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Por Paul Alonso

paograci17 de Septiembre de 2012

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Por Paul Alonso

Cuando se disipa el acoso de la prensa y las cámaras de televisión y los ayayeros toman un descanso, Luis Castañeda sigue rodeado de seguridad. Esquivo a algunos de sus matones y me acerco: “Hace semanas que pido una entrevista con usted. ¿Cuándo la hacemos?”, le pregunto. “Durante la semana. Hay que coordinar”, me dice Castañeda. Estamos en la peña Del Carajo, en Barranco. El evento se llama “Lucho Fest”. Supuestamente organizado por sus dos hijos, Luis y Darío, es una manera de conectar con la juventud: en un deslucido “American Idol”, con parafernalia y jurado, grupos musicales de adolescentes y jóvenes compiten para que su tema sea elegido como parte de la campaña de Solidaridad Nacional (SN).

A las 9:45 p.m. llega el candidato presidencial en el “Lucho bus”, un vehículo parrandero que vomita música popular a todo volumen. En el techo, decenas de jóvenes lo acompañan bailando y haciendo barullo. Castañeda viste jean, polo amarillo y tiene un sombrero de paja. Desciende del bus rodeado de los jóvenes entusiastas y al momento se teje en torno a él un impenetrable cordón de seguridad. Camina arrastrando los pies y ostenta una sonrisa tiesa: entra a la peña y sube al escenario. Allí lo espera el cómico Hernán Vidaurre, quien lo ha estado imitando durante un buen rato. La concurrencia está compuesta por jóvenes de polo amarillo, amigos de las bandas, señoras cuarentonas. Varios candidatos al congreso de SN dan vueltas con su número estampado sobre la vestimenta y quieren atención, especialmente David Waisman y Gustavo Pacheco, aquellos toledistas de convicción que ahora Castañeda ha convocado en su lista para que despotriquen contra su adversario de Perú Posible. Castañeda dirige unas palabras al público (alrededor de un minuto) y proclama: “¡Que empiece el Lucho Fest! ¡Que empiece el cambio del Perú!”.

La prensa lo acosa, pero Castañeda no quiere dar declaraciones. Le dicen ‘el mudo’. Rodeado de agentes de seguridad—matones en realidad, de los más patanes y vulgares—se ubica en una mesa reservada para él y su corte. El acceso a la prensa es restringido y—oh curiosa recurrencia—sólo a algunos reporteros televisivos se les permite acercarle el micrófono. Justamente aquellos reporteros que jamás lo pondrán en aprietos. Y cada vez que se anima a enfrentar las cámaras, sus colaboradores piden que llamen a la popular ‘portátil’, esa gente de oficio triste que vende sus aplausos y euforias. Un par de mujeres morenas de alrededor de cuarenta años y con aliento a licor gritan: “Lucho, te amo”. A pocos metros, un chamán hace piruetas.

Siento que todo en la campaña de Castañeda—incluso más que en las otras—es un montaje. Que todo es falso —incluso más que en las otras—. Que la excesiva seguridad en torno a él no es gratuita, que no quieren que hable, que él prefiere esquivar cualquier pregunta incómoda con un gesto déspota o con su identificable risa nasal—jejeje—y que hay algo profundamente autoritario en él.

Cerca de Castañeda, están algunos de sus incondicionales colaboradores. Ya que no llegó a contratar como asesor a Juan José Rendón—el ‘Montesinos venezolano’—, Julio Alzola, un ex-periodista, y Armando Molina se encargan de las coordinaciones de prensa. Pero hay otro curioso personaje muy cerca de él: su asesor Martín Bustamante. Un tipo alto, blanco y apuesto, de ojos claros y seductores bigotes. Son amigos desde la infancia y han trabajado décadas juntos. A pesar de su perfil bajo en la campaña, tengo la impresión de que Bustamante ostenta más poder e influencia de lo que aparenta.

Durante el único minuto que puedo hablar con Castañeda, lo tomo del brazo. Es blando, fofo. Frente a él, tiene un vaso de gaseosa naranja. Las bandas de adolescentes destrozan todos los géneros musicales sobre el escenario.

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