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Benito Juarez


Enviado por   •  13 de Diciembre de 2013  •  3.133 Palabras (13 Páginas)  •  229 Visitas

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Señores:

Los homenajes que los pueblos tributan a sus grandes hombres no son ni pueden ser el fruto de la adulación o de algún otro sentimiento bastardo. El respeto, la admiración, la gratitud, el duelo que la multitud resiente en las ocasiones solemnes, reconocen un principio superior a las inspiraciones del interés o del egoísmo.

Los pueblos al honrar a sus caudillos, al ceñir de laureles las frentes de sus guerreros, al erigir estatuas a la memoria de sus sabios y de sus artistas, al procurar eternizar por todos los medios imaginables el recuerdo de los benefactores de la humanidad, no hacen más que obedecer a los impulsos del bello ideal que vive en su inteligencia, rodeado de los prestigios de la imaginación, sintiéndose orgullosos de sí mismos al hallarle reproducido en esas extraordinarias personalidades, destinadas a vivir en la historia, a perpetuarse en la conciencia de las generaciones futuras.

¿Qué vienen a ser, en efecto, esos personajes de destinos misteriosos, que aparecen con una misión visiblemente providencial en las épocas de crisis sociales, en que los pueblos se transforman bajo la acción de una ley incontrastable?

¿De dónde vienen esos caracteres heroicos, templados con una fuerza sobrehumana para alzarse como puntos de mira que reconcentran todas las aspiraciones, todas las esperanzas de una generación que se levanta, pero también todas las cóleras de la generación que sucumbe, y que abrazada con el fantasma de la tradición que se desvanece, no abandona su puesto sino después de haber apurado los esfuerzos de una lucha desesperada?

¿De dónde procede la fe que vivifica a esos seres privilegiados? ¿Cuál es la mano misteriosa que los preserva de los peligros? ¿Por qué intuición extraordinaria llegan a penetrar en las sombras del porvenir, dirigiéndose sin vacilación ni desconfianza en medio de obstáculos que arredrarían al común de los hombres, y que para esas naturalezas superiores son sólo poderosos estímulos que las enardecen y las hacen triunfar?

Si buscamos en el plan general de la creación, no puede menos de suponerse una ley que presida a sus manifestaciones tanto físicas como morales, que no por sustraerse al rigor de un análisis positivo deja de existir, y que tiene que establecer relaciones necesarias entre el individuo y el conjunto, análogas a las que median entre el individuo y las partes que le componen.

Fácil es deducir, desde luego, que esas figuras grandiosas que caracterizan las evoluciones sociales, son como el nombre del fenómeno que determinan, como la encarnación de la idea que representan, como su limitación concreta en las regiones infinitas del tiempo y del espacio.

Y entonces los pueblos que se posternan ante esos símbolos animados de su redención progresiva, no es porque se rebajen al culto grosero de un vano simulacro, sino que absortos en la contemplación de su propio destino, ven la imagen refleja de la idea que los agita, y le rinden sin reserva los homenajes de sus afecciones más puras.

En estos momentos, México obedece a esas secretas inspiraciones que rápidamente he querido bosquejar. Las coronas que depone sobre ese túmulo, el incienso que quema en su derredor, y las lágrimas que tal vez enjuga con mano silenciosa, no son las simples manifestaciones de una pompa oficial.

Detrás de la ceremonia está el pensamiento que vive, el pensamiento que busca y no encuentra ya al hombre, pero que volviendo sobre su obra dirige una mirada al pasado, contempla sin zozobra el porvenir, sintiendo que esa obra está asegurada, que tiene la garantía de la duración, porque ella reposa sobre un hecho verdadero, sobre una evolución consumada por el varón ilustre a cuyos restos inanimados venimos hoy a dar la última despedida.

Así es como el duelo de las naciones difiere esencialmente de los pesares privados que no traspasan el círculo de la familia.

No es el hijo que al cerrar los ojos de su padre, tiene la sombría convicción de que ningún ser volverá a llenar sobre la tierra el inmenso vacío que la muerte ha dejado en su alma.

Los pueblos poseen, en el sentido literal de la palabra, las glorias de sus prohombres; se enorgullecen con ellas como con una propiedad inalienable, y al recoger la herencia preciosa de sus virtudes y de su ejemplo, saben que es sólo para enriquecer el caudal de títulos que tiene al respeto y a la estimación de los demás pueblos.

Hubo un tiempo en que el problema político y social de México, que fue planteado por el heroico caudillo de 1810, llegara a presentar un aspecto casi desesperante para los que soñaban con el ideal de una República democrática, pero cuya fe, debilitada por largos desengaños, por incesantes reacciones que dejaban en pos de sí gérmenes fecundos de inmoralidad, flaqueaba y casi sucumbía.

El mal era conocido, procedía de la existencia de privilegios incompatibles con las libertades públicas de que aquéllos estaban acostumbrados a abusar.

No habían faltado plumas elocuentes que con valor señalaran el remedio; tampoco la causa republicana había carecido de representantes valerosos que intentaran llevar a cabo una reforma radical; los ecos de la prensa, sin embargo, iban a perderse en el torrente de sofismas que derramaban las preocupaciones heridas, y los esfuerzos de los caudillos de la libertad se nulificaban por la mano inmoral de los pronunciamientos.

Faltaba una oportunidad que neutralizara la acción disolvente de las revoluciones palaciegas, y una voluntad enérgica que supiera aprovecharla; ambas cosas se presentaron con la reacción clerical de 1858, y con la exaltación al poder del C. Benito Juárez.

Abandonando el camino que habían seguido sus predecesores en la revolución democrática, en lugar de ofrecer hipócritas transacciones para adormecer al enemigo, dejando para el día del triunfo la revelación de todo su pensamiento.

Juárez empuñó con mano fuerte la bandera de la reforma, en los momentos más aciagos de la guerra civil, y cuando ya parecía haber asegurado su dominio en el corazón de la República, la reacción vencedora de las huestes liberales. Aquel rasgo de audacia, propio sólo de un verdadero genio, vino a ser la salvación de la causa nacional.

México leyó con toda claridad en el porvenir; el pueblo sintió la regeneradora influencia de la fe que animaba a su primer magistrado; vio abierta delante de si la senda que conducía rectamente al objeto final de sus aspiraciones, y haciendo un empuje poderoso arrolló los obstáculos que se le oponían, y pudo saludar en la efusión

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