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La Hojarasca


Enviado por   •  21 de Septiembre de 2014  •  14.408 Palabras (58 Páginas)  •  280 Visitas

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El calor es sofocante en la pieza cerrada. Se oye el zumbido del sol por las calles, pero nada

mas.

El aire es estancado, concreto; se tiene la impresión de que podría torcérsele como una

lamina de acero. En la habitación donde han puesto el cadáver huele a baúles, pero no los veo

por ninguna parte. Hay una hamaca en el rincón, colgada de la argolla por uno de sus ex-

tremos. Hay un olor a desperdicios. Y creo que las cosas arruinadas y casi deshechas que nos

rodean tienen el aspecto de las cosas que deben oler a desperdicios aunque realmente tengan

otro olor.

Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la

cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco

abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados e irregulares. Veo

que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de j

la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los

ojos abiertos, mucho más que los de un hombre; ansiosos y desorbitados, y que la piel parece

ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y

ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después

de una pelea.

Mamá también se ha vestido como si fuera domingo. Se ha puesto el antiguo sombrero de paja

que le cubre las orejas, y un vestido negro, cerrado arriba, con mangas hasta los puños. Como

hoy es miércoles, la veo lejana, desconocida, y tengo la impresión de que quiere decirme algo

mientras mi abuelo se levanta a recibir a los hombres que han traído el ataúd. Mamá está

sentada a mi lado, de espaldas a la ventana clausurada. Respira trabajosamente cada instante

se compone las hebras de cabello que le salen por debajo del sombrero puesto a la carrera. Mi

abuelo ha ordenado a los hombres que pongan el ataúd junto a la cama. Solo entonces me he

dado cuenta de que sí puede caber el muerto dentro de él. Cuando los hombres trajeron la caja

tuve la impresión de que era demasiado pequeña para un cuerpo que ocupa todo el largo del

lecho.

No sé por qué me han traído. Nunca había entrado en esta casa y hasta creí que estaba

deshabitada. Es una casa grande, en esquina, cuyas puertas, creo, no han sido abiertas nunca.

Siempre creí que, la casa estaba desocupada. Sólo ahora, después de que mamá me dijo:

“Esta tarde no irás a la escuela”, y yo no sentí alegría porque me lo dijo con la voz grave y

reservada; y la vi regresar con mi vestido de lana y me lo puso sin hablar y salimos a la puerta

a juntarnos con mi abuelo; y caminamos las tres casas que separan ésta de la nuestra. sólo

ahora me he dado cuenta de que alguien vivía en esta esquina. Alguien que ha muerto y que

debe ser el hombre a quien se refirió mi madre cuando dijo: «Tienes que estar muy juicioso en

el entierro del doctor.» Al entrar no vi al muer

to. Vi a mi abuelo en la puerta, hablando con los

hombres, y lo vi después dándonos la orden de seguir adelante. Creí entonces que había

alguien en la habitación, al entrar la sentí oscura y vacía. El calor golpeó el rostro desde el

primer momento sentí este olor a desperdicios que era sólido y permanente al principio y que

ahora, como el calor, llega en ondas espaciadas y desaparece.

Mamá me condujo de la mano por la habitación oscura y me sentó a su lado, en un rincón. Sólo

después de un momento empecé a distinguir las cosas. Vi a mi abuelo tratando de abrir una

ventana que parece adherida a sus bordes, soldada con la madera del marco, y lo vi dando

bastonazos contra los picaportes, el saco lleno de polvo que se desprendía a cada sacudida.

Volví la cara a donde se movió mi abuelo cuando se declaró impotente para abrir la ventana y

sólo entonces vi que había alguien en la cama. Había un hombre oscuro, estirado, inmóvil. En-

tonces hice girar la cabeza hacia el lado de mamá, que permanecía lejana y seria, mirando

hacia otro lugar de la habitación. Como los pies no me llegan hasta el suelo sino que quedan

suspendidos en el aire, a una cuarta del piso, coloqué las manos debajo de los muslos,

apoyadas las palmas contra el asiento, y empecé a balancear las piernas, sin pensar en nada,

hasta cuando recordé que mamá me había dicho: «Tienes que estar muy juicioso en el entierro

del doctor.» Entonces sentí algo frío a mis espaldas, volví a mirar y no vi sino la pared de

madera seca y agrietada. Pero fue como si alguien me hubiera dicho desde la pared: «No

muevas las piernas, que el hombre que está en la cama es el doctor y está muerto.» Y cuando

miré hacia la cama, ya no lo vi como antes. Ya no lo vi acostado sino muerto.

Desde entonces, por mucho que me esfuerce por no mirarlo, siento como si alguien me su-

jetara

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