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Edad Media

daianaracco3 de Junio de 2014

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Durante la Edad Media existió una alta tasa de ilegitimidad, prueba inequívoca de la existencia de relaciones sexuales extraconyugales. Cinco razones justificarían tales comportamientos. Primera, la propia concepción del matrimonio cristiano, monógamo, indisoluble y al margen del placer sexual. Segunda, una sociedad en la que el sistema ideológico reconocía únicamente como estados perfectos el eclesiástico y el matrimonial debía disponer, necesariamente, de una puerta trasera abierta a otro tipo de vínculos hombre-mujer, aunque sin aceptarlos legalmente, sí tolerados, fundamentalmente para aquellos que no podían casarse debido a sus circunstancias sociales y económicas. Tercera, las estrategias familiares unían parejas que carecían de vínculos afectivos. Cuarta, la subordinación de la esposa a los deseos sexuales del marido sin que éste tuviera en cuenta los de aquélla. y quinta, la búsqueda de un heredero cuando éste no se conseguía dentro del propio matrimonio.

El adulterio, desde la racionalización moral cristiana expresada, entre Otros, por G. Chaucer, supone una grave transgresión al romper la fe matrimonial, en la cual reside la clave del cristianismo, y sin ella se torna vacío y yermo. Más aún, incurrir en adulterio supone perpetrar un vil y horrendo hurto y homicidio: hurto, porque se despoja de algo a alguien en contra de su voluntad, y si es la mujer la adúltera, con su comportamiento «roba su propio cuerpo a su marido y lo entrega a un lujurioso, lo profana, y roba su alma a Cristo y la entrega al diablo»; homicidio, porque con la relación adúltera se «escinde y [ se J rompe en dos lo que fue una sola carne». Además, se comete una impureza y un sacrilegio al quebrantar y mancillar el sacramento del matrimonio que Dios instituyó en el Paraíso «durante el estado de gracia original para multiplicar el género humano».

Para la Iglesia y el Derecho Canónico, las infidelidades conyugales tenían la misma trascendencia si las cometían mujeres o hombres. En este sentido, San Pablo hablaba de la paritaria fidelidad de los esposos y San Agustín, en su De bono conjugali, señalaba que los tres bienes del matrimonio eran lides, proles y sacramentum, exigía fidelidad mutua y consideraba la traición de los varones igual de censurable que la de las mujeres.

Por el contrario, para la sociedad medieval los deslices de las cónyuges representaban un plus de gravedad al contribuir a la subversión y destrucción del orden social. En primer lugar, al poner en peligro el orden natural de la descendencia y la transmisión de la herencia familiar con la introducción de la bastardía, lo que ocasionaba la mayor afrenta a la cohesión del grupo parentelar. No nos extenderemos en explicar las razones por las que, atendiendo a la lógica médica medieval de raíz hipocrática y galénica, el bastardo del hombre no ocasiona ese tipo de perjuicios. y en segundo lugar, de estas relaciones extraconyugales de las mujeres nacían deshonras; eran un atentado al honor del marido y de la familia, a su buena fama pública, que exigía ser restituida con el recurso a la sangre, a la violencia, con lo cual se producía una alteración de la paz ciudadana. Esta consideración social del delito condujo a que el empleo del término «adulterio» quedara reservado exclusivamente para la falta en las mujeres y se utilizara el de «amancebamiento» en los hombres; y a la postre supuso una mayor sanción penal para aquéllas. Esta forma de entender el adulterio entronca directamente con la tradición del Derecho Romano, que marcaba una neta desigualdad penal entre ambos cónyuges a favor del varón en caso de incurrir en una relación extraconyugal. En principio simplemente fue un delito de naturaleza privada, pero a partir de la lex Julia de adulteriis pasó a ser considerado público.

Según el Derecho Castellano, el marido estaba facultado para matar a los adúlteros si

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