Sobre El Etnocidio
Zavrina9 de Noviembre de 2014
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Clastres, Pierre. "Sobre el etnocidio". Pag. 55-64
Hace algunos años el término etnocidio no existía. Beneficiario de los favores pasajeros de la moda y, ciertamente, gracias a su capacidad de responder a una necesidad, de satisfacer una innegable demanda de precisión terminológica, el uso de la palabra ha sobrepasado ampliamente su lugar de origen, la etnología, para pasar a ser del dominio público. Sin embargo, ¿la difusión acelerada de una palabra mantiene la coherencia y el rigor deseables con la idea a la que sirve de vehículo? No está muy claro que la compresión se beneficie con la extensión y que, al fin de cuentas, sepamos qué significa el etnocidio. En el espíritu de sus inventores la palabra estaba destinada, sin duda, a expresar una realidad no expresada por ningún otro término. Si se ha sentido la necesidad de crear una nueva palabra era porque había que pensar algo nuevo o bien algo viejo pero sobre lo que todavía no se había reflexionado. En otros términos, se estimaba inadecuado o impropio para cumplir esta exigencia nueva otra palabra, genocidio, cuyo uso estaba difundido desde mucho tiempo atrás. Por lo tanto, no se puede comenzar una reflexión seria sobre la idea de etnocidio son intentar determinar lo que distingue al fenómeno así llamado de la realidad a la que hace referencia el genocidio.
Creado en 1946 durante el proceso de Nuremberg, el concepto jurídico de genocidio es la toma de conciencia en el plano legal de un tipo de criminalidad desconocida hasta el momento. Más exactamente, remite a la primera manifestación, debidamente registrada por la ley, de esta criminalidad: el exterminio sistemático de los judíos europeos por los nazis alemanes. El delito jurídicamente definido como genocidio hunde sus raíces, por lo tanto, en el racismo; es su producto lógico y en última instancia, necesario: un racismo que se desarrolla libremente, como fue el caso de la Alemania nazi, no puede conducir sino al genocidio. Las guerras coloniales que se sucedieron en el Tercer Mundo a partir de 1945 y que, en algunos casos, todavía perduran, dieron lugar a acusaciones precisas de genocidio contra las potencias coloniales. Pero el juego de las relaciones internacionales y la indiferencia relativa de la opinión pública impidieron lograr un consenso análogo al de Nuremberg; jamás hubo persecuciones.
Si el genocidio antisemita de los nazis fue el primero en ser juzgado por la ley, no fue el primero en ser perpetrado. La historia de la expresión occidental en el siglo XIX, de la constitución de los imperios coloniales por las grandes potencias europeas, está jalonado de masacres metódicas de las poblaciones autóctonas. Aunque más no sea por su extensión continental, por la amplitud de la caída demográfica, que provocó, el genocidio de los indígenas americanos es el que más ha llamado la atención. A partir del descubrimiento de América, en 1492, se puso en marcha una máquina de destrucción de los indios. Esta máquina aún funciona allí donde subsisten, por toda la gran selva amazónica, las últimas tribus "salvajes". En el curso de los últimos años se han denunciado masacres de indios en Brasil, Colombia, Paraguay, y siempre ha sido en vano.
Por lo tanto es sobre todo a partir de su experiencia americana que los etnólogos, y muy particularmente Robert Jaulin, se vieron llevados a formular el concepto de etnocidio. En principio, esta idea se refiere a la realidad indígena de América del Sur. Allí se dispone de un terreno favorable -si se nos permite la expresión- para buscar la diferencia entre genocidio y etnocidio, ya que las últimas poblaciones indígenas del continente son víctimas simultáneamente de estos dos tipos de criminalidad. Si el término genocidio se remite a la idea de "raza" y a la voluntad de exterminar una minoría racial, el de etnocidio se refiere no ya a la destrucción física de los hombres (en este caso permaneceríamos dentro de la situación genocida) sino a la de su cultura. El etnocidio es, pues, la desttrucción sistemática de gentes diferentes a quienes llevan a cabo la destrucción. En suma, el genocidio asesina los cuerpos de los pueblos, el etnocidio los mata en su espíritu. Tanto en uno como en otro caso se trata sin duda de la muerte, pero de una muerte diferente: la supresión física es inmediata, la opresión cultural difiere largo tiempo sus efectos según la capacidad de resistencia de la minoría oprimida. No se trata aquí de elegir el mal menor, ya que la respuesta es de por sí evidente: cuanto menos barbarie mejor. Dicho esto, hemos de reflexionar sobre la verdadera significación del etnocidio.
El etnocidio comparte con el genocidio una visión idéntica del Otro: el Otro es lo diferente, ciertamente, pero sobre todo la diferencia perniciosa. Estas dos actitudes se separan en la clase de tratamiento que reservan a la diferencia. El espíritu, si se puede decirse genocida, quiere pura y simplemente negarla. Se extermina a los otros porque son absolutamente malos. El etnocidio, por el contrario, admite la relatividad del mal en la diferencia: los otros son malos pero puede mejorárselos, obligándolos a transformarse hasta que, si es posible, sean idénticos al modelo que se les propone, que se les impone.. La negación etnocida del Otro conduce a una identificación consigo mismo. Se podría oponer el genocidio y el etnocidio como las dos formas perversas del pesimismo y el optimismo. En América del Sur los asesinos de indios llevan al colmo la posición del Otro como diferencia: el indio salvaje no es un ser humano sino un simple animal. La muerte de un indio no es un acto criminal; incluso el racismo ha desaparecido, ya que para ejercerse implica el reconocimiento de un mínimo de humanidad en el Otro. Monótona repetición de una infamia muy vieja: Claude Lévi-Strauss, al tratar -avant la letire- del etnocidio, recuerda en "Raza e Historia" que los indios de las Islas se preguntaban si los españoles recién llegados eran dioses u hombres, en tanto que los blancos se interrogaban sobre la naturaleza humana o animal de los indígenas.
¿Quiénes practican, por otra parte, el etnocidio? ¿Quién ataca el alma de los pueblos? Aparecen en primer plano, en América del Sur, pero también en muchas otras regiones, los misioneros. Propagadores militantes de la fé cristiana, se esfuerzan por sustituir las creencias bárbaras de los paganos por la religión de Occidente. El desarrollo evangelizador supone dos certezas: primero que la diferencia -el paganismo- es inaceptable y debe ser combarito y, segundo, que el mal de esta diferencia puede ser atenuado, es decir, abolido. La actitud etnocida es más bien optimista precisamente en esto: el Otro, que desde un principio es malo, es percectible, se le reconocen los medios para elevarse, por identificación, a la perfección representada por el cristianismo. Quebrar la fuerza de la creencia pagana es destruir la sustancia misma de la sociedad. Se trata, claro está, de un resultado buscado: conducir al indígena por el camino de la verdadeja fe, del salvajismo a la civilización. El etnocidio se ejerce por el bien del "Salvaje". El discurso laico, por otra parte, dice lo mismo cuando enuncia, por ejemplo, la dictrina oficial del gobierno brasileño en lo tocante a la política indigenista. "Nuestros indios, proclaman los responsables, son seres humanos como los otros. Pero la vida salvaje que llevan en la selva los condena a la miseria y la desgracia. Es nuestro deber ayudarlos a liberarse de la servidumbre. Tienen el derecho de elevarse a la dignidad de ciudadanos brasileños para poder participar plenamente en el desarrollo de la sociedad y gozar de sus beneficios". La ética del humanismo es la espiritualidad del etnocidio.
El horizonte sobre el que se recortan el estíritu y la práctica etnocidas se determina según dos axiomas. El primero proclama la jerarquía de las culturas: las hay inferiores y superiores. El segundo confirma la superioridad absoluta de la cultura occidental. Este último no puede mantener con los otros, y en particular con las culturas primitivas, más que una relación de negación positiva, en tanto que quiere suprimir lo inferior en cuanto inferior para elevarlo a un nivel superior. Se suprime la idiandad del indio para hacer de él un ciudadano brasileño. En la perspectiva de sus agentes, el etnocidio no es visto como una empresa destructiva; es, por el contrario, una tarea necesaria, exigida por el humanismo inscrito en el corazón de la cultura occidental.
Esta vocación de medir las diferencias con la vara de su propia cultura se denomina etnocentrismo. Occidente sería etnocida porque es etnocéntrico, porque se considera a sí mismo y quiere ser LA civilización. Se impone, sin embargo, una pregunta ¿nuestra cultura detenta el monopolio del etnocentrismo? La experiencia etnológica nos permite responder. Consideremos la manera en que se denominan a sí mismas las sociedades primitivas. En realidad no hay autodenominación en la medida en que, recurrentemente, las sociedades se atribuyen casi siempre un único y mismo nombre: los Hombres. Para ilustrar con algunos ejemplos de este rasgo cultural recordaremos que los indios Guaraníes se llaman Ava, que significa los "Hombres"; que los Guayaki dicen que son Aché, las "Personas"; que los Esquimales son los Innuit, los "Hombres". Se podría alargar indefinidamente la lista de estos nombres propios que componen un diccionario de todas las palabras con el mismo sentido: hombres. Por el contrario, cada sociedad designa sistemáticamente a sus vecinos con nombres peyorativos, cargados de desprecio, injuriantes.
Toda cultura realiza así una división de la humanidad entre ella misma, que se
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