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La Maravillosa Granja De McBroom


Enviado por   •  25 de Septiembre de 2014  •  12.440 Palabras (50 Páginas)  •  729 Visitas

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“La Maravillosa Granja de McBroom”

Sid Fleischman

Sid Fleischman, nació en Brooklyn, Nueva York, pero desde hace mucho tiempo vive en California con su mujer y sus tres hijos. Ha escrito varias novelas para adultos con enorme éxito y muchos de los personajes de sus libros para niños se han hecho famosos y han sido llevados al cine.

Fleischman fue ganador, en 1977, del premio Mark Twain, que se otorga al mejor escritor de humor.

Josh McBroom, su esposa Melissa y sus once pequeños pelirrojos: Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda, viven juntos en una maravillosa granja. Allí pasan emocionantes y extraños sucesos. Y es que ni el propio McBroom sabe lo que la maravillosa granja le puede deparar en el futuro.

ÍNDICE

McBroom cuenta la verdad…………………………11

McBroom y el vendaval……………………………..39

La mazorca de McBroom………………………….. 59

El fantasma de McBroom……………………………83

McBroom cuenta la verdad.

Se han contado tantas rematadas tonterías sobre la maravillosa granja de media hectárea de McBroom que lo mejor será que aclare yo mismo este asunto. Yo soy McBroom, Josh McBroom. En seguida les explicaré lo de las sandías.

Mi intención es la de exponer los hechos, uno tras otro, ordenadamente, tal y como ocurrieron las cosas con toda exactitud.

Comenzó, podríamos decir, el día en que abandonamos la granja de Connecticut.

Amontonamos a los niños y todo lo que poseíamos en nuestro viejo cacharro con aire acondicionado y ¡partimos rumbo al Oeste!

Para contar narices, además de la mía estaba mí querida esposa Melissa y nuestros once pequeños pelirrojos: Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda,

Era verano y los árboles que bordeaban el camino estaban llenos de piar de pájaros. Habíamos llegado ya hasta el estado de Iowa cuando mi esposa Melissa hizo un descubrimiento sorprendente.

Llevábamos con nosotros doce niños: ¡sobraba uno! Acababa de contarlos una vez más.

—Frené bruscamente y levanté una nube de polvo.

-¡ Will, Jill, Hester, Chester, Peter, Polly, Tim, Tom, Mary, Larry y la pequeña Clarinda,—grité—. ¡En fila!

Los niños fueron saliendo a empujones del auto. Conté narices y había doce. Conté de nuevo. Era desconcertante porque todas las caras resultaban conocidas. Volví a contar, pero esta vez pillé a Larry colándose por detrás. Estaba haciendo que contáramos su nariz dos veces, y así se aclaró el misterio. ¡El muy pillo! Pero nos hizo gracia, y aprovechamos para estirar las piernas.

Justo en ese momento, un hombre flaco y patilargo se nos acercó andando pausadamente por el camino. Estaba tan flacuchento que estoy seguro de que podía esconderse detrás del palo de una escoba, con orejas y todo. Llevaba un cuello postizo alto y tieso, un alfiler de diamante prendido a la corbata y sombrero de paja.

—¿Qué se le ha perdido, vecino? —preguntó, escupiendo las pepas de una manzana verde que se estaba comiendo.

—Nada —dije—;nos dirigimos rumbo al Oeste, señor. Hemos abandonado nuestra granja: la mitad era pura roca y la otra mitad troncos secos de árboles. La gente dice que en el Oeste hay buena tierra y que el sol brilla en invierno.

El campesino frunció el ceño.

—Para tierras de cultivo no hay nada como lowa —afirmó.

—Quizá —asentí—. Pero ando escaso de fondos. A no ser que regalen tierras en lowa seguiremos el rumbo.

El hombre se rascó la barbilla.

—Mire, tengo más tierra de la que puedo labrar. Parecen ustedes buena gente. Me gustaría tenerlos de vecinos. Les dejaré cuarenta hectáreas bien baratas. Ni una piedra ni rastro de troncos secos de árboles en todo el terreno. Hágame una oferta.

—Muy agradecido, señor —le sonreí—, pero me temo que se reiría de mí si le ofreciera todo lo que llevo en mi billetera.

—¿Cuánto lleva? —preguntó el campesino.

—Exactamente diez dólares.

—¡Vendido! —exclamó.

Bueno, casi me atraganto del susto. Pensé que estaría bromeando, pero más rápido que una pulga se puso a garabatear un trato en la solapa de un sobre viejo.

—Vecino, mi nombre es Héctor Jones—declaró—. Pero puede llamarme Heck, como todo el mundo.

¿Puede haber en el mundo un hombre más amable y generoso? Firmó el contrato con una firma adornada y abrí el broche de mi billetera entusiasmado. Salieron tres polillas blancas como la leche. Habían estado alimentándose del billete de diez dólares desde que salimos de Connecticut, pero quedaba aún suficiente para comprar la granja. ¡Y sin rastro de piedras ni troncos secos de árbol!

Mr. Heck Jones saltó sobre el estribo y nos guió camino arriba un par de kilómetros. Mis niños intentaron distraerle durante el camino. Will movió las orejas, Jill se puso turnia y Chester arrugó la nariz como un conejo, pero comprendí que el Sr. Jones no estaba acostumbrado a los niños. Hester batió los brazos como un pájaro, Peter silbó por entre los dientes delanteros que le faltaban y Tom se puso a hacer morisquetas en la parte de atrás del auto, pero el Sr. Heck Jones no hizo caso a ninguno de ellos.

Finalmente,

...

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