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Soberania Nacional

cessjul27 de Septiembre de 2012

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La “identidad nacional” recuerda sospechosamente al “carácter nacional”, quimera conceptual que, no hace mucho, tomaban en serio los científicos sociales que creían que las “naciones” mostraban características profundamente arraigadas —y hasta biológicas—, determinantes de su comportamiento. Esta creencia incluía frecuentemente, de manera implícita o explícita, supuestos racistas relacionados con atributos humanos —innatos, heredados—. Claro que el hecho de que mucha gente creyera lo anterior —y tal vez aún sea mucha la que lo siga creyendo— es relevante en sí mismo (“fenomenológicamente”), de ahí que valga la pena estudiarlo. A fin de cuentas, vale la pena estudiar al racismo, a pesar de que su explicación del mundo sea un pernicioso desatino. Si la “identidad nacional” se emplea como sinónimo de “carácter nacional”, y conlleva las mismas connotaciones, entonces también es un desatino. De nuevo, puede ser un desatino interesante y relevante (“fenomenológico”), pero no por eso deja de ser un desatino.

Por lo tanto, resulta crucial hacer dos aclaraciones iniciales. En primer lugar, debemos diferenciar, por un lado, la “identidad nacional” como un supuesto concepto explicativo objetivo (la identidad nacional en el desempeño de un papel semejante, digamos, al del “modo de producción”, la “rutinización del carisma” o la “ley del rendimiento decreciente”), y por otro, la “identidad nacional” como una creencia o proposición subjetiva que la gente mantiene a lo largo de la historia —muy posiblemente gente completamente perdida—. Las podemos llamar “identidad nacional objetiva” e “identidad nacional subjetiva”, respectivamente. Es posible —y, en muchos casos, cierto— que esta última sea significativa (en el sentido “fenomenológico”) en tanto que la primera es un desatino, i. e., que es imposible hallar algún concepto explicativo objetivo bajo la clasificación general “identidad/carácter nacional”, aunque la gente sea capaz de suscribir tales creencias. De ser así, como estudiosos objetivos en pos de conceptos explicativos útiles, sin duda tenemos que tachar de nuestra lista al “carácter nacional” y mostrarnos escépticos ante la “identidad nacional”. Pero no podemos dejar de reconocer que la gente a la que estudiamos con frecuencia cree en alguna idea (subjetiva) de la identidad nacional, por lo que la idea puede resultar históricamente relevante.

De hecho, muchas veces la idea es importante en términos contenciosos y polémicos: vemos identidades nacionales rivales (subjetivas) en conflicto; y vemos a los que las proponen no sólo criticando a sus oponentes, sino lamentando la falta de acuerdo entre su ideal nacional predilecto (por ejemplo: un México moral, católico, temeroso de Dios, jerárquico; o un México radical, secular, científico, progresista) y las verdaderas condiciones de los mexicanos, que permanecieron neciamente recalcitrantes (como sucedió durante las guerras de la cultura en los novecientos veinte y treinta). Así, la identidad nacional subjetiva es muchas veces altamente normativa y aspiracional: se trata de un ideal por alcanzar antes que un hecho por revelar. En cuanto a la identidad nacional subjetiva, puede que no importe mucho que la llamemos “identidad” o “carácter” nacional, pues no estamos ante una categoría explicativa rígida sino que intentamos traspasar una creencia subjetiva. Sospecho que como el “carácter nacional” se ha llegado a ver como algo crudo, pasé y como una incorrección política, se echó mano de la “identidad” para remplazarlo —influida la elección por la actual moda, sobre todo en Estados Unidos, de la política de la “identidad”, la historia de la “identidad”, las crisis de la “identidad”, etcétera—. Esto es desafortunado, pues al menos el “carácter nacional” era relativamente directo (si bien equivocado), en tanto que la “identidad” es un hoyo negro conceptual que se traga la materia y emite escasa luz.

Esta dualidad conceptual (objetivo igual a desatino; subjetivo igual a importante, cuando menos fenomenológicamente) representa una situación familiar: racismo aparte, nos topamos con numerosos fenómenos históricos que, si bien son importantes para entender a los actores históricos y sus razones, son harto inútiles como explicaciones históricas objetivas: e. g., la brujería, los milagros, la posesión diabólica, el Derecho Divino, la Divina Providencia, el Espíritu del Mundo hegeliano, los Protocolos de los Sabios de Sión y demás. Tales conceptos sólo pueden figurar como explananda (las cosas que tratamos de explicar), no sirven como explanans (explicaciones). Por lo tanto, atribuir un hecho o una tendencia histórica a la “identidad nacional” muchas veces sería tan tonto como atribuirlo al carácter “nacional” (o racial), a fuerzas milagrosas o a los misteriosos caminos de la Providencia.

Sin embargo, no todas las atribuciones de la “identidad nacional” son tontas o perniciosas. Pero si queremos usar el concepto de una manera seria y objetiva, debemos introducir varias calificaciones, que mencionaré bajo tres rubros: la identidad nacional objetiva y (1) sus rivales; y (2) su relación con el lenguaje y con la religión; y (3) su conexión con el tiempo y el lugar. De inmediato hay que hacer una diferenciación clave: algunas características “nacionales” son “marcadores” (con lo cual tan sólo me refiero a los atributos descriptivos), mientras que otras son, o afirman ser, “moldes” (esto es, factores causales, poseedores de una fuerza explicativa). Algunos “marcadores” pueden ser meramente arbitrarios —como el color de la bandera o la cadencia del himno nacional—. Lo mismo en el nivel local que en el regional: el color “patriótico” de los juchitecos era el rojo y ellos no tenían nada que ver con el verde de Tehuantepec. Los colores se podían revocar, o suplantar por el azul y el amarillo; la relevante pregunta causal por hacer es por qué estas comunidades cercanas vivían persistentemente a la greña entre ellas. (Podríamos comparar el naranja y el verde de Irlanda.) Por lo tanto, debemos conservar una distinción entre las supuestas características nacionales que son meramente descriptivas (México cuenta con una bandera tricolor, los mexicanos beben tequila) y las que dicen poseer una fuerza explicativa (los mexicanos son muy católicos, los mexicanos son dados a la violencia).

La identidad nacional objetiva y sus rivales

Si rechazamos la noción determinista, heredada, del carácter nacional, resulta que la “identidad nacional” (objetiva) es algo que fluye, se construye y se “alcanza”. Demos por hecho lo anterior y no perdamos el tiempo congratulándonos por haber descubierto el Mediterráneo, como esos historiadores sociales/culturales que consideran el reiterado conjuro del “matiz”, la “contingencia” y el “proceso” como la cima de la sofisticación intelectual. Sea lo que sea que hace que los mexicanos tengan una “identidad nacional” característica, no se trata de un mecanismo heredado, biológico; es una especie de proceso sociocultural, comparable a otros procesos de “formación de identidad”, que moldean a las “identidades” genéricas, regionales, étnicas, ideológicas y religiosas. La identidad “nacional” no es más que una entre numerosas identidades, y con frecuencia está en competencia con ellas.

En segundo lugar, cualquier “identidad” que diga ser nacional, debe alcanzar cierto umbral de significación nacional. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz pinta un rico retrato del mexicano, luego nos dice que sólo una minoría encaja con el retrato; la mayoría de los mexicanos son algo más. (Los lectores de Paz con frecuencia parecen pasar por alto esta advertencia crucial.) Claro que una minoría poderosa puede poner su sello en la identidad aparente de una sociedad. La astronomía, las matemáticas, los cálculos calendáricos y los ritos propiciatorios del maya clásico, vistos justificadamente como la cúspide de esa civilización, pudieron ser —como escribe Nancy Farriss— “demasiada palabrería para un campesinado sorprendido e indiferente”.1 Más de un milenio después, el anticlericalismo radical del México revolucionario creó un estereotipo nacional: México era, le escribió el obispo de Huejutla al rey Jorge V, el “infierno mismo del bolchevismo”; lo que Graham Greene siguió creyendo a pesar de la evidencia ante sus miopes ojos. Sin embargo, este estereotipo (¿esta “identidad nacional”?) se basaba en la opinión de una minoría; no reflejaba la opinión general en México; y no duró. Por lo tanto, en términos de profundidad y de longevidad, se quedó corto de lo que se podía entender útilmente como “identidad nacional”.

Junto con la dicotomía católico/anticlerical existen muchas fracturas comparables de otro tipo: regionales, locales, étnicas, ideológicas, genéricas, generacionales. James Lockhart sostiene que el altepetl anterior a la conquista era, después de la familia, el foco principal del sentimiento colectivo, y el cual con el paso del tiempo se transformó en la cabecera colonial y en el municipio del siglo XIX, conservando así un foco persistente de lealtad local a lo largo de los siglos. La iglesia, el santo patrono, la fiesta y los títulos de propiedad apuntalaban esta lealtad. Semejante identidad subjetiva la demostraron y reforzaron las numerosas rivalidades locales que abonaron el campo mexicano: Tehuantepec contra Juchitán, Soyaltepec contra Amilpas, Mazamitla contra San José de Gracia, etcétera. Estas rivalidades suscitaron fuertes alianzas subjetivas, con todo y (metafóricos) guardias fronterizos: santos, colores, cantos, relatos y héroes (el término

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