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Resumen De La Leyenda De Hernan


Enviado por   •  29 de Noviembre de 2011  •  1.671 Palabras (7 Páginas)  •  2.019 Visitas

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I

Corría el año de 1263: Castilla, gobernada a la sazón por aquel rey a quien la posterioridad ha conocido con el renombre de Sabio, entraba en un periodo de su vida social del que irremediablemente había de nacer la edad moderna. Aparentando olvidar que su necesidad más apremiante era la expulsión completa de los moriscos, que aún no se habían dejado arrancar todos los reinos del Mediodía, y aplazando la reconquista material, el rey Alfonso trabajaba por organizar y constituir política y civilmente su reino.

Castilla, por lo tanto, se concentraba en sí misma, y su vida era toda interior. La nobleza, llegando a ser poderosa, se había hecho también insolente desde que el rey Sabio, siguiendo opuesta marcha a la que su padre San Fernando había llevado con los orgullosos magnates, y creyendo hacer así de los nobles afectos amigos y buenos servidores, dándoles mercedes, los hizo más soberbios y exigentes.

Dueños de vidas y fortalezas los altivos señores, y devorados siempre por ambiciones personales, poco les importaba hacer frente a su señor natural, si sus demasías o desafueros con los pueblos no eran del agrado del soberano.

A esta clase de nobles turbulentos pertenecía Juan de Luna, que en aquel año guardaba en nombre del rey el castillo de Oria, a cuyo pie se extendía, como hoy, la ciudad que por esta causa tomó el nombre de Soria o Sooria.

Cruel por instinto, el altanero Alcalde hacía sufrir toda la tiranía de sus malas inclinaciones a los buenos moradores de Soria, que ya en más de una ocasión habían querido poner coto a sus vejaciones.

Entre los que sostenían sus franquicias se distinguía el noble caballero Hernán Martín de San Clemente, que desempeñaba en la ciudad el cargo de fiel defensor de sus derechos. El orgulloso Luna, mal intencionado, como todos los tiranos a quienes hace daño que corazones esforzados se opongan a sus proyectos, odiaba con toda su alma y había jurado, según de público se decía por la ciudad, vengarse del caballero soriano a quien siempre veía oponerse con valentía a los abusos y desafueros, sin los que no sabía sobrellevar su soledad en el castillo el mal avenido gobernador.

Sabiendo, como todos, el esforzado jefe de los San Clementes que su vida peligraba, no se intimidó, sin embargo, por las amenazas de su contrario, y seguía en su puesto inalterable defendiendo siempre a sus deudos y vecinos de las agresiones de aquél.

Así pasó algún tiempo.

Una tarde del mes de diciembre llegó a la morada que habitaba el generoso caballero un mensaje del castillo en que, a pretexto de arreglar diferencias pasadas, invitaba el gobernador a Martín de San Clemente a una entrevista aquella misma noche dentro de la fortaleza.

Vanos fueron los ruegos de su esposa, a quien no pudo ocultar esta noticia, para disuadir al celoso procurador de esta ciudad de asistir a aquella cita, que no miraba más que como torpe pretexto para satisfacer una venganza. El ánimo esforzado de Hernán Martín no podía soñar una perfidia semejante; y, por otro lado, aun caso que lo sospechara, tenía demasiado impresas en su corazón aquellas palabras del poeta Horacio: "Cuán dulce es morir por la patria".

Respondió por tanto confiado y tranquilo al taimado Luna, que así que la ciudad se envolviera en los misterios de la noche, él correspondería cortés a aquella invitación, que no creía un lazo preparado a su hidalguía.

A nadie más confió el valiente caballero la extraña conferencia que se le proponía y la arriesgada resolución que hubo de tomar.

Acompañado de su hijo, a quien consintió tan sólo que le siguiera, por dar éste gusto a su esposa, que presa de fundados temores había pretendido en vano que fuese escoltado por algunos de su servidumbre, Hernán Martín, ceñida la espada y envuelto en su tabardo, salió de su palacio cuando en las oscuras y solitarias calles de la población no se oía más ruido que el de la lluvia que el viento azotaba contra las negras paredes de los edificios.

II

La lluvia arreciaba y los arroyos corrían por las calles en dirección al Duero, presurosos como un hijo en busca de su padre.

Pegado en los muros del Alcázar donde el renombrado Alonso, el de las Navas, había visto deslizarse sus primeros años al abrigo de las turbulencias que los nobles de aquel tiempo levantaron alrededor de su cuna, podía haber observado algún vecino trasnochador de la ciudad de Soria un grupo misterioso resguardado de la lluvia sacudida por el vendaval en dirección contraria.

Aproximándose luego, pudo ver que aquella gente, a juzgar por el traje, pertenecía a aquella ínfima clase de los bravos, de quien los nobles se servían para los lances poco limpios en que sus personas hubieran podido comprometerse o deshonrarse.

-¡Rayo de Dios!, decía con voz avinada un hombre que al parecer era el capitán de aquella gente. Buena noche ha elegido nuestro dueño y señor para trincar al linajudo; a fe que la cama que ha de abrigarlo esta noche no la tiene tan corriente en su caserón de la plaza de San

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