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EL PODER


Enviado por   •  9 de Febrero de 2013  •  Informes  •  3.840 Palabras (16 Páginas)  •  255 Visitas

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Me permito comenzar esta conversación con los versos de un poeta español contemporáneo, Juan Ramón Jiménez: «Siento que el barco mío / ha tropezado, allá en el fondo, / con algo grande. / ¡Y nada / sucede! Nada… Quietud… Olas… / –¿Nada sucede; o es que ha sucedido todo, / y estamos ya, tranquilos, en lo nuevo?–» .

Todo ha sucedido ya porque el misterio que hizo el mundo se ha vuelto uno de nosotros, un niño entre nuestros niños, un joven entre nuestros jóvenes, un compañero de camino para cada uno de nosotros. Todo ha ya acontecido. Y nosotros estamos ya, tranquilos, en lo nuevo: es decir, en lo obvio, en la rutina, en el mundo que viven todos. Discípulos de una cultura dominante, plagiados por ella.

El calificativo que define esta mentalidad común, esa mentalidad que nos hace olvidar el impacto que, al menos cuando niños, tuvimos con la tradición cristiana, se llama ateísmo.

No obstante, un gran filósofo alemán emigrado a los Estados Unidos para huir de la persecución nazi, Paul Tillich, decía en su libro que «ateo» es una palabra sin sentido, como decir «círculo cuadrado». Porque «a-teo» significaría «sin-significado»: es una posición en la que la razón no subsistiría. Por el contrario, pertenece al dinamismo de la razón afirmar un significado.

Es por ello que con sólo vivir cinco minutos, uno afirma algo por lo que, en el fondo, vale la pena existir. Es la naturaleza del hombre la que implica esta afirmación. El problema será cómo concebir la respuesta a dicha solicitud. Pero la respuesta se afirma con sólo vivir cinco minutos.

Si la observación de Tillich es verdadera, ¿cómo puedo osar afirmar que también en nuestro país el clima normal, la mentalidad común –que se genera por una lenta ósmosis a partir de la cultura hegemónica que sostiene el poder–, debe calificarse como ateísmo? Pues porque hoy no se trata tanto de un ateísmo teórico.

Pienso por ejemplo en aquella mujer que, inmediatamente después del fin de la guerra y en medio de un grupo de obreros, discutía rabiosamente conmigo y me decía con fuerza: «Yo a un ente supremo lo reconozco, pero a la Iglesia, a los curas…no los puedo aceptar».

¿Cómo puede ser? Es cómodo reconocer un «ente supremo» abstracto, porque éste no cambia nada en la vida, no incide en nada, no mueve nada y no responde a nada.

Hoy el gran problema es el ateísmo práctico.

El mal de la sociedad, la característica de esta mentalidad común que clausura y margina el gran hecho con el que nuestro barco se ha topado, es el ateísmo práctico o, dicho en otras palabras, en términos sociológicos, es el laicismo.

Cornelio Fabro ha dicho que para los laicistas «Dios, si existe, no importa». No importa para la vida, no tiene que ver con el problema de la vida, con los intereses de la vida, con ese ámbito en el cual el hombre es soberanamente autónomo y hace lo que le parece.

Existen versiones de esta posición que son dramáticamente cotidianas, como la expresada así: «yo sigo mi conciencia». Pero ¿qué quiere decir seguir tu conciencia? ¿Qué quiere decir que tu conciencia es la medida de todas las cosas? También yo busco seguir mi conciencia, pero en términos muy distintos. Porque la conciencia o se concibe como el lugar en el que se escucha a otro o se concibe como el punto de origen de los criterios con los que afronto toda la realidad (es el hombre medida de las cosas). Entre ambas posturas es difícil no dejar de ver la falsedad de la segunda, porque el hombre no era y, por tanto, no es ni puede ser medida de sí mismo.

En una entrevista a Jean Guitton, un redactor de «30 Giorni» reporta estas palabras del pensador francés, en las que se muestra su gran amistad con Pablo VI: «Cuando Cristo recorría las calles de Galilea, el mundo era pagano. Pero tanto los paganos occidentales como los paganos orientales tenían el sentido de lo sacro. Tenían el sentido del misterio que circunda el mundo, la Tierra, el misterio que circunda a los hombres, un misterio que conocían muy mal, pero que los llenaba de estupor, de sorpresa, y que les proporcionaba un cierto sentido de adopción» .

Un fragmento de Simónides dice así textualmente: «O padre Júpiter [Zeus, el dios que se halla por encima de todos los dioses] mándanos el milagro de un cambio» . En la medida en que me hago más vivo, en la medida en que me hago más maduro, más adulto, más viejo, en esa misma medida me parece que esta oración resume toda la aspiración del hombre, de un modo realista y concreto.

Por lo demás, lo dice también Dante, en un famosísimo terceto: «Cada cual confusamente un bien aprende / en que se aquiete el ánimo, y lo desea, / pues cada cual para alcanzarlo lucha» .

Toda la vida tiende hacia algo que «aquiete» el ánimo, que lo haga «perfecto». En latín perfecto significa cumplido, total. «Satisfecho» sería otra versión del mismo término; que indica su palpitación psicológica, eudemónica, esto es, de felicidad.

Continúa Jean Guitton: «Puede decirse que por primera vez en un larguísimo trecho de historia, la humanidad, en su conjunto, es a-teológica [sin Dios], no tiene un claro sentido de aquello que llamamos “el misterio de Dios”, pero podría decirse que ni siquiera lo tiene de manera confusa» .

Esta crisis de lo sacro que sacude a la humanidad entera se ha filtrado también en la Iglesia católica.

Es un juicio que Juan Pablo II ha repetido también en un importante discurso sobre «Evangelización y ateísmo». Un ateísmo que, dijo, «invade también a toda la Iglesia» .

«Pablo VI –prosigue el pensador francés– tenía clara conciencia de ello. Estaba preocupado por la fuerza que el pensamiento no católico estaba adquiriendo en la Iglesia» . En un diálogo privado que Jean Guitton cita en su libro Paolo VI segreto, el pontífice le confiaba que probablemente esta visión no católica llegaría un día a ser la predominante. Pero la Iglesia no cedería jamás, y un pequeño resto, como el de Israel, permanecería siempre para defender la verdad .

«Pablo VI –afirma nuevamente Guitton en la entrevista ya mencionada– conocía muy bien el peligro que corría la Iglesia, pero pensaba además que existía un solo antídoto: crear por todas partes y en el mayor número posible, pequeños grupos de pensamiento, de oración y de acción, que restarían como chispas en la noche, que algún día llegarían a causar un inmenso incendio [este era también el pensamiento de Juan XXIII]» .

Los movimientos constituyen en la Iglesia justamente este dilatamiento de pequeños grupos de los que hablaba el intelectual francés.

Quisiera,

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