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Enviado por   •  13 de Octubre de 2013  •  1.262 Palabras (6 Páginas)  •  213 Visitas

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DEBERES MORALES DEL HOMBRE

CAPÍTULO PRIMERO

DE LOS DEBERES PARA CON DIOS

Basta dirigir una mirada al firmamento, o a cualquiera de las maravillas de la creación y contemplar instante los infinitos bienes y comodidades que frece la tierra, para concebir desde luego la sabiduría y grandeza de Dios, y todo lo que debemos amor, a su bondad y a su misericordia.

En efecto, ¿quién sino Dios ha creado el mundo y gobierna, quién ha establecido y conserva es. orden inalterable con que atraviesa los tiempos la masa formidable y portentosa del Universo, quién vela incesantemente por nuestra felicidad y la de todos los objetos que nos son queridos en la tierra, y por último quién sino Él puede ofrecernos, y nos ofrece, la dicha inmensa de la salvación eterna? Sómosle, pues, deudores de todo nuestro amor, de toda nuestra gratitud, y de la más profunda adoración y obediencia; y en todas las situaciones de la vida en medio de los placeres inocentes que su mano generosa derrama en el camino de nuestra existencia, como en el seno de la desgracia con que en los juicios inescrutables de su sabiduría infinita prueba a veces nuestra paciencia y nuestra fe, estamos obligados a rendirle nuestros homenajes, y a dirigirle nuestros ruegos fervorosos, para que nos haga merecedores de sus beneficios en el mundo, y de la gloria que reserva a nuestras virtudes en el Cielo.

Dios es el ser que reúne la inmensidad de la grandeza y de la perfección; y nosotros, aunque criaturas suyas y destinados a gozarle por toda una eternidad, somos unos seres muy humildes e imperfectos; así es que nuestras alabanzas nada pueden añadir a sus soberanos atributos. Pero El se complace en ellas y las recibe como un homenaje debido a la majestad de su gloria, y como prendas de adoración y amor que el corazón le ofrece en la efusión de sus más sublimes sentimientos, y nada puede, por tanto, excusarnos de dirigírselas. Tampoco nuestros ruegos le pueden hacer más justo, porque todos sus atributos son infinitos, ni por otra parte le son necesarios para conocer nuestras necesidades y nuestros deseos, porque El penetra en lo más íntimo de nuestros corazones, pero esos ruegos son una expresión sincera del reconocimiento en que vivimos de que El es la fuente de todo bien de todo consuelo y de toda felicidad, y con ellos movemos su misericordia, y aplacamos la severidad de su divina justicia, irritada por nuestras ofensas, porque El es Dios de bondad y su bondad tampoco tiene límites. ¡Cuán propio y natural no es que el hombre se dirija a su Creador, le hable de sus penas con la confianza de un hijo que habla al padre más tierno y amoroso, le pida el alivio de sus dolores y el perdón de sus culpas, y con una mirada dulce y llena de unción religiosa, le muestra su amor y su fe como los títulos de su esperanza!

Así al acto de acostarnos como al de levantarnos, elevaremos nuestra alma a Dios; y con todo el fervor de un corazón sensible y agradecido, le dirigiremos nuestras alabanzas, le daremos gracias por todos sus beneficios y le rogaremos nos los siga dispensando. Le pediremos por nuestros padres, por nuestras familias, por nuestra patria, por nuestros bienhechores y amigos, así como también por nuestros enemigos, y haremos votos por la felicidad del género humano, y especialmente por el consuelo de los afligidos y desgraciados, y por aquellas almas que se encuentren extraviadas de la senda de la bienaventuranza. Y recogiendo entonces nuestro espíritu, y rogando a Dios nos ilumine con las luces de la razón y de la gracia, examinaremos nuestra conciencia, y nos propondremos emplear los medios más eficaces para evitar las faltas que hayamos cometido

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