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El Infierno De Gabriel


Enviado por   •  7 de Agosto de 2014  •  1.252 Palabras (6 Páginas)  •  263 Visitas

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Prólogo

Florencia, 1283

De pie junto al puente, el poeta observaba a la joven que se acercaba. El mundo se detuvo al ver sus ojos, grandes y oscuros, y su pelo castaño, peinado formando elegantes ondas.

Al principio no la reconoció. Era tan hermosa que cortaba el aliento con sus movimientos gráciles y seguros. Y algo en su rostro le recordó a la niña de la que se había enamorado años atrás. La vida los había llevado por caminos distintos y él siempre había llorado la pérdida de su ángel, su musa, su amada Beatriz. Sin ella, su vida había sido solitaria e insustancial.

«Y ahora aparece mi bendición.»

Mientras ella seguía acercándose, acompañada de sus amigas, el poeta inclinó la cabeza en un saludo caballeroso. No tenía ninguna esperanza de que ella se lo devolviera. Era perfecta e inalcanzable, un ángel de ojos castaños, vestida de blanco resplandeciente, mientras que él era un hombre mayor, hastiado del mundo, que no le llegaba a la suela del zapato.

Cuando ya casi había pasado de largo, los ojos del poeta se clavaron en una de sus delicadas zapatillas, una zapatilla que vacilaba justo delante de él. El corazón se le desbocó mientras aguardaba, sin resuello. La voz que le habló, suave y educada, dispersó sus dudas. Era ella.

Levantó la cabeza y la miró asombrado. Llevaba años esperando ese momento, soñando con ese encuentro, pero nunca se imaginó que se produciría de un modo tan fortuito. Y menos aún que ella lo saludara con tanta dulzura.

Desconcertado, le devolvió el saludo y se permitió el lujo de dedicarle una sonrisa, una sonrisa que su musa le devolvió multiplicada por diez. Sintió henchírsele el corazón, mientras su amor por ella crecía y ardía como una hoguera en su pecho.

Desgraciadamente, la breve conversación llegó a su fin cuando ella anunció que tenía que irse. El poeta se inclinó para despedirse, pero en seguida se incorporó para contemplarla mientras se alejaba. La gran alegría que había sentido al reencontrarse con ella se vio empañada por la tristeza de no saber si volvería a verla nunca más...

1

—¿Señorita Mitchell?

La voz del profesor Gabriel Emerson atravesó el aula en dirección a la atractiva joven de cabello castaño sentada en las últimas filas. Perdida en sus pensamientos, o en la traducción, tenía la cabeza gacha, mientras tomaba notas frenéticamente en su cuaderno.

Diez pares de ojos se volvieron hacia ella y contemplaron su cara pálida, sus largas pestañas y sus delgados dedos, que sostenían un bolígrafo. Luego, esos mismos diez pares de ojos se volvieron hacia el profesor, que permanecía inmóvil y había empezado a fruncir el cejo.

Su actitud mordaz contrastaba vivamente con la atractiva simetría de sus rasgos: con sus ojos, grandes y expresivos, y su boca de labios gruesos. Era uno de esos hombres guapos de aspecto duro, pero en esos momentos su gesto amargo y severo estropeaba el efecto.

—Ejem.

Una tos discreta a su derecha llamó la atención de la joven, que levantó la vista hacia el estudiante de anchos hombros sentado a su lado. Sonriendo, éste señaló con la mirada hacia el profesor.

Ella siguió el recorrido de su mirada y se encontró con unos ojos azules y muy enfadados. Tragó saliva audiblemente.

—Estoy esperando una respuesta, señorita Mitchell. Si le apetece unirse a la clase —añadió, con una voz tan glacial como su mirada.

El resto de alumnos del seminario se revolvieron inquietos en sus asientos y se dirigieron miradas furtivas. En éstas se leían preguntas del tipo «¿Qué

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