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BASES NEUROLOGICA DE LA EMOCION

neybadeaguilar25 de Abril de 2014

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Bases neurobiológicas de las emociones

1. Introducción: ¿qué son las emociones?

1.1- una visión con perspectiva histórica o de dónde venimos

En los comienzos de este siglo XXI estamos asistiendo a un fantástico auge en el interés científico por la comprensión de los mecanismos neuropsicológicos que intervienen en la construcción de esas experiencias tan peculiares que llamamos emociones.

Este interés, por supuesto, no es nada nuevo pues han sido muchos los pensadores y científicos que se han interesado por los fenómenos emocionales a lo largo de la historia desde muy diversas perspectivas. Ya desde la Antigüedad grandes filósofos como Platón o Aristóteles plantearon teorías genuinas sobre las emociones. Sin embargo, durante la Edad Media las pasiones fueron adquiriendo un carácter negativo (identificándose con la enfermedad del alma y el origen de todos los pecados), encontrándose, desde una visión dualista de la naturaleza humana, en constante lucha con el componente virtuoso de la mente, la razón. Con el paso del tiempo y llegados a la época renacentista, el término afecto fue sustituyendo al de pasión pero, con postulados como los de René Descartes, se consolidó la concepción de las emociones como perturbadoras de la cognición, por lo que siguió primando una visión peyorativa de las mismas. No obstante, a finales del siglo XVIII y con Rousseau a la cabeza, empieza a germinar una visión optimista sobre la naturaleza humana. A raíz de esta “nueva” concepción de la vida y, por tanto, de las emociones, la búsqueda de la felicidad, ya planteada por Aristóteles como la motivación básica del ser humano, pasó a ocupar un importante lugar en las corrientes de pensamiento (Avia, 1998).

Durante el siglo XIX el estudio de la emoción se va separando de la filosofía y profundizando en aspectos más biopsicológicos, contribuyendo significativamente al surgimiento de la psicología como ciencia independiente. Charles Darwin, padre de la biología moderna y uno de los fundadores de esa nueva ciencia, publicó, en 1872, la obra sobre emociones más importante hasta aquella fecha (Darwin, 1872). Otro de los pioneros del estudio de las emociones desde una perspectiva psicológica o, más concretamente, psicofisiológica, fue William James, al resaltar el papel de las respuestas periféricas (autónomas y motoras) en la constitución de las experiencias emocionales (James, 1884), perspectiva que guarda una estrecha relación con la hipótesis del marcador somático propuesta actualmente por Damasio.

A lo largo del siglo XX van proliferando diferentes teorías según centran su foco de atención en unos u otros aspectos de los fenómenos emocionales. Así, de las críticas recibidas por la postura psicofisiológica surgió la tradición neurológica encabezada por Cannon y Bard y sus teorías centralistas. Este nuevo enfoque pone el énfasis en la activación del sistema nervioso central más que en el periférico, proponiendo que tanto la experiencia emocional como las reacciones fisiológicas son acontecimientos simultáneos que surgen del tálamo. Por otra parte, sabemos que Sigmund Freud también se ocupó en profundidad de las emociones, aunque no propusiera una teoría explícita para ellas, haciendo hincapié en la especial importancia de la experiencia emocional vivida durante la infancia para la configuración y comprensión de la vida afectiva del adulto (aquí entraría en juego la clásica, y muchas veces denostada, dicotomía entre consciente e inconsciente que, sin embargo, a la luz de las nuevas perspectivas ofrecidas desde la neurobiología y la psicología cognitiva, parecen engarzarse a la perfección con los sistemas de aprendizaje y memoria explícitos e implícitos (Aguado, 2002). Desde enfoques conductistas también se han estudiado las emociones, prestando especial atención al proceso de aprendizaje de las mismas, el comportamiento manifiesto que permite inferirlas y los condicionamientos que las provocan. De este enfoque, además de la gran utilidad de los paradigmas de condicionamiento y las definiciones operacionales en la investigación experimental, se han derivado técnicas de especial interés en la intervención clínica de las alteraciones emocionales. Sin embargo, en el último tramo del siglo XX las teorías cognitivas fueron ensombreciendo el enfoque conductista y tomando un papel dominante. Éstas consideran que la emoción es consecuencia de una serie de procesos cognitivos como interpretación, valoración, atribución o expectativas, que se sitúan entre los estímulos y la respuesta emocional. Se centrarían por tanto en la evaluación positiva o negativa del estímulo que realiza el sujeto en función de cómo ha interpretado el estimulo y no tanto en el acontecimiento en sí. Este enfoque también originará determinadas terapias que demostrarán una elevada eficacia en trastornos como la depresión o la ansiedad patológica (Beck, 1990).

A partir de la década de los noventa se produjo un crecimiento exponencial de la investigación científica sobre las emociones, siendo la tendencia general apostar con fuerza por una comprensión unificadora de los procesos que intervienen, inevitablemente, como eslabones interrelacionados en el comportamiento de un organismo. Así, autores como Fridja o Buck proponen modelos comprensivos que integran motivación, emoción y cognición (Fridja, 1993) (Buck, 1991). Además, en el caso de Buck, se sintetizan enfoques biológicos y cognitivos al proponer la existencia de un sistema fisiológico innato que reacciona involuntariamente ante estímulos emocionales y otro cognitivo-cortical adquirido cuya reacción es social y simbólica, funcionando ambos de manera conjunta para producir el output emocional. De esta manera, se ha llegado a un punto en el prácticamente todas las teorías generales sobre las emociones consideran, ya sea de manera explícita o implícita, la íntima relación entre emoción, cognición y conducta, así como su vinculación con múltiples mecanismos neurológicos, muchas veces superpuestos, que los sustentan (Kolb, 2005).

Por tanto, lo que dota de una especial relevancia al momento actual en que nos encontramos, y lo que determina el hacia dónde vamos, es el énfasis que se está poniendo en la integración de los diferentes niveles de análisis que la ciencia actual permite: -póngase aquí cualquiera que pueda relacionarse con el comportamiento humano; bioquímica, neurología, psicología y un largo etcétera según atendamos a mayores o menores niveles de inclusión-, que constituyen lo que se ha denominado neurociencia afectiva (Panksepp, 1998). Este “nuevo” enfoque asume que para poder comprender en toda su complejidad los fenómenos emocionales es fundamental atender tanto a los procesos neurobiológicos que los sustentan como a los procesos cognitivos y psicológicos que de ellos emergen y que dan lugar a esas, a veces esquivas y quizás por ello tan fascinantes, experiencias a las que llamamos emociones (Feldman, 2007).

Llegados a este punto, quisiera lanzar un par de interrogantes que se plantean en el abordaje de las emociones desde la neuropsicología. Si entendemos esta especialidad de la psicología como la disciplina cuyo interés principal es el estudio científico de la cognición/conducta humana, a lo largo de todo el ciclo vital, en lo relativo a lo normal o anormal del funcionamiento del sistema nervioso central, con instrumentos, diagnósticos e intervenciones propias (Hannay, 1998), ¿es lícito abordar los fenómenos emocionales desde la neuropsicología?, pregunta que nos lleva a otra, ¿se pueden considerar las emociones funciones cognitivas?, y ésta a su vez a ¿qué es lo que define a las funciones cognitivas?

Intentar responder a estas preguntas es menos sencillo de lo que parece y seguramente todo sea una cuestión de matices y semántica.

En primer lugar, recordemos que cognición -del latín cognitio, "acción y efecto de conocer"- hace referencia a la capacidad de procesar información de origen externo o interno, de manera consciente o inconsciente (de hecho, parece ser que la mayor parte de la información que procesa nuestro sistema cognitivo se realiza de manera no consciente) y, a partir de la integración de lo percibido en el momento con lo experimentado previamente, adquirir nuevos conocimientos. Desde las perspectivas más estrictas se considera que las funciones cognitivas, objeto de la neuropsicología, son la atención, memoria, lenguaje, gnosias, praxias, función visoespacial y esa amalgama de funciones “superiores” que se suelen agrupar en el término función ejecutiva: razonamiento, planificación, toma de decisiones, control de impulsos, etc. Pero ni atisbo de las emociones. Este hecho puede deberse a un intento de delimitación profesional entre la psicología clínica y la neuropsicología [se puede consultar un pormenorizado estudio sobre esta diferenciación en los documentos de consenso del recién creado Consorcio de Neuropsicología Clínica] (Duque,www.consorciodeneuropsicologia.org) al estilo de, como comenta García Moreno en un ilustrativo texto sobre la neurobiología de la histeria, sucede con la diferenciación entre psiquiatría y neurología en base a la existencia o no de alteraciones orgánicas, anatomopatológicas, que justifiquen una determinada sintomatología (García, 2007). Sin embargo, las cosas no son siempre blancas o negras, orgánicas o de la mente, ya que existen grados intermedios, colores que -acéptese el juego de palabras- las nuevas técnicas neurofisiológicas y de neuroimagen funcional nos están empezando a mostrar. Hoy por hoy, podemos asumir que las enfermedades del cerebro y de la mente, aunque se expresen semiológicamente de manera distinta, tienen su base en el cerebro. Y,

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