de hecho, afirmarse que el magistrado podría utilizar argumentos y de este modo conducir a los heterodoxos al camino de la verdad, procurando así su salvación. Esto lo acepto, ya que le es común con los demás hombres. Al enseñar, instruir y enmendar mediante la razón a los que están en el error, puede hacer ciertamente lo que es propio de cualquier hombre virtuoso. La magistratura no lo obliga a prescindir ni de la humanidad ni del cristianismo. Sin embargo, una cosa es persuadir y otra es ordenar, una cosa es presionar con argumentos y otra es hacerlo con castigos.

Sólo el poder civil tiene derecho a hacer esto; al poder eclesiástico, la benevolencia le es suficiente autoridad. Todo hombre tiene la misión de advertir, de exhortar y convencer a otro de su error y llevarlo a la verdad con razonamientos, pero legislar, ser acatado e imponer mediante la espada, sólo pertenece al gobernador. Es sobre esta base que afirmó que el poder del magistrado no es extensivo al establecimiento de ningún artículo de fe, o formas de culto, por la sola fuerza de sus leyes. Puesto que las leyes carecen de toda fuerza si no se acompañan con sanciones, y éstas no son en absoluto pertinentes en este caso, porque no sirven para convencer al intelecto.

En tercer lugar: el cuidado de la salvación de las almas de los hombres no puede pertenecer al magistrado; porque aunque el rigor de las leyes y la fuerza de los castigos sean capaces de convencer y de cambiar la mente

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