La Maravillosa Granja De McBroom
mariangel5925 de Septiembre de 2014
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“La Maravillosa Granja de McBroom”
Sid Fleischman
Sid Fleischman, nació en Brooklyn, Nueva York, pero desde hace mucho tiempo vive en California con su mujer y sus tres hijos. Ha escrito varias novelas para adultos con enorme éxito y muchos de los personajes de sus libros para niños se han hecho famosos y han sido llevados al cine.
Fleischman fue ganador, en 1977, del premio Mark Twain, que se otorga al mejor escritor de humor.
Josh McBroom, su esposa Melissa y sus once pequeños pelirrojos: Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda, viven juntos en una maravillosa granja. Allí pasan emocionantes y extraños sucesos. Y es que ni el propio McBroom sabe lo que la maravillosa granja le puede deparar en el futuro.
ÍNDICE
McBroom cuenta la verdad…………………………11
McBroom y el vendaval……………………………..39
La mazorca de McBroom………………………….. 59
El fantasma de McBroom……………………………83
McBroom cuenta la verdad.
Se han contado tantas rematadas tonterías sobre la maravillosa granja de media hectárea de McBroom que lo mejor será que aclare yo mismo este asunto. Yo soy McBroom, Josh McBroom. En seguida les explicaré lo de las sandías.
Mi intención es la de exponer los hechos, uno tras otro, ordenadamente, tal y como ocurrieron las cosas con toda exactitud.
Comenzó, podríamos decir, el día en que abandonamos la granja de Connecticut.
Amontonamos a los niños y todo lo que poseíamos en nuestro viejo cacharro con aire acondicionado y ¡partimos rumbo al Oeste!
Para contar narices, además de la mía estaba mí querida esposa Melissa y nuestros once pequeños pelirrojos: Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda,
Era verano y los árboles que bordeaban el camino estaban llenos de piar de pájaros. Habíamos llegado ya hasta el estado de Iowa cuando mi esposa Melissa hizo un descubrimiento sorprendente.
Llevábamos con nosotros doce niños: ¡sobraba uno! Acababa de contarlos una vez más.
—Frené bruscamente y levanté una nube de polvo.
-¡ Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda,—grité—. ¡En fila!
Los niños fueron saliendo a empujones del auto. Conté narices y había doce. Conté de nuevo. Era desconcertante porque todas las caras resultaban conocidas. Volví a contar, pero esta vez pillé a Larry colándose por detrás. Estaba haciendo que contáramos su nariz dos veces, y así se aclaró el misterio. ¡El muy pillo! Pero nos hizo gracia, y aprovechamos para estirar las piernas.
Justo en ese momento, un hombre flaco y patilargo se nos acercó andando pausadamente por el camino. Estaba tan flacuchento que estoy seguro de que podía esconderse detrás del palo de una escoba, con orejas y todo. Llevaba un cuello postizo alto y tieso, un alfiler de diamante prendido a la corbata y sombrero de paja.
—¿Qué se le ha perdido, vecino? —preguntó, escupiendo las pepas de una manzana verde que se estaba comiendo.
—Nada —dije—;nos dirigimos rumbo al Oeste, señor. Hemos abandonado nuestra granja: la mitad era pura roca y la otra mitad troncos secos de árboles. La gente dice que en el Oeste hay buena tierra y que el sol brilla en invierno.
El campesino frunció el ceño.
—Para tierras de cultivo no hay nada como lowa —afirmó.
—Quizá —asentí—. Pero ando escaso de fondos. A no ser que regalen tierras en lowa seguiremos el rumbo.
El hombre se rascó la barbilla.
—Mire, tengo más tierra de la que puedo labrar. Parecen ustedes buena gente. Me gustaría tenerlos de vecinos. Les dejaré cuarenta hectáreas bien baratas. Ni una piedra ni rastro de troncos secos de árboles en todo el terreno. Hágame una oferta.
—Muy agradecido, señor —le sonreí—, pero me temo que se reiría de mí si le ofreciera todo lo que llevo en mi billetera.
—¿Cuánto lleva? —preguntó el campesino.
—Exactamente diez dólares.
—¡Vendido! —exclamó.
Bueno, casi me atraganto del susto. Pensé que estaría bromeando, pero más rápido que una pulga se puso a garabatear un trato en la solapa de un sobre viejo.
—Vecino, mi nombre es Héctor Jones—declaró—. Pero puede llamarme Heck, como todo el mundo.
¿Puede haber en el mundo un hombre más amable y generoso? Firmó el contrato con una firma adornada y abrí el broche de mi billetera entusiasmado. Salieron tres polillas blancas como la leche. Habían estado alimentándose del billete de diez dólares desde que salimos de Connecticut, pero quedaba aún suficiente para comprar la granja. ¡Y sin rastro de piedras ni troncos secos de árbol!
Mr. Heck Jones saltó sobre el estribo y nos guió camino arriba un par de kilómetros. Mis niños intentaron distraerle durante el camino. Will movió las orejas, Jill se puso turnia y Chester arrugó la nariz como un conejo, pero comprendí que el Sr. Jones no estaba acostumbrado a los niños. Hester batió los brazos como un pájaro, Peter silbó por entre los dientes delanteros que le faltaban y Tom se puso a hacer morisquetas en la parte de atrás del auto, pero el Sr. Heck Jones no hizo caso a ninguno de ellos.
Finalmente, levantó su enorme brazo y señaló en la distancia.
—Ahí está su propiedad, vecino—dijo.
¡Debían habernos visto saltar del auto! Contemplamos encantados nuestra nueva granja. Era amplia y soleada, con un roble sobre una suave loma. Claro que tenía un defecto. Del lado del camino se extendía una laguna de media hectárea, de aspecto pantanoso. En un sitio así se podía perder una vaca, pero aquello era una ganga, de eso no había duda alguna.
—Mamá —le dije a mi querida Melissa—. ¿Ves ese magnífico roble sobre la loma? Ahí es donde construiremos nuestra casa.
—Nada de eso —dijo Mr. Heck Jones—. Ese roble no está en su propiedad. Lo suyo es todo lo que ven bajo agua. Ni rastro de roca ni troncos secos de árbol, tal como les dije.
Pensé que nos estaría jugando una pequeña broma, aunque no había ni la más mínima sonrisa en su cara.
—Pero, ¡señor! —dije—. ¡Usted firmó muy claramente que la granja tenía cuarenta hectáreas!
—Exactamente.
—¡Pues esa laguna pantanosa apenas si cubre media hectárea!
—Se equivoca usted —dijo—. Hay exactamente cuarenta hectáreas, una encima de la otra, como un pastel de hojaldre. Yo nunca dije que su granja estuviera toda sobre la superficie. Tiene cuarenta hectáreas en profundidad, Sr. McBroom. Lea el contrato.
Leí el contrato. Era verdad.
—-Jii-jii, jii-jii—resopló—. ¡Buena la broma que le hice ah, McBroom! Buenos días, vecino.
Se largó a hurtadillas, riéndose para sus adentros, hasta llegar a su casa. Pronto me enteré de que el Sr. Heck siempre se reía para sus adentros. La gente me dijo que cuando colgaba su abrigo y se metía en la cama, toda esa risa de dentro le salía hacia fuera y lo tenía en vela toda la noche. Pero eso no es verdad.
Dentro de un momento les contaré lo de las sandías.
Pues bien, ahí estábamos plantados mirando nuestra granja de media hectárea que no servía para nada más que para zambullirnos en ella en un día de calor como ese. Y además hacía más calor que nunca. Se batió el récord de calor, según supe más tarde. Aquel fue el día en que, tres minutos antes de las doce, los campos de maíz del Estado de Iowa explotaron de cabritas. Eso es historia. Seguro que lo han leído ya en alguna parte. Hay fotos que lo prueban.
Me dirigí hacia nuestros niños— Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda, dije—. Siempre hay un lado bueno en todas las cosas. Esta laguna que hemos comprado está un poco llena de barro, pero es agua: ¡al agua patos!
La idea fue acogida favorablemente y en un abrir y cerrar de ojos estábamos con los trajes de baño puestos. Di la señal y empezamos la carrera. En ese instante nos cayó encima tal ráfaga de sequía que aterrizamos sobre media hectárea de tierra seca. La laguna se había evaporado. Fue muy sorprendente.
Los niños habían saltado de cabeza y no se veía de ellos más que las piernas dando patadas en el aire. Los tuve que arrancar de la tierra como a zanahorias. Algunas de las niñas estaban aún sujetándose las narices. Por supuesto que fue una amarga decepción ver desvanecerse ante nuestros ojos aquella piscina.
Pero en el momento en que apresé un terrón entre los dedos, a mi corazón de granjero se le escapó un latido. Aquel fondo de estanque era suave y rico como la seda negra.
—¡Mi querida Melissa! —grité—-. Ven a ver. Esta tierra es tan buena que debería guardarse en un banco.
Me encontraba fuera de mí de excitación. Aquella tierra gloriosa
...