Por un país al alcance de los niños
tommytitian25 de Abril de 2013
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Por un país al alcance de los niños
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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
os primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se
marcaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos
que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales
rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto
los nativos para querer que se quedaran.
Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había
descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su
llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento
una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo
escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de
buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de
latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus
narigueras eran de oro, al igual que las
pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos
ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores
humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día.
Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin
saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes
somos:
Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de habitantes,
tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar
al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que
sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el
jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y
los mayas
habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes
acezantes, y tenían
emperadores clarividentes, astrónomos insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la
rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.
En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió
apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil
años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus Identidades propias
bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el
prodigio político de vivir como Iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación,
y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa
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Publicado en EL ESPECTADOR/ sección GENERAL/ 12-A/ Sábado 23 de julio de 1994
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En la ceremonia de entrega del informe de la Misión de
Ciencia, Educación y Desarrollo, el jueves pasado en el
palacio de Nariño, el Premio Nobel de Literatura,
Gabriel García Márquez, pronuncio las siguientes
palabras:
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se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -
que tal vez sea el destino superior de las
artes-, y lo
consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y
las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los
españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los
alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la
Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que
somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una
sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy.
Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y
burocratizado, y creó la Ilusión de una unidad
nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo
oscurantista de
discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de
indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de un millón por la crueldad de los
conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza
demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de
minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación
y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de
segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros
esclavos, negros
libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de
mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para
ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma, no tenían derecho a
entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro
generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de
distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos
modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en
los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, Iguales en la ley, padecen todavía de
muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable.
Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la Revolución Francesa, instauró una
república moderna de buenas Intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no
estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar
ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a
los 28, hizo fusilar a 38 prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los
buenos propósitos de la república propiciaron de
soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros
y artesanos y otros grupos de marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a
esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro de
sangre a lo largo de nuestra historia.
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición
cultural y social, y a buscar a tientas nuestra Identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de
la inteligencia humana. El otro es una
arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por
una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los
indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselo de encima, mandaron a
Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido
nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de
ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de la loma. A todos los descaminaron
con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo
empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un
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