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"Charlie y la fábrica de chocolate" Roald Dahl


Enviado por   •  15 de Octubre de 2012  •  Reseñas  •  31.133 Palabras (125 Páginas)  •  2.253 Visitas

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Charlie y la fábrica de chocolate

Roald Dahl

Indice

PRELIMINAR 3

Aquí viene Charlie 6

La fábrica del Sr. Willy Wonka 10

El Sr. Wonka y el príncipe indio 12

Los obreros secretos 14

Los Billetes Dorados 16

Los dos primeros afortunados 17

El cumpleaños de Charlie 20

Se encuentran otros dos Billetes Dorados 21

El abuelo Joe se arriesga 24

La familia empieza a pasar hambre 25

El milagro 28

Lo que decía en el Billete Dorado 30

Llega el gran día 33

El señor Willy Wonka 34

El Recinto del Chocolate 37

Augustus Gloop se va por un tubo 41

Por el río de chocolate 46

La Sala de Invenciones - Caramelos Eternos y Toffe Capilar 49

La gran máquina de chicle 51

Adiós, Violet 53

Caramelos cuadrados que se vuelven en redondo 59

Veruca en el cuarto de las nueces 61

El gran ascensor de cristal 66

La Sala del Chocolate de Televisión 69

Mike Tevé es enviado por televisión 72

Sólo queda Charlie 78

Los otros niños se van a sus casas 80

La fábrica de chocolate de Charlie 81

PRELIMINAR

CUANDO tienes diez u once años y vuelves del colegio después de una jornada casi heroica te asaltan, sin duda, oscuras reflexiones. Tu madre pasa por delante de ti, apuradísima, con una sonrisa vaga en los labios: es martes y sabes muy bien que los martes va a casa de esa amiga suya, la de los ojos saltones. Tu padre, por su parte, te escucha pacientemente, sí, pero enseguida descubres con sorpresa que la victoria de tu equipo frente a los alumnos de sexto curso no le parece la cosa más importante del mundo. Luego sigue leyendo el periódico o contemplando con desesperación hojas llenas de cifras que saca de su maletín. Tú entonces le molestas un poco, haces ruido con los ceniceros, imitas el canto de la rana o el bramido del elefante. Inútil, como si no existieras. Por fin, ceñudo, acudes a tu hermano mayor, pero te recibe con un mohín de fastidio. Es muv mayor ya, desde luego: acaba de, entrar en la universidad y una tarde le sorprendiste besando a una chica muy fea en el portal. Ahora no tiene tiempo para ocuparse de ti.

¿Qué hacer, pues? Tu perro bosteza sobre la alfombra. Das un silbido y acude manso, agitando la cola. Bien, te dices, al menos éste me hace caso, me necesita. Tiras, cruel, de sus tiernas orejas y se lamenta, apenas un hilito de dolor, le soplas en los ojos y se revuelve corno si estuviese mojado; le obligas a darte la pata y lo hace con escrupulosa educación. Muy pronto, sin embargo, te aburres. Eso no te basta. Malhumorado, concibiendo implacables proyectos de venganza, recompensas al perro con una culebrilla de regaliz y te alejas por el pasillo golpeando con el pie un burujo de papel. Te sientes un poco insignificante. El mundo entero está pendiente de las cifras de tu padre, de las reuniones de tu madre, de las hazañas de tu hermano. La tierra misma contiene la respiración cuando ellos hablan, redactan un informe o hacen la compra. Tú, en cambio, ni siquiera tienes un bigote como el de Fu-Manchú con el que impresionar a las niñas. No eres el protagonista de ningún acontecimiento, de ninguna aventura.

Y sin embargo, sabes que puedes consolarte. Entras en tu habitación con cara de pocos amigos y cierras la puerta con cuidado. Quieres estar solo. Dejas el regaliz y el cortaplumas sobre la mesa, apartas el flequillo de tu frente y adoptas una actitud .solemne, de director de orquesta. Allí están, en tus cajones, junto a los petardos que te sobraron de Navidad y las canicas de cristal: tus libros. Un libro, piensas, es una cajita milagrosa: puedes meterlo en el bolsillo de tu abrigo y en él caben, sin embargo, muchas más cosas de las que existen en el mundo. En un libro cabe un dragón, por ejemplo, o un duende con pantuflas y nariz en forma de anzuelo o un gigante de cinco metros de altura que calza zapatos del número veintinueve. Un libro cruje cuando lo abres, como una galleta, y los negros regueros de tinta, sobre el frágil papel, despiden un olor sutil y sabroso, semejante al de ciertas frutas livianas.

Te gustan, sí, los libros. En ellos todo se invierte: en sus vastos reinos tú eres el rey. Ahora, por fin, los niños de diez u once años ocupan el lugar que se merecen. Nada tienen que hacer allí las ridículas hazañas de tu hermano, ni la amiga de ojos saltones de tu madre, ni el maletín de tu padre. Nada de fruslerías. Sólo cosas verdaderamente importantes y personajes verdaderamente importantes:

Pulgarcito, Hansel y Gretel, Pinocho, Tom Sativyer, Guillermo, Momo, el pequeño Nicolás y ese Jim que disputó a peligrosísimos piratas un increíble tesoro en una isla desierta. Recorres las páginas a caballo, empuñando una espada o persiguiendo a un astuto ladrón o saltando sobre tus botas de siete leguas. Estás solo, pero todo el mundo te mira. Ves que en ese mundo tú eres el protagonista. Ya estás vengado. El centro del universo coincide ahora con el lugar donde tú te encuentras.

Y precisamente, desde hace algunos días tienes un nuevo libro para leer. Te tumbas en el suelo, bocabajo y con las piernas levantadas, y lo tornas entre tus ruanos. Acaricias su lomo con cariño v emoción. Demoras lo más posible el momento de nadar sin resuello a través de sus páginas: el placer es más intenso cuanto más fuerte es el deseo. Te entretienes un rato con los brillantes colores de 1a portada y luego lees en voz alta el nombre del autor: Roald Dahl. Un nombre curioso, tan breve

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