DIA a día en la noche llena de niebla
juarezkifdgEnsayo6 de Diciembre de 2015
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Bachillerato humanista “Albert Einstein”
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Jesús Andrés Juárez Juárez
Verónica Micaela Torres del Valle
3° “C”
Ebert Muñoz
DIA a día en la noche llena de niebla
Cuando nació mi única hija, decidí salir de Venezuela. Mi sangre y país paterno me llamaban, reclamando mi existencia. Alemania vivía tiempos de revolución y prosperidad. Hitler buscaba la patria perdida dentro de su nación, y llamaba a los padres, hijos, nietos y bisnietos a reclamar su posición en la historia germánica. Era tiempo de libertar mi nación paterna de ataduras capitalistas y reformar y reinventar un Estado digno y sólo para los alemanes. Mi posición económica siempre fue normal y nunca nada reservada en lo que concierne a gastos. Conocía a Venezuela y sus montañas, páramos y playas caribeñas, pero mis padres siempre mantuvieron viva la tradición y su punto de vista Europeo.
Nací en Alemania. Siendo un niño nos mudamos a la Venezuela del régimen del Benefactor Gómez. Criado como todo un venezolano, con acento caribeño y europeo, me desarrollé en una familia rica, dueña de villas y lujos entre las montañas. Mi esposa, hermosa, morena venezolana, termina de convencerme en emerger externamente de Caracas; Aventurarnos fuera de Venezuela. Estando al tanto y buscando informaciones dentro y fuera del Caribe me participan que puedo viajar hasta Europa. Siendo hijo de alemán tengo derecho a la entrada del país nacional socialista. Partiendo y dejando atrás a mis padres y lengua natal, juntos, con mi esposa e hija, nos sumergimos en una alucinante crónica de esperanzas, sueños e ilusiones que cambiaron nuestras existencias. Llegando, la realidad nos golpea de lleno. La situación tensa buscaba un pretexto para la descarga social. Pisando tierras nunca vistas, y hablando acentos de pobres pueblos europeos que nunca viví, comienzo a sentirme alemán. Siento en mis huesos el repudio de aquellos que nos roban con su economía capitalista, judíos extorsionadores, vividores del interés de sus estafados préstamos. Siento cómo el asco y la desidia me invaden el corazón, y comienzo a odiar a los negros, a los asiáticos, a los rusos, a los polacos, y a todos los que vivan en las tierras que mis padres dejaron atrás. No me doy cuenta que yo tampoco pertenezco a estas tierras. Los discursos de Hitler convencen al pueblo del resurgimiento de una raza superior a todas. De una raza digna de ser herederas del planeta.
Y me siento parte del pueblo. Tomo de su agua y como de sus alimentos. Sudo el polvo matutino y piso su tierra nocturna, que por derecho propio me corresponden. Mis papeles coexistían en regla y la explosión racial comenzaba a aflorar con algunos actos vandálicos contra aquellos que no correspondían a nuestras verdades de sobrevivencia. Alemania seguía siendo la más pobre de Europa, y algo que no hablaba la Prensa Mundial era del hambre y frio que existía en ella. De las gélidas muertes de abuelos que no podían pagar el carbón necesario para vivir el invierno. De la falta de trabajo que golpeaba las puertas de cada casa. Del pan que no conseguíamos comer, culpa de una mala estrategia ocasionada por una infructuosa Primera Guerra. Este día a día lo vivía, apesadumbrado, con mi esposa y pequeña mientras el año de residencia se cumplía.
Comenzaba la invasión de Polonia, intrusión de terror germano y comienzo de una Guerra que muchos querían y necesitaban, pero que no imaginaban volver a repetir. Debía intentar arreglar nuestros papeles de residencia ya que sólo podíamos habitar en el país con un permiso prolongado. Pero algo falló. Después de creer en el nuevo sistema de gobierno, siento una puñalada que poco a poco se hunde en mi cuello. Mis identidades tuvieron dificultades, y tiempo después de haber comenzado la Segunda Guerra me convierten en ciudadano venezolano, sin derecho a pedir ni reclamar la nación germana como patria. Junto a mi esposa vislumbramos el saqueo y expropiación de nuestras pertenencias. Encerrado en una habitación que compartía con otros más, comienzo a pensar en nuestra suerte. Creíamos que era una broma del destino, tenerlo todo y ahora no tener nada. ¡Ser Alemán y no poder serlo! Venezuela comenzaba un trato petrolífero con países aliados, negando surtido de petróleo a Alemania. Cuando nos movilizaron, nos metieron en un tren con destino a la nada. No era digno de merecer un trato ario, ya que para los alemanes no era germano, sino venezolano. Y encerrado en el pesado y lento tren, mientras los abuelos olorosos caían como moscas victimas del frio y de la sed, del hambre y del asustado cansancio, logre comprender nuestra situación. No soy el mismo que era cuando llegué a estas tierras europeas. He visto la maldad transformada en hombre. He convivido con la miseria. Tengo hambre de existencia, mientras canto a los cuatro vientos los rezos que mi alma siente. Pero mi realidad es un oscuro y frio encierro donde no siento a la divina vida correr por mi cuerpo. ¡Quiero liberarme! ¿Cuándo comenzó esta pesadilla? ¿Cuándo comenzó este diario vivir? ¿Cuándo, sin darme cuenta, comencé a morir?
El hedor en el tren era insoportable. Igual el frío. Esconder las manos en medio de las piernas era un acto de lógica, pero ¿cómo podían los niños y abuelos mantener las piernas tibias? Difícil que algunos de los seres humanos, apretados dentro del pesado tren, pensasen en otra cosa sino en la suerte que comenzaba a aflorar con sus miedos. Arturo creía en la dicha de tener a su familia próxima a él, pero el destino jugaría con sus sueños. Cuando comenzó la pesadilla todos fueron conducidos al patíbulo sin quejarse. Guiados a un lugar donde sobrevivirían sintiendo en sus tuétanos el terror que radica en sus previos temores. Miedos que paralizaban sus acciones, entregándose como ovejas al matadero. Los filósofos agnósticos de larga barba, apostados en las puertas de madera del pesado tren, miraban al cielo entre las rendijas de respiración adornadas con alambres de púas cortantes. Buscaban a Dios mientras el frio violaba sus viejos huesos. No conseguían respuesta a sus miedos de corderos. Aparte, los fieles creyentes aterrizaban en una dura realidad. Parecía que ellos no existían para el Creador. Puntos inimaginables recorrían sus aterradas mentes y crueldad en sus vidas vivían a diario. Situaciones que la suerte parece desconocer mientras la muerte se convierte en la mejor opción. En el apretado vaivén del tren muchos olvidan dar gracias al Todopoderoso por dejarlos vivir otro día. Cada mañana insoportable sentían perdido el sentido del tiempo, y creían que tenían días, sin parar, viajando. Después creyeron que eran semanas, y luego meses, apreciando dentro del oloroso tren los cuerpos congelarse y descongelarse por el factor tiempo. Sentían la mirada de una medusa fría y sin sentido que ultimaba a los dueños de cadáveres, dejándolos húmedos por la orina y hediondos por el defecar de la vergüenza. La muerte rondaba en las células de los niños y abuelas que leían en sus rostros sus últimas horas o días. Un continuo y pesado andar por estepas frías o sol abrasante. Estaciones de trenes que pasaban con fugaz objeciones en sus ahuecadas hambres y viciosa sed. Sin entregar agua para el que la necesita y comida para el débil, los soldados comenzaban a hacer sentir el peso de la crueldad.
Cuando se detuvo la anciana máquina, todos los sobrevivientes seguían sintiendo el andar del tren en sus pulsaciones de vida. Les resultaba difícil mantenerse en pie, ya que el bamboleo seguía acostumbrado y acompasado en sus maltrechos y débiles cuerpos mientras esperaban a que las grandes puertas de madera se abriesen. Los sacaron del aparato con gritos y empujones. Por la puesta de sol adivinaron la hora, mientras inhalaban profundamente humedad de lluvia y humo gris que emergía de una altísima y prepotente chimenea. Las grandes rampas de madera del tren crujían con el peso de cada uno mientras emergían de la rodante prisión de días, meses o años. Teniendo pasaporte diplomático, Arturo podía tener el derecho de preservar a su familia unida. Sólo debía hablar con la persona encargada del infierno al que habían llegado. Un gran soldado de la perfecta raza aria los observaba con sus ojos azules. De igual manera, Arturo observaba a su alrededor, analizando la situación en la que estaba sumergido. Sabía dónde se encontraba, y no quería decirlo ni seguir pensándolo. Los vagones del tren hacían una línea recta sin curvas, en medio de tanta gente agitada y traicionada. Comenzando la separación no tuvo tiempo de alzar la voz. Su pequeña hija, en brazos de su morena madre, fue encaminada en otra dirección. Gritos de miedo e indignación; golpes y empujones era el tenso ambiente que se descubría. Grandes perros pastores, con afilados colmillos y ladrido retumbante ayudaban a los magnos y orgullosos soldados. Un hombre de gran chaqueta militar comenzó a vociferar con acostumbrada retórica, preguntando quién de los presentes era artesano, músico o filósofo. Arturo sentía miedo en su corazón. Comenzaba a sentirse incompleto sin su familia. Y dado que no era artesano ni músico o filósofo, no entró en las filas que se perdían en las instalaciones donde existía la altísima chimenea que lanzaba humo gris y cenizas.
¿Los que hablan alemán? ¡Un paso al frente! – gritó otro de los tantos soldados con cara de adonis; Rubio, de ojos claros, barbilla prominente y dominante tamaño. “¡Si, sé hablar alemán!” fue lo que pensó Arturo, pero sus piernas no daban los pasos para enfilarse con los demás. Algo le decía que no lo hiciera. A la vez pensaba en su familia recién arrebatada. Percibía en su cabeza a su esposa e hija sonriéndoles. Sentía pequeños desvaríos que lo querían llevar hasta la más completa de las locuras. Arturo alzaba la vista al cielo, mientras una nueva fila de gente era conducida por las escaleras que bajaban hasta el sótano de los hornos que escupían vestigios humanos. Buscaba en las alturas la serenidad ante su horrible realidad.
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