Salinismo
irygoyen26 de Abril de 2015
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En términos macroeconómicos o a corto plazo, la privatización se proponía equilibrar el presupuesto para bajar la inflación y volver a crecer. En un sentido estructural, pretendía desmantelar una de las enfermedades económicas de México: el estatismo. A fines de 1982, el número de empresas públicas que habían ido creándose alcanzaba la cifra de 1.155. Los sonorenses, Cárdenas, Ávila Camacho y Alemán habían fundado empresas y expropiado otras, pero casi siempre con un propósito estratégico y productivo. En tiempos del populismo, las empresas públicas experimentaron un incremento geométrico: 232 con Echeverría y 651 con López Portillo. La norma era comprar -con dinero que no pasaba por el presupuesto- empresas quebradas de la iniciativa privada. Se beneficiaban los empresarios enriquecidos, que podían dormir sin riesgos; sus banqueros, que recobraban créditos incobrables; el gobierno, que podía presumir de engrandecer «el patrimonio nacional», y los burócratas, que tenían nuevos empleos para «hacer patria», cobrar o medrar, según el gusto de cada uno. Quien no se beneficiaba era el público consumidor, el contribuyente y el erario, porque las empresas, en su inmensa mayoría, eran improductivas. La solución no era invertir en ellas: la solución era quebrarlas o venderlas a la iniciativa privada. Alentado por las privatizaciones que llevaba a cabo con toda naturalidad el gobierno socialista de Felipe González, Aspe promovió la quiebra en 1986 de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrrey, seguida en 1988 de Aeroméxico y, ya en tiempos de Salinas, con la aún más legendaria compañía minera de Cananea (la cuna de la Revolución), Banpesca y otras cuarenta empresas públicas más. En los casos de empresas deficitarías pero viables, el gobierno puso en marcha un proceso de venta por licitación pública. Al cabo del ciclo, el 85 por ciento de las empresas públicas se habían declarado en quiebra, cerrado o vendido.
Los recursos que obtuvo el erario llegaron a los 22.500 millones de dólares que luego, por desgracia, se volatilizaron. Se había detenido una sangría anual de 4.500 millones de dólares.
La renegociación de la deuda pública externa constituyó otro éxito redondo y sonado. Se instrumentó, mediante bonos de deuda y otros instrumentos financieros, en 1990, y logró reducciones de principal e intereses por cerca del 35 por ciento. En 1988, la deuda neta total del sector público era del 66 por ciento del producto interno bruto (PIB). En 1994 se redujo a menos de la mitad, el 24,8 por ciento. En el mismo periodo, el pago anual por intereses de la deuda pública total (interna y externa) pasó del 3,6 por ciento del PIB en 1988 al 1 por ciento del PIB en 1994. Otros aspectos sobresalientes de la reforma económica salinista fueron la devolución de la autonomía al Banco de México, y —el paso decisivo— el Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos y Canadá.
El TLC 1
Años atrás, el solo hecho de pensarlo infringía el onceavo mandamiento mexicano: «No confiarás en norteamericano alguno». Salinas entendió que se trataba de una convicción que tenía fundamento en la historia, pero que resultaba improcedente en la época contemporánea. Se atrevió a plantear el tratado y a promoverlo con denuedo. Su mayor acierto fue su actitud:
logró que México pensara más en el futuro que en el pasado. Con buenos argumentos sociales y económicos (detener la emigración mexicana hacia los Estados Unidos, aprovechar la complementariedad de las economías, mejorar la competitividad de la zona frente a los bloques europeos y asiáticos), y mediante un trabajo activo de cabildeo, inusitado en la clase política mexicana, Salinas, junto con su equipo de la Ivy League, logró finalmente vender la idea a los Estados Unidos. Su imagen internacional no superó la fama de Emiliano Zapata, pero llegó a las páginas de todos los periódicos y revistas prestigiosos (y no prestigiosos) en el planeta.
No faltaron críticas y críticos a su programa económico. La izquierda señalaba, con insistencia y con razón, que la privatización se había realizado en beneficio de unos cuantos empresarios privilegiados y, en varios casos, con métodos no del todo transparentes. Había indicios claros de corrupción. También la opinión liberal ponía sus peros: todo el programa económico había sido impuesto desde arriba, como en tiempos de los Borbones, sin debate ni participación social alguna; la rigurosa reforma fiscal era lesiva y depresiva para los pequeños y medianos negocios. ¿Dónde estaban las grandes inversiones productivas nacionales o extranjeras? ¿Dónde estaba la gran desregulación prometida? La exportación no crecía lo suficiente porque el gobierno se empeñaba en mantener sistemáticamente sobrevaluado el peso. Lo más grave era el hecho de que todo el edificio económico pendía de un hilo: los miles de millones de dólares invertidos Ca corto plazo en la bolsa de valores, no en empresas. Eran, según la atinada expresión mexicana, «capitales golondrinos». En suma, el tan publicitado milagro económico se trataba sólo de un ajuste macroeconómico que había beneficiado primeramente al sistema, la gran empresa del poder, creada por Alemán. En referencia a esa empresa y para no confundirla con el país, el crítico Gabriel Zaid escribió a fines de 1993: «la salvación del Grupo Industrial Los Pinos ha sido un éxito espectacular del presidente Salinas. Hasta el país se benefició...
Mientras la gente se lo crea, el milagro puede seguir: importar fiado, como si el ahorro externo disponible no tuviera límites. Ojalá que no termine mal».
«No podemos permitir que nos pase lo que a Rusia.» Salinas insistía en mirarse en el espejo de Gorbachev, del que sacaba la conclusión de que había que reformar primero la economía, para luego (en un futuro indeterminado, cuando él y su equipo decidieran) intentar la apertura política. Fue, literalmente, un error mortal.
El momento adecuado para hacerlo era a mitad del sexenio. La reforma económica tenía un gran éxito. El prestigio interno e internacional de Salinas crecía a ojos vistas. Para advertir la pertinencia de una reforma política no se necesitaba ser visionario o profeta: bastaba dar una ojeada realista al mundo y la historia.
Es verdad que cualquier cambio democrático se topaba con la inercia autoritaria del pasado mexicano: aztecas, novohispanos, porfiristas, revolucionarios, cachorros de la Revolución, populistas, todos los regímenes históricos de México -salvo la fugaz república liberal (1867-1876) y los quince meses del presidente Madero-, habían tenido un carácter autoritario. El aura sagrada del tlatoani, el carácter ubicuo y dadivoso del virrey, la fuerza caprichosa de los caudillos criollos, la política integral de don Porfirio, su legado permanente de «pan o palo», la férrea jefatura de Carranza, el militarismo de Obregón, el fanatismo antifanático de Calles, la corporativización de Cárdenas, la arrogancia de Alemán, la intocable investidura de Ruiz Cortines, la dureza de Díaz Ordaz, el maquiavelismo de Echeverría, la farsa criolla de López Portillo, y hasta la pasividad política de Miguel de la Madrid tenían como denominador común la impronta innegable del hombre del poder sobre el país. Pero justamente esa concentración de poder hubiese permitido a un estadista osado y reformador, como pretendía ser Salinas, abrir el sistema. Ésa era la verdadera lección de Gorbachev, no la otra. La Glasnost constituyó su mayor servicio a la historia rusa. Ejemplos de un partido que se eterniza en el poder, para luego abrirse a la competencia, había muchos y exitosos. Ahí estaba España, que construía la democracia tras casi cuarenta años de franquismo, y en ese momento, literalmente, el mundo entero.
El año 1989 sería recordado como el annus mirabilis: la Revolución de terciopelo en Praga, la caída del Muro de Berlín, el fin de la guerra fría, la liberación de la «Europa secuestrada», como la llamó Milán Kundera. Merecería ser recordado también por un milagro menos ruidoso y dramático, pero igualmente esperanzador: por primera vez en la historia independiente de América Latina, la mayoría de los países elegían la democracia y dejaban atrás cuatro paradigmas del pasado: el militarismo, el marxismo revolucionario, el caudillismo populista y la economía cerrada. El ímpetu democrático había logrado (o lograría muy pronto) desenlaces que parecían increíbles: la caída de los dictadores Pinochet y Stroessner; la derrota de los sandinistas por una valerosa mujer de estirpe liberal; la paz en El Salvador, donde hasta los antiguos guerrilleros se convertían cínicamente en prósperos empresarios capitalistas; el voto razonado contra el populismo en Brasil y la autocorrección del peronismo en Argentina, entre otros ejemplos. Doscientos años después de la Revolución francesa, un fantasma bienhechor recorría el mundo, el fantasma de la democracia; pero en América Latina sólo habría tres países que le cerra-rían sus puertas y ventanas: dos islas geográficas (Haití y Cuba) y una isla histórica (México).
Si los vientos del mundo no convencían a los tecnócratas, no faltó quien recordara dos antecedentes de la historia mexicana: los desastrosos casos del México borbón y el Porfiriano, empeñados ambos en un progreso económico que excluía la libertad política. Los paralelos del sistema político mexicano con el porfiriano habían parecido un tanto exagerados cuando en los años cincuenta los formuló Cosío Villegas; ahora se habían convertido casi en un lugar común.
Las palabras de Justo Sierra referentes al porfirismo parecían contemporáneas: «toda la evolución social mexicana habrá sido abortiva y frustránea
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