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Ushanan Jampi

scdavalos22 de Julio de 2013

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La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se le había convocado la víspera, solemnemente.

Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos.

Allí estaba el jornalero, poncho al hombro, sonriendo, con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de los corros; el pastor greñudo, de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en tomo de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como acero pavonado, y uñas desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barbotea un rosario interminable de conjuros, y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda gacha y copa cónica —sombrero de payaso— tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito, que apenas le llega al vértice de los codos.

Y por entre esa multitud, los perros, unos perros color de ámbar sucio, hoscos, héticos, de cabezas angulosas y largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo, cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas — verdaderas patas de arácnido— yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las gentes con descaro, interrogándoles con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos impacientes, de bestias que reclamaran su pitanza.

Se trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de los miembros, Cunce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el hecho en sí cuanto por las circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo cometía igual crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la justicia severa de los yayas , merecedora de un castigo pronto y ejemplar.

Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza, con macicez de mueble incaico, el gran consejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto solemne, impasible, impenetrable, sin más señales de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que parecían tascar un freno invisible.

De pronto los yayas dejaron de chacchar , arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la masticación, limpiáronse en un pase de manos las bocas espumosas y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el consejo, exclamó:

—Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconseja en el momento de la justicia. Ahora bebamos para hacerlo mejor.

Y todos, servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta.

—Que traigan a Cunce Maille —ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de beber.

Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo, y que parecía desear las injurias y amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, la gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señorial, que, a pesar de sus ojos sanguinolentos, fluía de su persona una gran simpatía, la simpatía que despiertan los hombres que poseen la hermosura y la fuerza.

—¡Suéltenlo! —exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.

Una vez libre Maille, se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó sobre el consejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó.

—José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste un vaca mulinera y que has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú que dices?

—¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.

—¿Por qué entonces no te quejaste?

—Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.

—Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su derecho.

Ponciano, al verse aludido, intervino.

—Maille está mintiendo, taita, El que dice que yo le robé se lo compré a Natividad

Huaylas. Que lo diga; está presente.

—Verdad, taita —contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del consejo.

—¡Perro! —dijo Maille, encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón eres tú como

Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.

Ante tal imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe del

tribunal, más inalterable que nunca, después de imponer silencio con gesto imperioso, dijo:

—Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.

Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos de la mesa, miraba torvamente a Maille, añadió:

—¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano?

—Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita.

En vista de esta respuesta, el presidente se dirigió al público en esta forma.

—¿Quién conoce la vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano? Muchas voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente

los treinta soles que le había fijado su dueño.

—¿Has oído, Maille? —dijo el presidente al aludido.

—He oído, pero no tengo dinero para pagar.

—Tienes dinero, tienes tierras, tienes casas. Se te embargará uno de tus ganados y, como tú no puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te aconsejamos lo que debías hacer para que te enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlaste del yaachishum. La segunda vez tratamos de ponerte a bien con Felipe Tacuhe, a quien le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achishum, pues no has querido reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente... Hoy le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte, de aplicarte el jitarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves ya sabes lo que te espera: te cogemos y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien, Cunce Maille?

Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui, que por milagro había conservado en la persecución, y sacando un poco de coca se puso a chacchar lentamente.

El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado, dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir:

—Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maille, acusado por tercera vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio, no lo ha desmentido, no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?

—Botarlo de aquí; aplicarle el jitarishum —contestaron a una voz los yayas—, volviendo a quedar mudos e impasibles.

—¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no lo has querido. Caiga sobre ti el jitarishum.

Después, levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz más alta que la empleada hasta entonces:

—Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras, cualquiera de los presentes podrá matarle. No lo olviden. Decuriones cojan a ese hombre y sígannos.

Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio, turbado sólo por el tableteo de los shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento. Hasta los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas las orejas y las colas, como percatados de la solemnidad del acto.

Después de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados de piedras y cactus tentaculares, y amenazadores como pulpos rabiosos —senderos de pastores y cabras— el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde, coronada de cintajos multicolores y flores de plata de manufactura infantil, y la extraña procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán y las de Obas.

—¡Suelten a ese hombre! —exclamó el yaya de la vara. Y dirigiéndose al reo:

—Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque nuestros jircas se enojarían y su enojo causaría la pérdida de las cosechas, y se secarían las quebradas

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