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Vilar


Enviado por   •  14 de Enero de 2015  •  Informes  •  2.785 Palabras (12 Páginas)  •  179 Visitas

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PENSAR HISTÓRICAMENTE*

Es muy emocionante para mí tomar la palabra aquí, en esta Ávila a la que tanto

quiso don Claudio. Pero la institución que me ha honrado con su invitación no fue

fundada por don Claudio como un lugar en el que se hablara de él. Es muy

comprensible que quienes le han conocido y querido estén tentados de hacerlo. Me

agradaría evocar ampliamente su prodigiosa erudición, su capacidad de síntesis, su

genio polémico, su sentido del honor como hombre público, su don de comunicación, su

calurosa amistad.

No voy a pretender por ello que su concepción de la historia y la mía fuesen

coincidentes. Recuerdo una sesión del Ateneo Iberoamericano de París, en la que don

Claudio abordó una definición del método de la historia. Yo me encontraba en la

primera fila del auditorio. En cada una de sus frases había una clara alusión a lo que nos

separaba. Él no me nombraba, pero yo seguía su mirada. Fue muy divertido y, pocas

horas después, alrededor de una bien servida mesa, rehicimos juntos el itinerario de su

“monodiálogo”, preguntándonos cuántos oyentes habrían podido captar el carácter

alusivo. Comprobábamos así hasta qué punto dos historiadores de vocación y de oficio

pueden tener serias discrepancias sobre los métodos e incluso sobre el principio de su

disciplina, y sin embargo sentirse solidarios, parientes cercanos, frente a las

pretensiones históricas de tal o cual construcción literaria, frente a toda ciencia

ahistórica de la sociedad, o frente a esos “especialistas en ideas generales”, como decía

Unamuno de los filósofos, que creen hacer malabarismos con “conceptos”, cuando en

realidad sólo los hacen con palabras.

Es de esta referencia a la historia como modo de pensar de lo que querría

hablarles, sobre todo para señalar los peligros de una no-referencia (o de falsas

referencias) a “la historia”. Quizás resulte agresivo, aunque nunca hacia historiadores

dignos de ese nombre. Sólo para reivindicar un “historicismo”.

Permítanme otro recuerdo personal (ya saben ustedes que las personas mayores

los prodigan). Me lleva a Atenas, en los años 60. Eran ya las dos o las tres de la mañana.

Desde las nueve de la noche anterior, un debate sin descanso tenía lugar entre

“intelectuales” griegos y franceses. Ya no recuerdo qué es lo que yo había dicho cuando

de pronto Nikos Poulantzas, a quien me acababan de presentar, tendiendo hacia mí un

índice acusador, me interpeló con voz tronante: “¡Pero cae usted en el historicismo!”

“¿Que caigo en el historicismo?”, exclamé un poco humorísticamente. ¿Cómo

podría “caer” en él? Yo nado en él, vivo en él, respiro en él. ¡Pensar al margen de la

historia me resultaría tan imposible como a un pez vivir fuera del agua! Comprendo que

un filósofo (siempre más o menos teólogo) mire el mundo “sub specie aeternitatis”, y

que un agente de cambio viva bajo el signo del corto plazo. Pero querer pensar la

sociedad, e incluso la naturaleza, y pretender disertar sobre ellas, exige una referencia

continua a las dimensiones temporales. Tiempo de las galaxias y tiempo de las

glaciaciones, tiempo de los mundos humanos cerrados y tiempo de las relaciones

generalizadas, tiempo del arado y tiempo del tractor, tiempo de la diligencia y tiempo

del supersónico, tiempo de la esclavitud y tiempo del trabajo asalariado, tiempo de los

clanes y tiempo de los imperios, tiempo de la punta de lanza y tiempo del submarino

* “Penser historiquement”, conferencia de clausura de los cursos de verano de la Fundación Sánchez-

Albornoz, Ávila, 30 de julio de 1987. Traducción: Arón Cohen (del original en francés proporcionado por

el autor), publicada en el volumen: Pierre Vilar, Memoria, historia e historiadores, Granada/Valencia,

Editorial Universidad de Granada-Publicacions Universitat de València, 2004, págs. 67-122. Una primera

traducción al castellano fue publicada en México, dentro del volumen: Pierre Vilar, Pensar la historia,

págs. 20-52.

atómico: todo análisis que se encierre en la lógica de uno de estos tiempos o que les

suponga una lógica común corre un gran riesgo de confundirse, y de confundirnos.

Añadamos que estas temporalidades no marcan del mismo modo a todos los

espacios terrestres ni a todas las masas humanas a la vez. “Pensar históricamente”

(¡aunque sea “caer en el historicismo”!) significa situar, medir y datar, continuamente.

¡En la medida de lo posible, desde luego! Pero, para un determinado saber, nada es tan

necesario como tener conciencia de sus propios límites. Lo olvidan con frecuencia

saberes orgullosos de situarse fuera de la historia. En los últimos tiempos, me han

llevado a meditar sobre estos temas un acontecimiento significativo, algunos encuentros

profesionales o institucionales y algunas lecturas. Estas serán mis referencias.

*

* *

Comencemos por el acontecimiento. Estoy pensando en el “proceso Barbie” que

se ha desarrollado en Lyón entre el 11 de mayo y el 4 de julio últimos. Desconozco el

lugar que se ha reservado a este proceso en la información española. Pero sé que el

cincuentenario de 1936 provocó confrontaciones de la misma naturaleza entre

actualidad e historia. El diario Le Monde elaboró un “dossier” (informes e

investigaciones) sobre el “proceso Barbie”: lo tituló Dossier para la historia. Querría

plantear una primera cuestión a partir de este título.

El “proceso Barbie” consistió en juzgar, según las reglas del derecho civil

francés, ante un jurado popular reunido en sala de lo criminal, a un hombre de 75 años,

Klaus Barbie, que, en 1942 (cuando tenía 30) había dirigido en Lyón la policía militar

(y política) nazi. Hizo torturar hasta la muerte al responsable de la resistencia francesa a

la ocupación, Jean Moulin; pero torturó también (a veces personalmente) a simples

sospechosos. He hizo deportar hacia los campos de exterminio, cuya existencia y cuyos

fines conocía y aprobaba, a varios convoyes de judíos, incluido uno de 41 niños de

edades comprendidas entre los tres y los trece años; ¡ninguno de ellos regresó!

Buscado como “criminal de guerra” en Alemania, Barbie fue reclutado allí, a

finales de los años 40, por los servicios de información americanos, como especialista

en la caza de comunistas; en 1952, se consideró prudente encaminarlo hacia

Sudamérica. En Bolivia, bajo el nombre de Altmann, se hizo hombre de negocios.

¿Drogas? ¿Armas? Él lo niega, y no es ése el problema. Pero, protegido del general

Banzer, figura, hacia 1980, como coronel en la reserva en sus servicios de información.

Sin embargo, fue identificado por Serge y Beate Klarsfeld, abogados que juraron poner

en manos de la justicia a todo responsable superviviente del genocidio de los judíos. En

1982, la caída de Banzer y el cambio de gobierno en Francia hacen posible una

extradición de hecho. La instrucción del proceso dura cuatro años. El defensor de

Barbie, el abogado Vergès, militante anticolonialista, anuncia que alegará la ilegalidad

de la extradición, la responsabilidad de numerosos franceses en los horrores de los años

40 y la de los ejércitos francés en Argelia e israelí en el Líbano en actos asimilables a

los de Barbie. De hecho, esta defensa no tuvo el eco esperado. Suscitaba demasiados

problemas.

Los problemas jurídicos, por sí solos, no carecían de enjundia. Barbie había sido

condenado a muerte, dos veces (1952 y 1954), en rebeldía, por “crímenes de guerra”.

Pero, transcurridos veinte años, estos crímenes habían “prescrito”. Hubo que recurrir a

la acusación de “crímenes contra la humanidad”, definida en Nuremberg,

imprescriptible y sujeta a la jurisdicción de un tribunal civil con jurado popular. Durante

algún tiempo pareció que esta categoría se aplicaría sólo al genocidio de los judíos. Pero

algunos resistentes, víctimas o testigos de sevicias particularmente odiosas, se

personaron como “parte civil”. Cuarenta abogados y decenas de testigos hicieron del

proceso una clamorosa tribuna de acusación. Durante dos meses, Francia revivió dos

“años terribles”. Estudiantes de secundaria de quince a diecisiete años fueron invitados

a asistir a las sesiones y a extraer algunas lecciones de ellas ante sus compañeros y en la

televisión. Le Monde anunció “Proceso para la historia”. Y yo digo: este título me

inquieta. Que quede bien claro que no tengo una opinión negativa del proceso. No predico

el olvido ni de los dramas colectivos ni de las responsabilidades individuales. Es menos

inmoral imaginar a Barbie muriendo en la prisión en la que él torturaba que verle

pasando días felices en La Paz (colmo de la ironía). Ni la pena de muerte, abolida en

Francia, habría estado a la altura de su pasado.

Sentado esto, es en mi calidad de historiador que me inquieto. Ver este proceso

asimilado a “la Historia” es confortar la opinión (común, desgraciadamente) de que “la

historia” establece hechos, juzga a individuos. Juegos televisados, biografías populares,

películas político-policíacas, recreaciones aproximadas de “atmósferas”: todo empuja al

hombre de la calle a pensar la historia sentimentalmente, moralmente, en función de

individuos. Me permito considerar el conocimiento histórico como de otra naturaleza:

consiste en captar y esforzarse en hacer captar los fenómenos sociales en la dinámica de

sus secuencias.

Y es verdad que en el proceso de Barbie se repitió: no juzgamos a un hombre

sino a un “régimen”, a una “ideología”, responsables de una verdadera masacre de

inocentes. Pero ¿qué es un “régimen”, una “ideología”, un “genocidio”? ¿De qué

serviría haber precisado tales “conceptos” y descrito tales “hechos” si no se restituye su

génesis? “Esto” ha sido. ¿De dónde salió “esto”? El “proceso Barbie” no aclara “la

historia”. Es a “la historia” a la que corresponde aclarar el proceso Barbie.

Una vez más, ¡entiéndaseme bien!: “aclarar” no es “justificar”. “Comprender”

no es “excusar”. “Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen”, dijo Cristo

crucificado; gran problema teológico: ¿puede considerarse al instrumento de un

designio de la Providencia responsable de lo que cumple? Pero gran problema moral,

también, que se plantea a todo magistrado y a todo jurado popular: ¿es el hombre

responsable de su inconsciente? El hombre que debe “juzgar” ha de hacerse a la vez

psicoanalista y sociólogo. Pues existen también los inconscientes colectivos; el propio

proceso de Cristo puede reubicarse en una situación de ocupación militar, de luchas

religiosas, de agitación social, cuyas tensiones no podrían ignorarse hoy. Se perfila

entonces otra tentación: el deseo de extraer lo que las situaciones tienen en común a

través de los tiempos; de construir una sociología formal, una tipología de los

“poderes”, o incluso una teoría del “poder” en sí. Pero el historiador no se mueve en el

terreno de lo abstracto: no rechaza las sugerencias de ninguna “ciencia social”, pero

quiere verificar su aplicación en el espacio y en el tiempo.

El nazismo está en la confluencia de imaginarios colectivos situables y

fechables. León Poliakof, que testificó en el proceso, ha esbozado una sociología de las

causalidades diabólicas. Se trata de la atribución, a menudo constatada, de las

desgracias colectivas a grupos minoritarios mitificados (masones, jesuitas...). En este

ámbito, el antisemitismo es un ejemplo fundamental. Y un ejemplo familiar para los

historiadores: el pogromo medieval (masacre de judíos, minoría marginalizada) forma

parte de las reacciones populares periódicas contra la “crisis de tipo antiguo”: secuencia

escasez-carestía de los víveres-especulación con los precios (y a menudo epidemia).

Este mecanismo sigue actuando frecuentemente en la Europa oriental del siglo XIX e

incluso del siglo XX. Hay “guetos” en la Polonia de Pilsudski. Y, a otro nivel, en la

brillante Viena de los años 1900, las clases medias y superiores practican un discreto

“apartheid” mundano y profesional hacia las minorías judías (en cuyo seno, justamente,

nace el psicoanálisis, lo que no deja de ser significativo). No olvidemos tampoco que, a

finales del siglo XIX y todavía a comienzos del XX, en ciertos medios revolucionarios

(proudhonianos, bakuninistas) el “capitalismo” tiene como símbolo el “banquero judío”.

¡Qué tema tan apasionante para el historiador el que el viejo modelo crisispogromo,

rural y local, haya podido resurgir en el siglo XX de otra forma, a nivel de un

gran estado, ante una crisis moderna que afectó, durante años, a millones de hombres,

miserables y parados! Pero, en la secuencia crisis-causalidad diabólica-tentación de

genocidio, sería peligroso retener solamente la “ideología”, la “mentalidad”, olvidando

(o subestimando) la componente “crisis”.

Una rápida digresión a este respecto, de naturaleza metodológica: desconfío, en

historia, de la noción de “causa”, generalmente simplificadora, e incluso de la noción de

“factor” (salvo si, en un determinado ámbito, puede expresarse en términos

matemáticos). Prefiero hablar de componentes de una situación: elementos de naturaleza

sociológica a menudo distinta, que se combinan en relaciones siempre recíprocas,

aunque variables, en los orígenes, en el desarrollo y en la maduración de las

situaciones. ¿Cómo pasar por alto, por ejemplo, que entre el nacimiento y el estallido

decisivo del nazismo, hubo un periodo de remisión, casi de desaparición, entre 1925 y

1928, años de recuperación, de “prosperidad”, en la Alemania anterior a la crisis de

1929?

Inversamente, si se buscan los orígenes, el nacimiento del fenómeno “nazi”,

cómo no remontarnos a esos dramáticos años 1919-1923 que nos describieron Erich

María Remarque, Ernst Gläser, Ludwig Renn, E. Von Salomon (yo los leí, en su

tiempo, con pasión): un país vencido, ocupado (a menudo por tropas coloniales, un

terreno abonado para el racismo); la fórmula francesa “Alemania pagará”, ¡cuando mil

millones de marcos no compraban una caja de cerillas!

Conviene repetirlo: 1923 no “excusa” el sadismo de Barbie, como la hambruna

de 1891 no “excusa” a un mujik asesino de judíos en un pueblo ucraniano. Pero las

fechas sitúan las preparaciones psicológicas de los fenómenos. Barbie tenía diez años en

1923. Y se sabe del impacto de los recuerdos de infancia. Ese mismo año (el de la

ocupación del Ruhr), yo tenía diecisiete. Era uno de esos franceses (numerosos pero

alejados de toda eficacia) que presentían ya un porvenir sombrío para Europa. Pienso en

un encuentro que tuve entonces, en un tren europeo: un joven alemán que me había

identificado como francés exclamó: “¡Ah, la gran nación!” ¡Jamás he olvidado el tono

de ironía rabiosa! El complejo del vencido es una componente de la historia. Los

franceses lo conocieron después de 1871, los españoles después de 1898.

Así pues, existe –o debería de existir– un psicoanálisis de los grupos humanos.

De todas las categorías de grupos: clases sociales, medios profesionales, pequeñas y

grandes comunidades espaciales organizadas políticamente o no. Freud y Jung no

ignoraron el problema, aunque no lo sistematizaron. El autor más citado como

psicoanalista del nazismo es Wilhelm Reich, particularmente interesado como

contemporáneo, e incluso como actor, en la dramática secuencia alemana guerraderrota-

crisis revolucionaria-crisis económica-nazismo. Pero, precisamente por esta

implicación, Reich no siempre es quien más aclara. Para mí, el verdadero maestro en

materia de psicoanálisis de los grupos es Alfred Adler, discípulo disidente de Freud. La

noción de “complejo de inferioridad”, clínicamente observada en los individuos, puede

aplicarse a los grupos. Se le puede asimilar el “complejo del vencido”, al que me he

referido. Y es sabido que, para Adler, todo complejo de inferioridad tiende a

compensarse con superioridades imaginarias, lo que, en el individuo, puede suscitar

creaciones geniales o desviaciones patológicas. Este juego entre situación y aspiración

existe también para las colectividades. Y la tendencia del individuo a identificarse con

el grupo le conduce a superar su complejo personal mediante la atribución de una

superioridad al grupo. En el estadio, los jugadores quieren ser “los mejores” y, en las

gradas, es la multitud la que grita y a veces la que golpea. En el campo de batalla, la

juventud muere y mata, pero en las columnas de los periódicos todo un vocabulario

traduce y refuerza las visiones imaginarias. ¡Menuda materia para el historiador! La

labor de éste es situar, en los textos, en los ejemplos, en el espacio y en el tiempo, los

tipos de grupos con los que el individuo busca la identificación.

He pronunciado la palabra clave: identidad. Hoy está a la orden del día en las

diversas ciencias humanas. Últimamente he realizado exploraciones en torno a esta

noción (sin la menor esperanza de exhaustividad). No digo que me decepcione (nada de

lo humano me resulta ajeno). Pero el “espejo” de Lacan o los libros de Erikson precisan

sobre todo los diversos estadios de las relaciones entre individuo y sociedad, desde el

nacimiento a la madurez: explican más Barbie que el nazismo. El seminario de Lévi-

Strauss sobre “la Identidad” reveló una extraña incapacidad para vincular “etnicidad” e

“historia caliente”.

Pero me produce todavía más decepción el cambio rápido, e inesperado, de

auténticos historiadores, de vocación y de oficio, ante este problema (o al menos este

vocabulario) de “la identidad”. Fernand Braudel pasa bruscamente, en estos últimos

años, de los horizontes mediterráneos y las “economías-mundo” a una Identité de la

France1 muy próxima de Vidal de la Blache y de Michelet. Pierre Nora, en siete lujosos

volúmenes, busca una mémoire de la France2 que Colette Beaune no duda en hacer

remontar a Hugo Capeto. En Alemania, una historiografía discretamente “revisionista”

tiende a justificar el totalitarismo nazi desde la consideración de otro “totalitarismo”

cuya imagen recuerda mucho a la causalidad diabólica esgrimida, en los años 30, por

las clases conservadoras del mundo: el complot “judeo-masónico-bolchevique”.

Quiero pensar que no estemos ahora, como efecto de una nueva crisis material

después de un episodio de gran desarrollo (los “treinta gloriosos”), ante un nuevo

“complejo de inquietud” de los vencedores de 1945 y un nuevo sueño de revancha de

los vencidos. Recuerdo cómo, bajo la “república de Weimar”, en principio pacífica, se

levantaron monumentos a los muertos de 1914-1918 con la inscripción “Invictis victi

victori”: los muertos permanecen invencidos; los vivos, vencidos, son los vencedores de

mañana. Así, vencidos y vencedores vivieron durante veinte años –1918-1938– una

sucesión de fases de despreocupación y de exaltación, organizadas a su vez en función

de otros conflictos, los conflictos internos.

Pero comprenderíamos mal la forma y la identidad de las pasiones de grupo si

olvidáramos ligarlas con el carácter religioso que asumieron en Europa, en pleno siglo

XIX. Sociedades moldeadas por las revoluciones inglesa, americana y francesa,

burguesas en principio, racionalistas, transfirieron, de hecho, sobre los valores

“patrióticos” las pasiones religiosas de la Edad Media, el apego a los “tabúes” de los

primitivos. Me gusta citar (mis amigos españoles me perdonarán si me repito) la frase

de Pí i Margall en la que constataba, en los años 70 del siglo XIX:

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