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Miguel De Cervantes Saavedra - Celoso Estremeno

omarfr233 de Abril de 2013

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Miguel de Cervantes Saavedra

NOVELA

CELOSO ESTREMEÑO

No ha muchos años que de un lugar de Estremadura salió un hidalgo, nacido de padres

nobles, el cual, como un otro Pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes

anduvo gastando así los años como la hacienda; y, al fin de muchas peregrinaciones, muertos

ya sus padres y gastado su patrimonio, vino a parar a la gran ciudad de Sevilla, donde halló

ocasión muy bastante para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan

falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos

perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los

desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconduto de los homicidas, pala y

cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de

mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.

En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierrafirme, acomodándose con el

almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto; y, embarcándose en Cádiz,

echando la bendición a España, zarpó la flota, y con general alegría dieron las velas al viento,

que blando y próspero soplaba, el cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió

las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.

Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros

que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso

de su vida había tenido; y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba tomando una firme

resolución de mudar manera de vida, y de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios

fuese servido de darle, y de proceder con más recato que hasta allí con las mujeres.

La flota estaba como en calma cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de Carrizales,

que éste es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela. Tornó a soplar el viento,

impeliendo con tanta fuerza los navíos, que no dejó a nadie en sus asientos; y así, le fue

forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse llevar de solos los cuidados que el

viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste,

llegaron al puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a nuestro

propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho

años; y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener

más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.

Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su

patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde había

granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar

inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó en Sanlúcar; llegó a Sevilla, tan lleno de

años como de riquezas; sacó sus partidas sin zozobras; buscó sus amigos: hallólos todos

muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le

había dejado la muerte. Y si cuando iba a Indias, pobre y menesteroso, le iban combatiendo

muchos pensamientos, sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no menos

ahora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente causa: que si entonces no

dormía por pobre, ahora no podía sosegar de rico; que tan pesada carga es la riqueza al que

no está usado a tenerla ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene.

Cuidados acarrea el oro y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar

alguna mediana cantidad, y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.

Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fue

soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a causa que tenerlas en

ser era cosa infrutuosa, y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador para los

ladrones.

Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que,

conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su

tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y

sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que debía. Por otra

parte, consideraba que la estrecheza de su patria era mucha y la gente muy pobre, y que el

irse a vivir a ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen

dar al rico que tienen por vecino, y más cuando no hay otro en el lugar a quien acudir con

sus miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después de sus días, y con este deseo

tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio; y, en

viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y

deshacía como hace a la niebla el viento; porque de su natural condición era el más celoso

hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le

comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones; y

esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse.

Y, estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su

suerte que, pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una ventana puesta una

doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa

que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales rindió la flaqueza de sus

muchos años a los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella. Y luego,

sin más detenerse, comenzó a hacer un gran montón de discursos; y, hablando consigo

mismo, decía:

-Esta muchacha es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica;

ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarme he con ella; encerraréla

y haréla a mis mañas, y con esto no tendrá otra condición que aquella que yo le enseñare. Y

no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga

dote o no, no hay para qué hacer caso, pues el cielo me dio para todos; y los ricos no han de

buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto: que el gusto alarga la vida, y los disgustos

entre los casados la acortan. Alto, pues: echada está la suerte, y ésta es la que el cielo quiere

que yo tenga.

Y así hecho este soliloquio, no una vez, sino ciento, al cabo de algunos días habló con los

padres de Leonora, y supo como, aunque pobres, eran nobles; y, dándoles cuenta de su

intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen por mujer a su hija.

Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía, y que él también le tendría para

enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho. Despidiéronse, informáronse las

partes, y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron; y, finalmente, Leonora quedó por esposa

de Carrizales, habiéndola dotado primero en veinte mil ducados: tal estaba de abrasado el

pecho del celoso viejo. El cual, apenas dio el sí de esposo, cuando de golpe le embistió un

tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados

que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de su condición celosa fue no querer

que sastre alguno tomase la medida a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle;

y así, anduvo mirando cuál otra mujer tendría, poco más a menos, el talle y cuerpo de

Leonora, y halló una pobre, a cuya medida hizo hacer una ropa, y, probándosela su esposa,

halló que le venía bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos y tan

ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por más que dichosos en haber acertado

con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas

galas, a causa que las que ella en su vida se había puesto no pasaban de una saya de raja y una

ropilla de tafetán.

La segunda señal que dio Filipo fue no querer juntarse con su esposa hasta tenerla puesta

casa aparte, la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados, en un barrio

principal de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos; cerró todas las

ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de

casa. En el portal de la calle, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una

mula, y encima della un pajar y apartamiento donde estuviese el que había de curar della, que

fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera, que el que

entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa; hizo

torno que de la casapuerta respondía al patio.

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